Redacción (Jueves, 23-11-2017, Gaudium Press) Se cuenta que en una pequeña iglesia de una zona rural el párroco, para simplificar la Misa, dejó de hacer la homilía dominical y les aconsejó a los feligreses a que la leyeran en casa en el boletín parroquial. Sin embargo, pocos fieles se animaron a leer su prolija exégesis bíblica… Al igual que en la palabra del sembrador (cf. Lc 8, 4-15), esas semillas de la Buena Nueva no pudieron fructificar, pues cayeron en medio de abrojos, ahogadas por la ausencia misma de la predicación. De hecho, la Palabra de Dios sólo da frutos cuando los corazones son regados con los chorros del propio «autor de la belleza» (Sab 13, 3). En suma, que ese sermón escrito -aunque expusiera con claridad la buena doctrina- no contenía los atractivos capaces de mover a los parroquianos a la práctica del bien.
En aquella misma región, otro párroco se juzgaba un buen predicador. Sus homilías, no obstante, eran pretenciosas, confusas y alejadas de las necesidades espirituales de los fieles. Se comentaba que, en el fondo, predicaba por pura vanidad, sepultando con ello la santificación de su grey. En síntesis, era pastor de sí mismo. Un día le pidieron a un feligrés que diera su opinión acerca de dichas predicaciones y, sin rodeos, respondió: «Las escucho de buen grado. Pero no entiendo nada de lo que dice»… A pesar de ser acogidas «de buen grado», habían caído en terreno pedregoso, no pudieron echar raíces, por falta del agua viva.
Estos dos hechos nos invitan a reflexionar. Ambos son ilustrativos de actitudes a evitar en la predicación de la Buena Nueva.
Para hablar al corazón son necesarias las obras
El primer predicador poseía dotes intelectuales y redactaba muy bien sus comentarios exegéticos. Aunque su semilla no logró penetrar en el alma de sus lectores. ¿Por qué? Porque predicó para la inteligencia, olvidándose del corazón. En otros términos, sembró la verdad, pero sofocó la belleza. Por consiguiente, la semilla de la Palabra germinó, pero no maduró.
En el segundo ejemplo, la ineficacia de la predicación fue por otro motivo. El sembrador echó mano de la elocuencia ornamentada, aunque desvinculada de la realidad. Sus sermones parecían bonitos e incluso provocaban un agrado momentáneo en algunos oyentes; pero, al estar aquellos destituidos de sólidas enseñanzas, acababan llevando a éstos a desistir tras la primera prueba.
Con todo, ¿por qué entonces ambas semillas no daban frutos? ¿Tal vez por ser espinosas las mentes y empedernidos los corazones? En realidad, la causa se encuentra no sólo en el anunciador de la Palabra, sino también en los instrumentos que emplea.
Según un conocido orador y escritor romano, «la retórica es la ciencia del bien decir».1 En otros términos, la elocuencia es el arte del bien hablar, de exponer sus argumentos de forma clara y convincente. Arte o ciencia valiosa, sin duda, para predicar la Palabra de Dios; no obstante, insuficiente: en el plano teológico, el orador primero necesita contemplar la Palabra, sacar «agua con gozo de las fuentes de la salvación» (Is 12, 3); de acuerdo con Santo Tomas de Aquino,2 debe primero contemplar para comunicar después a los demás lo que contempló. Así pues, nótese la necesidad primordial de encarnar en sí mismo el Evangelio, para comunicarlo bien a los demás. En este sentido ilustra el P. Antonio Vieira: «Llevar el nombre de predicador, o ser predicador de nombre, no importa nada: las acciones, la vida, el ejemplo, las obras, son las que convierten el mundo. El mejor concepto que el predicador lleva al púlpito, ¿cuál creéis que es? Es el concepto que de su vida tienen los oyentes. […] Para hablar al viento, bastan las palabras; para hablar al corazón, son necesarias las obras. […] ¿Saben, padres predicadores, por qué conmueven poco nuestros sermones? Porque no predicamos a los ojos, predicamos sólo a los oídos».3
Esta advertencia es universal, es decir, vale para todas las formas de apostolado y está dirigida a todos los cristianos, pues todos tienen la vocación innata de santificar el mundo -?cada uno actuando según la actividad que le corresponde (cf. Ef 4, 16). De manera que todo bautizado, donde se encuentre, está invitado a hacer que su vida suene más alto que sus palabras. Juan el Bautista exhortaba mucho por «la voz que grita en el desierto» (Jn 1, 23), pero proclamaba bastante más por sus obras. De ahí que Jesús no le preguntara a la muchedumbre «qué salisteis a oír», sino: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto?» (Lc 7, 24). En efecto, si las semillas del Precursor no estuvieran envueltas por la santidad, no hubieran dado el ciento por uno de frutos.
