Redacción (Viernes, 15-12-2017, Gaudium Press) Dos almas extraordinarias fueron suscitadas por Dios, en el siglo XVI, para emprender, juntas, la reforma de la Orden del Carmen. Una de ellas, la gran Santa Teresa de Jesús. La otra, San Juan de la Cruz, contemplativo insigne, confesor y Doctor de la Iglesia, cuya fiesta se celebra el día 14 de este mes.
«Una de las almas más puras que hay en la Iglesia»
De él
sabemos que, así como Santa Teresa, nació en la provincia de Ávila,
España, y su primera formación se dio en Medina del Campo, donde estudió
con los padres jesuitas. Deseaba, sin embargo, hacerse carmelita, y en
esta Orden ingresó a los 21 años, recibiendo su educación teológica en
Salamanca. En 1567 se ordena sacerdote y celebra su primera misa.
Llamado
a una austera y sublime vida contemplativa, el joven religioso pronto
se decepcionó con el relajamiento monástico de los conventos carmelitas.
Cuando tenía la intención de procurar la Orden de los Cartujos, en la
cual podría expandir los anhelos de su alma, se encontró con Santa
Teresa y aceptó su desafío de promover la reforma del Carmelo.
Como
suele suceder, el celo con el cual trabajó por la observancia religiosa
le granjeó malos tratos y difamaciones, llegando inclusive a ser
encarcelado en Toledo. En ese período de duras probaciones se encendió
en él la llamarada de su poesía mística. De ese entonces datan sus
célebres escritos, como «Subida del Monte Carmelo», «Noche oscura del
alma», «Cántico Espiritual», «Llama de amor viva», etc.
Por más de
veinte años se consagró a una existencia sembrada de ascesis y fecunda
contemplación, falleciendo a los 49 años de edad, el 14 de diciembre de
1591. Canonizado en 1726, es también venerado como Patrono de los poetas
españoles.
Santa Teresa lo consideraba como «una de las almas más
puras que Dios tiene en su Iglesia», y otro de sus contemporáneos así
lo describe: «Hombre de estatura mediana, de buena fisionomía, rostro
serio y venerable. Su trato era muy agradable y su conversación bastante
provechosa para los que lo oían.
Fue amigo del recogimiento y
hablaba poco. Cuando reprendía como superior, lo cual sucedió muchas
veces, actuaba con dulce severidad, exhortando con amor paternal».
Quien saborea niñerías no puede deleitarse con Dios
Habiendo conocido esos breves trazos biográficos y morales de San Juan de la Cruz, analicemos ahora algunas de sus máximas espirituales, valiosas enseñanzas que él nos legó, al lado de sus grandes escritos.
No os conocía, Señor mío, porque todavía quería saber y saborear niñerías. Se secó mi espíritu porque se olvidó de apacentarse en Vos.
Esa sentencia es una verdadera maravilla.
De hecho, el amor a las niñerías es una de las cosas más entrañadas en el género humano. Y aún cuando se trata de un asunto serio, este generalmente es considerado bajo el punto de vista de las bagatelas. Y no será una exageración afirmar que muchos se complacen en conversar sobre trivialidades.
Por ejemplo, los que se encuentran en un restaurante, en una plaza pública, en un vehículo de transporte colectivo, etc., o están quietos, pensando en niñerías, o conversan sobre una bagatela en la cual pensaban cuando estaban en silencio. Pero el gusto, el apego, es pensar con respecto a niñerías.
Entonces, dice San Juan de la Cruz con mucha propiedad:
No os conocía, Señor mío, porque todavía quería saber y saborear niñerías.
Es decir, quien degusta niñerías, no puede deleitarse con Dios. Porque no es posible gustar de dos cosas opuestas al mismo tiempo. Ahora bien, Dios es infinito, altísimo, insondable, trascendente, Una niñería es, por el contrario, lo insignificante, una pequeña bagatela. Siendo así, se comprende que una persona habituada a las trivialidades no tiene el espíritu vuelto para saborear a Dios.
Quien note en sí mismo ese defecto, no debe tomar una actitud mezquina, diciendo: «Ah, entonces no hay remedio, porque me gustan tanto las niñerías, que nunca me voy a despegar de ellas». Importa, sí, hacer una oración: «Dios mío, dadme vuestro espíritu, el Espíritu Santo, que me hará sentir la apetencia por las cosas grandes y el horror a las niñerías.»
En el Evangelio, Nuestro Señor dice que, de todas las oraciones, ciertamente la más atendida es aquella en la cual pedimos el Espíritu Santo, el buen espíritu. Por lo tanto, lo opuesto a la bagatela y a la niñería. Esa debe ser nuestra súplica.
Se secó mi espíritu porque se olvidó de apacentarse en Vos.
