Redacción (Miércoles, 29-11-2017, Gaudium Press) Inocencia… ¡Esta suave y elevada palabra resuena tantas veces a nuestros oídos como el repicar de las campanas de una lejana catedral que hace mucho conocemos y cuya recordación remonta a los primeros años de nuestra existencia! ¿Pero qué viene a ser propiamente la inocencia?
Descartemos desde luego la definición superficial y cotidiana por la cual se equipara el inocente al ingenuo o bobo, como si de tener sinónimos se tratase. Si así fuese, Nuestro Señor Jesucristo no la habría exaltado con sus palabras: «Dejad venir a Mi a los pequeñitos y no los impidáis, porque el Reino de Dios es de aquellos que se parecen con ellos» (Lc 18, 16). De hecho, la inocencia conduce el alma infantil a ver todo en proporciones fabulosas, contribuyendo para elevar el espíritu, agudizar la perspicacia y estimular la imaginación.
Pero la inocencia no se restringe apenas a eso…
Para comprender bien su profundo significado, nada mejor que analizar un poco el ambiente de la Navidad. Verdes y elegantes pinos son engalanados con adornos multicolores; luces de diferentes colores adornan las fachadas de las casas y monumentos públicos; sabrosos platos y postres, regalos e innúmeras sorpresas cercan esos días de jubilosa expectativa.
A lo largo de la Historia estos y aquellos pueblos fueron dibujando la inocente atmósfera emanada de la Gruta de Belén y desdoblándola en manifestaciones diversas, de acuerdo con sus cualidades y luz primordial. Así, el rico acervo de manjares, adornos, luces y tradiciones navideñas que hoy conocemos, forma en nuestro espíritu un conjunto armónico y coherente, que encanta por la riqueza y variedad de matices.
Ahora, ¿cuál es el fundamento de este imponderable común tan sublime y difícil de explicitar? ¿Será apenas una recordación del pasado o la fuerza de una simple tradición?
La respuesta a estas preguntas está en la verdadera inocencia, que genera una atracción natural por todo cuanto es elevado y una gran capacidad de discernir y amar, a primera vista, lo bello, lo bueno y lo verdadero. Es una participación de la alegría de la creación por la venida del Salvador al mundo.
Como los niños viven en su paraíso primaveral, se tiende a pensar que solamente a ellos es reservado poseer esa visión maravillosa de todas las cosas; entretanto, la inocencia debe abarcar toda la vida del hombre, desde los albores de la infancia hasta los umbrales de la eternidad.
Según destacados tomistas, la verdad es aristocrática, pues pertenece a pocos. Esto se aplica de algún modo a la inocencia y, por consiguiente, a la atmósfera navideña, pues pocos son aquellos que, no habiendo manchado su alma con los horrores del pecado mortal, mantienen una visión cristalina partícipe de la propia visión divina en relación a sus criaturas. Así, el término inocente adquiere su verdadero significado, de acuerdo con la tradición bi-milenaria de la Santa Iglesia: un alma cándida, pura, sin mancha, que no manchó su túnica bautismal.
Por la Hermana Clotilde Thaliane Neuburger, EP
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