Reitérese, por lo tanto, que la transmisión de la Palabra se hace más por la visión, o sea, por las obras, que por la audición, porque «nuestra alma se rinde mucho más por los ojos que por los oídos».4 De modo que si el anuncio de la Buena Nueva simplemente tiene como objetivo instruir (docere) a las almas por la verdad, sin agradar (delectare) por la belleza, nunca conseguirá moverlas (movere) a la bondad, es decir, a la conversión.5 Ejemplo supremo de sembrador lo encontramos en Jesús mismo, cuya predicación -la siembra- fue hecha conforme su propio ser, esto es, según la Verdad, la Belleza y el Bien encarnados.
Jesús hizo bellamente todas las cosas
Hemos visto que la belleza sirve de guion entre la verdad y la bondad. En este sentido, el Hijo fue enviado al mundo como «imagen del Dios invisible» (Col 1, 15), auténtico icono que lleva a los hombres, por la manifestación visible, a la restauración de las imágenes deformadas por el pecado original. Por otra parte, si la misión de Jesús era proclamar la Buena Nueva del Reino de Dios (cf. Lc 4, 43), y conducir de esa manera a la humanidad a la bienaventuranza, ¿cómo la belleza le sirvió de camino (via pulchritudinis) para dicha finalidad?
No hay duda de que Jesús era la Verdad y predicaba la verdad; el Sermón de la montaña es una prueba elocuente de ello (cf. Mt 5, 1-12). No obstante, al ser Él también la Belleza por esencia, todas sus acciones estaban revestidas de notable pulcritud. Si, por un absurdo, Él mismo no fuera el ejemplo vivo de sus palabras, éstas jamás penetrarían en los corazones. Porque «en la unión de la Palabra de Dios con la mayor obra de Dios constituyó la eficacia de la salvación del mundo».6
En efecto, se atribuye a Cristo el título de «el más bello de los hombres» (Sal 44, 3). Muy similar a la Virgen María, la «toda bella» (Cant 4, 7), su sagrada faz «resplandecía como el sol» (Mt 17, 2). En realidad, el esplendor es uno de los elementos constitutivos de la belleza. Ahora bien, al ser el Salvador «la luz verdadera, que alumbra a todo hombre» (Jn 1, 9), todas sus acciones despertaban naturalmente admiración, pues siempre las conducía por la via pulchritutinis, como se verifica en diversas narraciones evangélicas.
Con tan sólo 12 años, ya «todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba» (Lc 2, 47). Después del Sermón de la montaña «la gente estaba admirada de su enseñanza» (Mt 7, 28). Con sus respuestas, los fariseos «se quedaron admirados» (Mc 12, 17). Se maravillaban, igualmente, al verlo dando órdenes a los vientos y al mar: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar lo obedecen?» (Mt 8, 27); o estaban «en el colmo del estupor» (Mc 6, 51) tras verlo andar sobre las aguas; y «se llenaron de espanto» (Mc 5, 42) por la curación de la hija de Jairo. Tras echar al demonio de un mudo «la gente decía admirada: ‘Nunca se ha visto en Israel cosa igual’ » (Mt 9, 33). Si una imagen vale más que mil palabras, ¿cuántos libros serían necesarios para describir el encanto de cada una de las escenas relatadas en los Evangelios?
