Redacción (Miércoles, 03-01-2017, Gaudium Press) Muchos de los importantes episodios de la vida pública de Cristo se caracterizaron por su enfrentamiento con uno de los más famosos tipos humanos de la Historia: los fariseos.
La violenta oposición de éstos a la Buena Nueva traída por el Señor es descrita por los cuatro evangelistas, pero San Mateo le dedica a ella su capítulo 23 casi por completo. En él encontramos las conocidas increpaciones de Jesús, tantas veces repetidas: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!» (23, 13); «¡Ay de vosotros, guías ciegos!» (23, 16); «¡Necios y ciegos!» (23, 17); «¡Serpientes, raza de víboras!» (23, 33).
El Señor discute con los fariseos |
Formidables luchas entre los fariseos y Jesús
Las controversias, no obstante, empezaron mucho antes. Tras discurrir sobre el Reino de los Cielos en el Ser-món de las Bienaventuranzas, Cristo les hace esta severa advertencia a sus discípulos: «Os digo que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 5, 20).
Por su parte, los fariseos andaban al acecho para tenderle una trampa al divino Maestro. En cierta ocasión, para ponerle a prueba, le preguntaron: «¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?» (Mc 10, 2), y recibieron esta magnífica respuesta: «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10, 9). Otras veces le acusaban de violar el sábado o alguna de las centenares de reglas en torno a las cuales vivían… e igualmente el Señor los dejaba confundidos. Sin embargo, la dureza de sus almas era tal que no se conmovían ni siquiera al presenciar los milagros más impresionantes.
De modo que mientras el pueblo entusiasmado glorificaba a Dios cuando Jesús curó a una infeliz mujer encorvada por el demonio durante dieciocho años, el jefe de la sinagoga decía enfurecido: «Hay seis días para trabajar; venid, pues, a que os curen en esos días y no en sábado» (Lc 13, 14). Y tras la resurrección de Lázaro la reacción de los fariseos, que se hallaban reunidos en consejo con los sumos sacerdotes, fue la de deshacerse del Salvador: «Y aquel día decidieron darle muerte» (Jn 11, 53).
Al analizar tales contiendas desde un prisma político y humano, el cardenal Gomá y Tomás llega a afirmar que «los Evangelios, en gran parte, pueden llamarse una epopeya en la que se describen las luchas formidables habidas entre los fariseos y Jesús, en el orden doctrinal y en el de la influencia popular».1
Las corrientes político-religiosas más fuertes de la época
Los fariseos eran, ordinariamente, miembros de la clase media, aunque también había algunos de familias más populares. Su origen se remonta a los tiempos de las guerras de los Macabeos, cuando un conjunto de fervorosos judíos tomó las armas contra el rey Antíoco Epífanes, que pretendía imponer por la fuerza las costumbres paganas de los griegos a todos los pueblos subyugados por él (cf. 1 Mac 1, 11-64).
En la época de Jesús aquel grupo social dominaba las sinagogas y ejercía gran hegemonía espiritual dentro del pueblo elegido. Se calcula que eran alrededor de seis o siete mil, distribuidos por todas las ciudades de Palestina. No es difícil imaginar la enorme influencia que poseían. Al contar con el apoyo de la mayoría de la población, a veces osaban levantar la voz incluso contra el rey o el sumo sacerdote.2 En el campo doctrinario profesaban la inmortalidad del alma, la resurrección de la carne, el libre albedrío, la necesidad de la gracia para practicar el bien, la existencia de los ángeles, los castigos después de la muerte.
En confrontación con ellos se encontraban los saduceos, que ostentaban el poder sacerdotal y constituían la clase alta de la sociedad judaica. No reconocían más que el Pentateuco, los cinco primeros libros del Antiguo Testamento: Génesis, Éxodo, Levítivo, Números y Deuteronomio. Negaban la inmortalidad del alma y la resurrección de los cuerpos (cf. Lc 20, 27), porque no constaban explícitamente en ninguno de esos libros.
Fariseos y saduceos vivían en continua polémica sobre cuál era la verdadera norma fundamental del judaísmo. Para éstos era la Torá, la «Ley» por excelencia, la «ley escrita», dada por Moisés al pueblo elegido como único estatuto. Para aquellos, sin embargo, la Torá sólo era una parte, y no la más importante, ya que al lado de esa «ley escrita» existía otra más amplia: la «ley oral», constituida por innumerables preceptos de la tradición.3
Entre estas dos fuertes corrientes político-religiosas se dividía la opinión pública. Ambas se encontraban en el sanedrín junto con los ancianos, los maestros de la ley y los sumos sacerdotes eméritos, que ayudaban al sumo sacerdote a ejercer su gobierno.