¿Cuál es el espíritu que se apacienta en Dios? Aquel que se complace en pensar en las bellezas de la Iglesia Católica, en la doctrina y en la vida de nuestro movimiento, que son expresiones de la Iglesia y de sus principios. Este se apacienta en Dios, o sea, es como una oveja que se nutre del césped divino y de las maravillas del Creador. Al contrario de aquel cuyo espíritu se secó porque no se detuvo en la contemplación de esas grandezas, prefiriendo saborear niñerías.
El alma unida a Dios infunde temor al demonio
Otro dictamen de San Juan de la Cruz:
Si quieres llegar al santo recogimiento, no has de ir admitiendo, sino negando.
Frase magnífica. Es decir, los espíritus polémicos, que niegan todo cuanto es reprobable, se aíslan, rompen con las cosas malas y llegan al recogimiento. Empero, aquellos que aprueban, admiran y se abren a todo lo que es malo, son incapaces de recogimiento.
Sé contrario a admitir en tu alma cosas destituidas de sustancia espiritual, para que no te hagan perder el gusto de la devoción y el recogimiento.
Es el mismo principio enunciado en la sentencia anterior.
El alma que está unida a Dios infunde temor al demonio tanto como el propio Dios. Otra linda afirmación del santo carmelita.
Realmente, se ve que el demonio le teme al verdadero católico, y el odio que demuestra contra este último es hecho de temor. Él se estremece delante del que practica la religión de modo íntegro, pues es un alma unida a Dios.
No debemos fiarnos de nosotros mismos
Esta es otra proposición extraordinaria:
El más puro padecer trae consigo y produce el más puro entender.
Con tal pensamiento San Juan de la Cruz nos enseña que sólo entienden profundamente las cosas aquellos que saben sufrir hasta el fin. Los que aborrecen el sufrimiento, no comprenden cosa alguna.
Quien se fía de sí mismo es peor que el demonio.
Una frase dura a nuestros oídos, pero brotada del corazón y de los labios de un santo, Doctor de la Iglesia.
Fiarse de sí mismo significa juzgar que no es necesario recurrir a Nuestra Señora porque todo se consigue con el propio esfuerzo. Por ejemplo, en cuanto a la virtud de la castidad, la persona dice: «Ah, yo consigo practicarla por mí mismo. Es sólo cuestión de fuerza de voluntad. Frente a una ocasión peligrosa, yo me transformo en un coloso, y no necesito pedir auxilio a la Virgen María. Uds. son un beaterio y se quedan implorando la ayuda de Ella. Pero yo, con mi fuerza de voluntad y mi inteligencia, no tengo necesidad de pedir. ¡Yo enfrento inmediatamente!
En realidad, esa persona se da contra el piso; son derrumbados caballo y caballero. Y, según una expresión arcaica que conocí, «se cae de espalda y se quiebra la nariz», tan grande es la caída. ¿Por qué? Porque confió en sí misma.
Mejor sufrir por Dios que hacer milagros
Quien obra con tibieza, cerca está de la caída.
Es un hecho evidente.
Cierta vez alguien me dijo (refiriéndose a otro, y en el fondo haciendo un elogio de sí mismo): «Fulano es tibio, pero es muy correcto». Le repliqué: «Sí, muy correcto, pero se está debilitando». Sería una consideración análoga a la de quien, considerando a un agonizante, afirmase: «Él está vivito y entero». Realmente el moribundo todavía no falleció, pero la vida lo está abandonando…
¿Cómo es posible negar la evidencia? Por eso San Juan de la Cruz advierte a los tibios: están próximos de la caída.
Escribe aún el santo:
Es mejor vencerse en la lengua, que ayunar a pan y agua.
Otra gran verdad. Y esta nos lleva a preguntar qué victorias debemos conquistar en el uso de nuestra lengua.
La primera cosa es no decir cosas impuras; pero la más grande es no hablar algo que represente una flaqueza frente al mundo decadente. Agrados, gentilezas, actitudes que den la impresión de ser hijos de este siglo, se trata de no decir eso. Y esta es la inmensa victoria que debemos obtener sobre la utilización de la lengua.
Por fin, esta bella y no menos verdadera sentencia de San Juan de la Cruz:
Es mejor sufrir por Dios que hacer milagros.
Puede haber personas que realizaron milagros y después de la muerte se fueron al infierno. Pero no es posible que alguien sufra la vida entera por Dios y después se condene.
Y el más grande, el más evidente es el milagro moral que se opera cuando el hombre padece de todas las maneras, pero acepta el sufrimiento por Dios y no vuelve atrás. ¡Ese es el milagro por excelencia!
Debemos, por lo tanto, tener siempre en vista esta máxima del insigne San Juan de la Cruz, exponente de la ascesis y de la mística católica: realmente es mejor sufrir por Dios que hacer milagros.
Por Plinio Corrêa de Oliveira
(Revista Dr. Plinio, No. 81, diciembre de 2004, p. 26-30, Editora Retornarei Ltda., São Paulo)
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