La propia metáfora del «Buen Pastor» (Jn 10, 11.14) sugiere, en realidad, una adaptación del griego, pues su significado original sería «Bello Pastor» (ποιμ?ν ? καλ?ς). He aquí una designación muy adecuada, porque la suma pulcritud del Hombre Dios refulgía en todas sus obras, por la excelencia en la perfección. Incluso llagado y elevado en el madero, al dar la vida por sus ovejas, el Verbo divino irradiaba los divinos esplendores del Padre eterno, atrayendo a todos hacia sí (cf. Jn 12, 32).
En este sentido, las manos de Jesús no solamente tocaban, hablaban. Su boca no sólo hablaba, tocaba los corazones por las palabras. Su mirada no se limitaba a clavar los ojos, fascinaba. Si, como decía el pueblo admirado «todo lo ha hecho bien» (Mc 7, 37), antes lo había realizado bellamente en unión con la verdad. En eso consistió el modelo del anuncio de la verdadera, bella y buena nueva de la conversión a Dios vivo (cf. Hch 14, 15).
El apóstol debe encarnar en sí la Buena Nueva
«Christianus alter Christus», el cristiano es otro Cristo. De la arrebatadora manifestación de Jesús y del bello anuncio de la Buena Nueva, se desprende que sus heraldos, con el indispensable auxilio de la gracia, han de seguirlo conforme la via pulchritudinis, es decir, reflejándose en ese fecundo modelo de vida y santidad. De modo que para la transmisión efectiva del Evangelio es fundamental, ante todo, gustar «el don celeste» y saborear «la palabra buena de Dios» (Heb 6, 4-5), la cual es «viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo» (Heb 4, 12). Como resalta el Apóstol, la Palabra de Dios contiene en germen todas las perfecciones: «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y es útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para toda obra buena» (2 Tim 3, 16-17).
Después de contemplar la verdad, cumple al cristiano comunicar a los demás lo que de ella extrajo. Sin embargo, como dice el refrán, «nadie da lo que no tiene». Por lo tanto, es necesario primero hacerse practicante de la Palabra y no mero oyente (cf. Sant 1, 22) para «llevar a su plenitud la Palabra de Dios» (Col 1, 25). De manera que el apóstol debe encarnar en su propia vida la Buena Nueva para que dé buen testimonio de ella. En este sentido, la santidad es el mejor elemento de persuasión.
Aquí encuadra el papel imprescindible de la belleza en la transmisión del Evangelio. No basta predicar la verdad; hay que «revelarla». Es decir, literalmente, quitar de ella el velo por la manifestación sensible, «no sólo de palabra, sino también con la fuerza del Espíritu Santo y con plena convicción» (1 Tes 1, 5). Ahora bien esta «revelación» de la Palabra de Dios se hace principalmente por la homilética o por la catequesis. Pero también debe hacerse efectiva a través de la simple transmisión de boca en boca, o incluso de «ojo a ojo», para que sean perceptibles a la inteligencia las perfecciones invisibles de Dios (cf. Rom 1, 20). Cabe ilustrar aquí que Juan, el discípulo amado, fue testigo fiel y eficaz del Señor porque a lo verdadero unió lo bello constatado por los sentidos, conforme lo indica en su primera carta: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida» (1, 1).
Ahí es donde se encuentra propiamente el papel de la via pulchitudinis en la divulgación de la Buena Nueva. Por una parte, se trata de un camino para todos: es una vía «católica», o sea, universal; por otra parte, emplea todos los medios de difusión para alcanzar al hombre por completo. El pulchrum -lo bello- empieza arrebatando sensiblemente por la atracción, moviendo la voluntad hacia la entrega y, finalmente, culminando en el amor, al descansar el espíritu en la posesión del deseado.
