Redacción (Lunes, 27-11-2017, Gaudium Press) En el lenguaje corriente se llama piedad a la virtud encargada de establecer el buen relacionamiento con Dios, el culto que le es debido. Esta virtud técnicamente se llama mejor religión. Dice la Enciclopedia Católica que estamos obligados por esta virtud a rendir culto a Dios dirigiéndole sentimientos de «adoración, alabanza, acción de gracias, lealtad y amor», que se deben trasformar en actos de adoración, oración, sacrificios, votos, oblación, entre otros.
La virtud de la religión por tanto, nos impele a acudir a la eucaristía, como acto supremo de culto que es, y a vivir en espíritu de oración y adoración, rindiendo al Creador el tributo que le es debido por justicia.
Como un grandísimo aporte a la piedad, Plinio Corrêa de Oliveira hablaba de lo que llamaríamos la piedad del pulchrum, de la belleza.
Dice Santo Tomás que la creación para ser un reflejo perfecto de Dios debería ser desigual, abundantemente desigual para reflejar las infinitas perfecciones de Dios, y así de hecho lo es. Incluso dentro de cada especie la desigualdad es abundante, ni se diga eso dentro de la especie humana, hasta llegar a la gran desigualdad angélica, en la que cada ángel es una especie distinta del otro.
Pero la desigualdad implica jerarquía, superioridad de unos seres sobre otros.
Decía pues el Dr. Plinio que la criatura humana que contempla esas desigualdades debe observar en ellas los reflejos magníficos de Dios. Cuando ve una mariposa más bella que otra debe ver en la más bella un mejor reflejo de Dios que en la anterior. Igual cuando contempla las desigualdades entre los hombres.
Así, la observación de las desigualdades -jerárquicas, pero también armónicas pues forman un conjunto- debería ser para el hombre un encanto, un deleite, pues nos están mostrando aspectos diversos de Dios.
Afirmaba el Dr. Plinio que las desigualdades son como una montaña en cuyas laderas cada piedra un poco más alta es una imagen de Dios para la piedra más baja. Y que nuestra ascensión espiritual, es decir nuestra vía de piedad, debería ser subir en la contemplación amorosa y entusiasmada de piedra en piedra, amando cada vez más la piedra más alta, más alta y luego la más alta.
De esta manera, la creación desigual debe ser vista como una escalera que nos lleva a Dios, cuya contemplación nos acerca al Creador.
Si nos entusiasmamos con una piedra roja, más entusiasmo debemos tener con un rubí. Si nos entusiasmamos con un rubí, debemos tener más entusiasmo con el mejor de los rubís, ese de rojo profundo con el mejor de los cortes. Y así con todos los seres, pues la piedra más alta es un mayor reflejo de Dios que merece ser más amado por ser mayor.
¿Y cuando ya hayamos conocido todas las perfecciones del universo creado, se acaba la ascensión? No, en ese momento sigue la contemplación de los «posibles de Dios», la contemplación de ese rubí maravilloso inexistente en la tierra pero existente en la mente divina, al que podemos llegar con nuestra imaginación auxiliada por la gracia, un rubí por ejemplo de un rojo arquetípico, de un tamaño perfecto, de un corte sin igual.
Y cuando se realiza ese ejercicio, ahí aparece por ejemplo la humildad, pues humildad es verdad, como decía Santa Teresa, y contemplando el orden del universo sabemos que no somos sino lo que somos, ni más ni menos.
Y aparece, por ejemplo, la inocencia, pues quien contempla las perfecciones del orden del universo, se da cuenta que ese orden es magnífico, y que no puede ser quebrantado aunque a ello nos muevan las malas inclinaciones.
Y aparece también la caridad, pues Dios reflejado en el orden del universo merece ser amadísimo… Y así por delante.
Por Saúl Castiblanco
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