Redacción (Domingo, 26-11-2017, Gaudium Press) Tiempos estos en que la UNESCO y otros organismos internacionales para la educación, declaran patrimonio cultural de la humanidad no solamente grandes y magníficos palacios y catedrales, sino ciudades enteras e incluso carnavales, festivales y otras expresiones del espíritu humano como también lo son las denominaciones de origen protegidas (DOPs), productos de costumbres y tradiciones imponderables, que se hacen realidades tangibles para alegrarnos la vida y hacernos más llevadero el paso por este valle de lágrimas y pecados.
Tiempos en que no solamente las marcas registradas hacen valer sus derechos, deberían respetar que la navidad es participación en el patrimonio cultural del Cristianismo y por lo tanto de la Iglesia Católica. Que el gran suceso es la conmemoración del nacimiento de Jesús Nuestro Señor y toda la belleza cultural que alrededor de ello se expresó en una fría noche azul tachonada de estrellas y luceros de varios colores y uno de ellos más resplandeciente que los otros indicando algo.
En un paisaje seco y arenoso color de terracota claro. Noche de ángeles, pastores pobres y reyes ricos magníficamente vestidos, noche de camellos, ovejas, un manso buey y un obediente asnillo, una gruta fría y en ella el mayor tesoro del Padre eterno, bien guardado y protegido por el más valiente y confiable hombre que ha dado la humanidad, para responderle cabalmente por una Virgen inmaculada y un tierno niño recién nacido. Y en el aire flotando el canto suave y discreto de un «Gloria in Excelsis Deus» nada menos que entonado por espíritus angélicos de celestial belleza nunca antes vista en esta tierra de exilio. Noche de perfumes paradisíacos desconocidos hasta ese momento por los hombres, y una felicidad inexplicable para muchos de ellos que seguramente la sintieron recorrer sus almas, sin saber bien el por qué. Hay piadosos testimonios de místicas revelaciones privadas, que afirman haber aparecido esa misma noche hermosísimas flores, frutos, aves y peces que antes no existían.
El paso del tiempo fue agregando villancicos cantados con el estilo y personalidad de cada pueblo, comidas caseras típicas, regalitos mutuos dados más por cariño que por interés, oraciones junto a un mimoso pesebre hecho por toda la familia y un árbol cargado de adornos que solamente en los tiempos navideños salen para ser colgados y embellecer la casa con sus luces de colores.
Todo un patrimonio cultural de una sola nación universal, un pueblo escogido, una nueva comunidad mundial fraterna sin distingos de razas, clases ni niveles económicos, que se perdona y se ama especialmente aquella noche en que el Verbo de Dios se hace carne para llevar a cabo nuestra Redención. ¿Se nos está olvidando todo eso? ¿No recordamos acaso que en todas las horas de aquel día nuestras oraciones y pedidos, nuestra acción de gracias en la comunión y hasta los pequeños afanes y angustias cotidianas ofrecidos con amor y gratitud, suben especialmente al Cielo como resplandecientes fuegos pirotécnicos de miles de colores? Se nos olvida que podemos hacer la felicidad infantil modesta, íntima y alegre sin los regalones mundanos y costosos del comercio y la tecnología, ni las comidas rápidas del domicilio, ni la bulla pagana e intemperante de cantina o del licor bebido hasta la embriaguez. Hasta al buen cura párroco teme hacer sonar esa noche a todo repique las campanas de navidad para alegrarnos y olvidar las penas, porque un amargado y ateo vecino puede hacer venir la policía.
No podemos olvidar que aquella noche alegre, un niño frágil tiritaba de frío, una madre resignada y virginal lo envolvía con su tibio chal, y un serio varón valiente y noble los cuidaba con ojo atento y vigilante, soportando entre alegre y paciente la humillación de que en la aldea natal de sus propios antepasados del linaje de David, le habían cerrado las puertas al Redentor del mundo. El bello niño que se haría un hombre y en el vigor de sus treinta años de vida sería sacrificado por el poderoso sanedrín que había apostatado y llevaba a la apostasía al pueblo entero, precisamente porque ya no creía en la venida del Mesías de la tradición y se había adaptado al mundanismo greco-romano, dejando que se paganizaran incluso las propias festividades religiosas del pueblo elegido.
Alguien se ha robado nuestra Navidad y tenemos derecho a denunciarlo reclamando con vehemencia que todo este festín mundano de los centros comerciales, es una injusta apropiación deformada y ruin de una alegría que nos pertenece y prepara para el Cielo y no para ostentaciones frívolas, cosmopolitas y fatigantes que generalmente nos dejan llenos de deudas, sobrepeso y frustración. Alguien se la ha robado, o simplemente la ha comprado por treinta monedas a algunos de los que estaban encargados de cuidar y administrar el patrimonio religioso del pueblo de Dios.
Por Antonio Borda
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