Además cabe señalar que la via pulchritudinis ha sido utilizada con eficacia desde los comienzos del cristianismo. De hecho, Santo Tomás comenta: «Los Apóstoles nos transmitieron muchos elementos que no están escritos en el canon [bíblico]. Uno de ellos es el uso de las imágenes. De ahí que Damasceno afirme que Lucas pintara las imágenes de Cristo y de la Bienaventurada Virgen, y que Cristo enviara su imagen, según narra la Historia Eclesiástica, al rey Abgaro».7
El Doctor Angélico destaca tres razones para el uso de las imágenes en la Iglesia: instruir a los hombres incultos; fijar mejor en la memoria de los fieles el misterio de la Encarnación y los ejemplos de los santos; finalmente, «estimular un sentimiento de devoción, el cual es suscitado de modo más eficaz por aquello que se ve que por aquello que se oye».8 Esta confirmación tiene mayor validez en la época actual, en la así llamada «civilización de la imagen», donde «es más fuerte el deseo de contemplar con los propios ojos la figura del Maestro divino».9
En concreto, ¿cómo manifestar hoy, pues, el Evangelio a través de la belleza?
Basta servirse de la larga experiencia de la Iglesia. De hecho, la liturgia y su rica simbología favorecen la renovación de la presencia del «Bello Pastor» con un culto especial agradable a Él (cf. Rom 12, 1). La retórica, aliada a la vida santa, hace eco a las palabras llenas de fascinación emanadas del Verbo de Dios. El arte cristiano, con sus pinturas y esculturas, participa del oficio del Creador, que plasmó el mundo con dedo de artista y lo dispuso todo con «peso, número y medida» (Sab 11, 20). La arquitectura gótica lleva a pregustar el esplendor de la Jerusalén celestial. La iconografía de las iglesias, con la secuencia de episodios de las Escrituras, desvela sus tesoros escondidos. La música sacra eleva al Señor «un cántico nuevo» (Sal 32, 3), sublimando las frases bíblicas, y San Agustín nos enseña la forma más excelente de cantar: «¿Queréis entonar alabanzas a Dios? Sed vosotros lo que decís».10 En este sentido, «el canto alegra el espíritu y hace que en él nazca el deseo de las cosas que el propio canto recuerda; aparta los malos pensamientos e irriga el alma para que de ahí crezcan y se desarrollen fuertes deseos de los bienes divinos […]. La Palabra de Dios reflejada, cantada y oída en el canto, tiene fuerza para repeler al enemigo, y eleva al alma a progresar en las virtudes propias que vienen hasta nosotros por los cánticos piadosos».11
Sin la belleza, por tanto, la Iglesia se vería despojada de una de las formas más eficaces de conversión, evangelización y santificación. Simplemente dejaría de existir, si no tuviera la inmortalidad garantizada por su santísimo Fundador.
Importancia reforzada por el magisterio reciente
Si la via pulchritudinis siempre ha sido un método eficiente para la transmisión de la Buena Nueva, lo es más aún en nuestros días. De hecho, se verifica en las generaciones actuales una creciente sed de esa «hermosura tan antigua y tan nueva».12 Así pues, le toca a cada cristiano dejarse cautivar por Cristo, a fin de que el «anuncio del Evangelio» deba «percibirse en su belleza y novedad».13 La experiencia estética posee justamente ese carácter de eternidad, pues se sacia del manantial de la Suma Belleza que siempre busca «recuperar la frescura original del Evangelio»,14 pero también de continua creatividad al adaptarse al contexto a ser aplicado.