¿Cuál era la mentalidad de los fariseos?
El vocablo fariseo proviene del hebreo ?????? – perushim, que significa separados, o los que están apartados, y los miembros de este grupo, en efecto, se mantenían distanciados de todo lo que era considerado por ellos como contrario a la religión, a fin de quedar limpios de cualquier impureza de alma y de cuerpo. Se jactaban de no sufrir contaminación alguna, ni en el orden doctrinario ni en la vida práctica.
Los fariseos eran los guardianes de la ley. Así lo reconoce el propio San Pablo cuando le escribe a los filipenses: «Hebreo hijo de hebreo; en cuanto a la ley, fariseo» (3, 5). Pero a la ley mosaica le fueron añadidos, con el paso del tiempo, tradiciones orales, ritos, reglas y fórmulas diversas hasta componer un laberinto de normas que regulaban casi todos los actos humanos de la vida. «El conjunto de las tradiciones que respetaban los fariseos está reunido en el Talmud, fárrago interminable de pueriles observaciones, mezquinas añadiduras y comentarios vanos de la ley, imposible de aprender, cuanto menos de observar»,4 escribe un jesuita del siglo pasado.
Vivían «enredados en complicadas casuísticas de 613 preceptos. De éstos, 365 -a imagen de los días del año- eran negativos y 248 -a semejanza numérica con los huesos del cuerpo humano- eran positivos. De los primeros, algunos eran tan graves que sólo podían ser reparados con la pena capital, y los otros, por una penitencia proporcionada. La miríada de otras obligaciones menores existentes les ocasionaba discusiones interminables en sus escuelas».5
En tan vasto acervo legal estaban incluidas desde las complicadas normas para los sacrificios rituales hasta la forma de lavar las manos y las vasijas, por fuera, antes de las comidas. También existían minuciosas reglas de proceder para los tribunales públicos y un conjunto de preceptos para el pago del diezmo, incluso de productos como la menta, el anís y el comino (cf. Mt 23, 23). El cuerpo jurídico de los fariseos llegaba a legislar «si era o no lícito comer un fruto caído espontáneamente del árbol durante el reposo del sábado».6 Las nimiedades de ese reglamento sobrepasaban a menudo los límites del ridículo.
Como afirma el P. Fillion, «la ley mosaica había de ser para los israelitas un privilegio y no una carga; y, con todo, por obra de los fariseos y de millares de prescripciones añadidas por ellos, pesaba de modo abrumador sobre los hombros de los judíos».7 Por eso el divino Maestro los recrimina con severidad, diciendo: «Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar» (Mt 23, 4).
Prototipo de falsedad, orgullo y formalismo
Los fariseos se vanagloriaban de ser los más fieles y fervorosos observantes de la ley, y los escribas o doctores de la ley, de ser sus más fieles intérpretes y expositores. Ambos eran arrogantes, sedientos de aplausos humanos, ávidos de dinero y, sobre todo, hipócritas. Y el Señor les increpó por todos esos vicios, como hemos mencionado anteriormente: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!».
Les gustaban «los primeros puestos en los banquetes», «los asientos de honor en las sinagogas», que les hicieran «reverencias en las plazas» y que «la gente los llamara rabbí» (cf. Mt 23, 6-7).
Se complacían de hacerse notar en todas partes por su austeridad y gravedad. Exhibían sus filacterias, peque-ñas envolturas de cuero que contenían ciertos pasajes bíblicos escritos en tiras de pergamino, sujetas en la frente y en el brazo izquierdo; algunos las llevaban colgadas a un lado de la cabeza o de la cintura, sobre todo cuando iban al Templo a rezar, lo cual lo hacían irguiendo los ojos y los brazos al cielo. Por otra parte, ostentaban en los bordes del manto franjas coloridas, a las que atribuían un carácter sagrado. Al considerarse superiores a todos los demás hombres en lo religioso, su hipocresía y orgullo no conocían límites.
Hay que reconocer que en la historia del partido farisaico no faltaron méritos. Como se habían opuesto a la mentalidad pagana de los invasores extranjeros, representaban el más puro espíritu judaico y gozaban de gran autoridad en el terreno religioso, y contaban entre sus miembros célebres intérpretes de la ley.
