Redacción (Domingo, 24-12-2017, Gaudium Press) Se acercan las festividades de la Navidad, tiempo litúrgico en el que la Santa Iglesia nos recuerda la llegada del Príncipe de la paz, nuestro divino Redentor, el esperado de las naciones.
En ese período siempre realzamos, y con razón, la armonía y la bienquerencia que Él trajo a los corazones, conforme las palabras del ángel a los pastores: «No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías, Señor, en la ciudad de David» (Lc 2, 10-11).
Las conmemoraciones navideñas son ocasión de construir bonitos nacimientos, dar y recibir regalos, estrechar los lazos de unión familiar. Una nota de particular alegría marca esa época del año.
Sin embargo, incluso en los ambientes donde debería ser acentuado de modo especial, es poco destacado un aspecto de la Encarnación bastante menos agradable de recordar, porque pone en evidencia ante nuestros ojos que no todo es paz, no todo es tranquilidad, no todo es unión con aquello que nos rodea. Pues ese Niño, Dios hecho hombre, en determinado momento de su vida terrena nos advertirá: «No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada» (Mt 10, 34).
Cuando fue presentado en el Templo, se encontraba en esa ocasión Simeón, hombre justo y piadoso al que le había sido revelado por el Espíritu Santo que no moriría sin antes ver al Mesías, al Salvador del mundo. En ese bello episodio contemplamos a la Santísima Virgen, Madre de Dios, llevando al divino Infante para cumplir el precepto de la Ley, y al Santo Patriarca José yendo a su lado.
Al coger a Jesús en sus brazos, Simeón pronunció su famoso himno de alabanza. A continuación, bendijo al santo matrimonio y a María le dice: «Este (niño) ha sido puesto para que muchos caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción» (Lc 2, 33-34), es decir: una bandera discutida, una piedra de tropiezo, un factor de división. Y prosiguió: «a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2, 35).
El santo sacerdote Simeón profetizaba en ese momento el camino de confrontaciones que recorrería el Redentor en su vida pública: será un auténtico «signo de contradicción».
Se cumple el vaticino de Simeón
El vaticinio de Simeón no tardaría en cumplirse. Siendo Jesús aún un tierno niño, llegan a Jerusalén los Magos de Oriente y preguntan: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?» (Mt 2, 2). Y el tetrarca Herodes, inquieto por la visita de tan augustos personajes, consulta preocupado a los sumos sacerdotes y a los escribas dónde tendría que nacer el Mesías.
La respuesta fue clara: en Belén de Judea. Entonces mandó a los Reyes Magos allí, encomendándoles trapaceramente: «cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo» (Mt 2, 8). No obstante, alertados en sueños por el Señor, regresaron a su tierra por otro camino, y no le informaron de nada.
Furioso al verse burlado por los Magos, Herodes ordenó la masacre de todos los niños menores de 2 años de Belén y sus alrededores, con la esperanza de matar al «Rey de los judíos», un inesperado competidor al trono. Así comenzó, con la cruel matanza de los Santos Inocentes, la manifestación «las intenciones de muchos corazones».
En sentido contrario, también se revelaba en ese episodio la protección del Cielo: «el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise'» (Mt 2, 13). Amparado por los espíritus celestiales, San José ejercía con inconmensurable grandeza su función de padre y protector de Jesús.
La matanza de aquellos inocentes marca el inicio de las hostilidades humanas contra aquel que, incluso antes de empezar a hablar, se había convertido en «signo de contradicción». La mera existencia de la Sagrada Familia suponía una bandera de combate enarbolada que los enemigos infernales no podían tolerar y trataban de destruir.
En la noche del nacimiento del Salvador, el Cielo se había unido a la tierra. Valiéndose de instrumentos humanos, Satanás se esforzaba todo lo posible para eliminar al Niño. Pero todo era en vano: San José recibía avisos del Cielo que le indicaban las precauciones que debía tomar para protegerlo mejor.
Treinta años después de ese episodio, habiendo comenzado Jesús su vida pública, empezó a sufrir el odio de fariseos, escribas y saduceos, enemigos de su doctrina y de su divina Persona.
Los santos Evangelios, principalmente el de San Mateo, nos narran numerosas manifestaciones de esa saña infernal contra el divino Maestro. «Éste blasfema» (Mt 9, 3), clamaban airados los escribas. «Éste no hecha los demonios sino por el poder de Belzebú, príncipe de los demonios» (Mt 12, 24), gritarían más tarde los fariseos. Y cuando el misericordioso Salvador curó en sábado al hombre de la mano paralizada, escribas y fariseos, «ciegos por la cólera, discutían qué había que hacer con Jesús» (Lc 6, 11).
A lo largo de los tres años de su vida pública, el odio de los enemigos de Jesús no hacía sino aumentar, hasta el punto de llevarlo a ser crucificado entre dos ladrones. Pero el demonio ignoraba que la muerte del Redentor sellaría definitivamente la derrota de los infiernos: «Como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él, tenga vida eterna» (Jn 3, 14-15).
Jesucristo fue, es y será una piedra de escándalo y de división para los hombres de todos los tiempos. «El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12, 30). Esta es la enseñanza, infelizmente poco comentada, que nos ha parecido útil resaltar en la Navidad de este año.
El mal existe, el mal planea, el mal ataca, y la Santa Iglesia nos convoca a estar siempre en lucha contra él. Esto lo dejó bien claro Su Santidad Benedicto XVI en uno de sus últimos discursos al Colegio Cardenalicio: «Hoy la palabra Ecclesia militans está un poco fuera de moda, pero en realidad podemos comprender cada vez mejor que es verdadera, que porta en sí misma la verdad. Vemos cómo el mal quiere dominar en el mundo y que es necesario entrar en lucha contra el mal. Vemos cómo lo hace de tantos modos, cruentos, con distintas formas de violencia, pero también enmascarado como el bien, destruyendo así las bases morales de la sociedad» (21-5-2012).
No perdamos la noción de esa realidad. Seamos «sencillos como palomas», pero no dejemos de ser «astutos como serpientes» (Mt 10, 16). Y, sobre todo, no olvidemos que Jesús sufrió más por la ceguera y la incomprensión del pueblo que lo seguía, que por la furia satánica de sus enemigos.
Por el P. Fernando Gioia, EP.
(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica de El Salvador, 24 de diciembre de 2017)
Deje su Comentario