El magisterio pontificio, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, ha reforzado la importancia del camino de la belleza para la transmisión de la fe. La Constitución apostólica Sacrosanctum Concilium, por ejemplo, les recomienda a los obispos que «al promover y favorecer un arte auténticamente sacro, busquen más una noble belleza que la mera suntuosidad».15
En la Carta a los artistas, Juan Pablo II destaca: «Para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado, la Iglesia tiene necesidad del arte. En efecto, debe hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios».16 El pontífice polaco afirma también la necesidad de que existan, concretamente en Europa, «evangelizadores creíbles, en cuya vida, en comunión con la cruz y la Resurrección de Cristo, resplandezca la belleza del Evangelio».17 Y a los formadores actuales les exhorta: «mostrad a los más jóvenes la belleza de una existencia que también hoy está dispuesta a sacrificarse por el ideal que Cristo propone en el Evangelio».18
Benedicto XVI sigue de cerca a su predecesor. Resalta que la Iglesia «nunca se ha cansado de dar a conocer a todo el mundo la belleza del Evangelio».19 Además de esto, «ha apreciado siempre las manifestaciones artísticas inspiradas en la Sagrada Escritura como, por ejemplo, las artes figurativas y la arquitectura, la literatura y la música».20 Hoy, más que nunca, «se reafirma la bondad y la eficacia de la via pulchritudinis, uno de los posibles itinerarios, quizá el más atractivo y fascinante, para comprender y alcanzar a Dios».21 Según el pontífice emérito, «los nuevos evangelizadores están llamados a dar a conocer a los demás la belleza del Evangelio que da la vida».22
También en el magisterio de Francisco encontramos con frecuencia el tema de lo bello como camino de evangelización. Explica que, de hecho, «es bueno que toda catequesis preste una especial atención al ‘camino de la belleza’ (via pulchritudinis)».23 Vuelve al tema poco tiempo después: «Prestar atención a la belleza y amarla nos ayuda a salir del pragmatismo utilitarista».24
De especial importancia en esta materia es la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, en la que el pontífice acentúa que «verdades reveladas […] son más importantes por expresar más directamente el corazón del Evangelio. En este núcleo fundamental lo que resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios».25 Todos somos invitados a anunciar a Cristo al mundo. Ahora bien, nos dice Francisco: «Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas».26 Por lo tanto, cumple «recuperar la estima de la belleza para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la verdad y la bondad del Resucitado. […] El Hijo hecho hombre, revelación de la infinita belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí con lazos de amor. Entonces se vuelve necesario que la formación en la via pulchritudinis esté inserta en la transmisión de la fe. Es deseable que cada Iglesia particular aliente el uso de las artes en su tarea evangelizadora, en continuidad con la riqueza del pasado, pero también en la vastedad de sus múltiples expresiones actuales, en orden a transmitir la fe en un nuevo ‘lenguaje parabólico’ «.27
Finalmente, Francisco indica la solución al problema planteado en las primeras líneas de este artículo, evocando la via pulchritudinis: «En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios».28
Sigamos el ejemplo de María Santísima
Todos nosotros los cristianos, según la «multiforme gracia de Dios» (1 Pe 4, 10), somos invitados a participar en esta sublime siembra del Evangelio. Como hemos visto, la Palabra es, de por sí, viva, eficaz y penetrante. No obstante, como explica la parábola del sembrador, muchos se desvían de ella, al ceder a numerosos atractivos del mundo. Quedan impedidos, así, de saciarse en el torrente desbordante de la fuente de la sabiduría (cf. Prov 18, 4), de ser bañados por la divina Luz que ilumina las naciones.
Para evitar el ahogamiento de la semilla, es urgente incentivar a sumergirse «en las bellezas escondidas de Jesús».29 Se hace necesaria la convicción de que el divino Maestro continúa vivo entre nosotros «hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20). Por lo tanto, cumple manifestarlo sin velos, es decir, transfigurado, y proporcionar una renovada presencia viva del «Bello Pastor», a través de la via pulchritudinis.
Para eso nada mejor que seguir el ejemplo de María Santísima. En efecto, por su ilimitada obediencia, la Palabra de Dios «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). En su vientre, el Sumo Artista modeló el cuerpo del divino Redentor. Tras meses de contemplación, dio a luz a Aquel que era «la Luz del mundo» (Jn 8, 12). En resumen, el Todopoderoso hizo y continúa haciendo maravillas en Aquella que se convirtió en un reflejo perfecto del divino Icono y bella alegría para todos los santos.
La via pulchritudinis -el camino de la belleza- nos conduce, por el amor, al encuentro personal con Jesús, el «Bello Pastor», y con María, la toda bella -tota pulchra. Así pues, a través de la íntima y sublime unión con Ellos, la humanidad podrá encontrar la armonía, la integridad y el esplendor proporcionados y, en este sentido, «la belleza salvará al mundo».
Por el P. Alex Barbosa de Brito, EP
(Publicada en la Revista Heraldos del Evangelio, Diciembre -2017)
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1 QUINTILIANO, Marco Fabio. Institutio oratoria. L. II, c. 15, n.º 38.
2 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 188, a. 6.
3 VIEIRA, SJ, Antonio. Sermão da sexagésima, n.º 4. In: Obra Completa. Tomo II. São Paulo: Loyola, 2015, v. II, pp. 53-55.
4 Ídem, p. 54.
5 Conforme la tríada de la retórica clásica (cf. CICERÓN, Marco Tulio. Brutus, c. XLIX, n.º 185; Orator, c. XXI, n.º 69).
6 VIEIRA, op. cit., p. 54.
7 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Sententiis. L. III, d. 9, q. 1, a. 2, qc. 2, ad 3.
8 Ídem, ibídem.
9 SAN JUAN PABLO II. Discurso en la Fiesta de la Transfiguración del Señor, 6/8/2000.
10 SAN AGUSTÍN. Sermo XXXIV, n.º 6. In: Obras. 4.ª ed. Madrid: BAC, 1981, v. VII, p. 507.
11 PSEUDO JUSTINO. Quæstiones et responsiones ad orthodoxos, q. 107. In: CORDEIRO, José de Leão (Org.). Antologia litúrgica. 2.ª ed. Fátima: Secretariado Nacional de Liturgia, 2015, p. 153.
12 SAN AGUSTÍN. Confessionum. L. X, c. 27, n.º 38. In: Obras. 7.ª ed. Madrid: BAC, 1979, v. II, p. 424.
13 BENEDICTO XVI. Mensaje al presidente del Consejo Pontificio de la Cultura con ocasión de la 13.ª sesión pública dedicada al tema «Universalidad de la belleza: estética y ética en confrontación», 24/11/2008.
14 FRANCISCO. Evangelii gaudium, n.º 11.
15 CONCILIO VATICANO II. Sacrosanctum Concilium, n.º 124.
16 SAN JUAN PABLO II.
Carta a los artistas, n.º 12.
17 SAN JUAN PABLO II. Ecclesia in Europa, n.º 49.
18 SAN JUAN PABLO II. Discurso a los participantes en la 11.ª Asamblea Nacional de la Acción Católica Italiana, n.º 2, 26/4/2002.
19 BENEDICTO XVI. Ubicumque et semper, 21/9/2010.
20 BENEDICTO XVI. Verbum Domini, n.º 112.
21 BENEDICTO XVI. Mensaje al presidente del Consejo Pontificio de la Cultura con ocasión de la 13.ª sesión pública dedicada al tema «Universalidad de la belleza: estética y ética en confrontación», 24/11/2008.
22 BENEDICTO XVI. Homilía en la Santa Misa para la Nueva Evangelización, 16/10/2011.
23 FRANCISCO. Evangelii gaudium, n.º 167.
24 FRANCISCO. Laudato si’, n.º 215.
25 FRANCISCO. Evangelii gaudium, n.º 36.
26 Ídem, n.º 167.
27 Ídem, ibídem.
28 Ídem, n.º 142.
29 SANTA TERESA DE LISIEUX. Lettre 108. A Céline. In: Œuvres Complètes. Paris: Du Cerf; Desclée de Brouwer, 1996, p. 412.
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