No obstante, recurrían a ingeniosos subterfugios para romper las estrechísimas mallas de la ley que ellos mismos habían entretejido. El espíritu farisaico se había degenerado a lo largo de los siglos, «en forma tal, que se ha hecho el prototipo de la falsía, del orgullo, de la piedad deformada, de la insidia, del formalismo estrecho y abrumador».8 Con razón Jesús los censuraba, pues procedían de modo contrario a lo que enseñaban: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen» (Mt 23, 2-3).
Como represalia, siempre tenían en sus labios palabras de crítica y acusación contra el Señor; por ejemplo, cuando le dijeron, al ver que sus discípulos estaban recogiendo espigas de trigo para comer: «Tus discípulos están haciendo una cosa que no está permitida en sábado» (Mt 12, 2). O cuando la multitud les preguntaba llena de admiración, tras la curación de un infeliz poseso ciego y mudo, si no sería Jesús el «hijo de David» (Mt 12, 23), se apresuraban a lanzar el veneno de la calumnia: «Este expulsa los demonios con el poder de Belcebú, príncipe de los demonios» (Mt 12, 24).
Fariseos los hay en todas las épocas
Ahora bien, si no faltan en los Santos Evangelios duras palabras dirigidas por Cristo a los fariseos, tampoco faltan expresiones de su bondad para con los pecadores arrepentidos. Especialmente conmovedor es el episodio de la pecadora pública, a quien «sus muchos pecados quedaron perdonados, porque amó mucho» (Lc 7, 47). Más elocuente todavía fue el perdón concedido in extremis al ladrón, en lo alto de la cruz: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). ¡Qué enorme contraste entre la misericordia divina y la implacabilidad de los fariseos!
Pero aún así, de entre ellos y los maestros de la ley existían hombres buenos y honrados que se convirtieron y se hicieron seguidores de Jesús. Cabe recordar aquí a Nicodemo, José de Arimatea, Gamaliel o al gran San Pablo. Además, en el libro de los Hechos de los Apóstoles se mencionan a otros cuyos nombres no conocemos: «algunos de la secta de los fariseos, que habían abrazado la fe» (15, 5).
La cuestión está en el espíritu farisaico, como ha sido descrito en este artículo, pues tiene por principal característica el no querer entender de conversiones. Quien está infectado por él no desea la virtud, sino las apariencias de virtud; no quiere la penitencia, sólo el aplauso y las ventajas que éste conlleva; desprecia todo sacrificio que no tenga por fruto aumentar su prestigio ante los hombres.
Almas así las ha habido, las hay y las habrá en todas las épocas. Hoy día son los que tratan de revestirse con apariencia de buenos cristianos, mientras violan los Mandamientos y transgreden la moral. Por eso Mons. João Scognamiglio Clá Dias, en una de sus homilías, se pregunta: «¿Acaso el Señor, cuando atacaba a los fariseos, pensaba sólo en aquel partido político del fariseísmo que existía por entonces o tenía en vista a los fariseos que iban a perdurar hasta el fin del mundo?».9
Cuando el divino Maestro previene a sus discípulos diciendo: «guardaos de la levadura de los fariseos» (Mt 16, 6), estaba exhortando también a los católicos de todos los tiempos para que se mantuvieran en estado de alerta. Por lo tanto, la advertencia de nuestro dulcísimo Salvador va dirigida a cada uno de nosotros, y ante ésta cabe preguntarnos: y nosotros, ¿cómo somos? ¿Tratamos de justificar alguna falta de integridad con disculpas?
En este año que comienza debemos empeñarnos esforzadamente por arrancar enseguida de nuestra alma cualquier resquicio de mala levadura. Y si notamos alguna debilidad en ese sentido, recemos la oración con la que Mons. João encierra la mencionada homilía: «Dios mío, soy frágil, pero quiero cambiar de vida. Quiero dejar de ser un fariseo y quiero ser íntegro. Quiero ser santo, justo, intachable. Quiero abrir mi alma y entregarme a ti por entero».10
Por el P. Fernando Gioia, EP
(Publicado en la Rev. Heraldos del Evangelio – Enero 2018)
1 GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. El Evangelio explicado. Introducción. Infancia y vida oculta de Jesús. Preparación de su ministerio público. 5.ª ed. Barcelona: Rafael Casulleras, 1955, v. I, p. 108.
2 Cf. Ídem, p. 107.
3 Cf. RICCIOTTI, Giuseppe. Vida de Jesucristo. 7.ª ed. Barcelona: Luis Miracle, 1960, p. 46.
4 VILARIÑO UGARTE, SJ, Remigio. Nuestro Señor Jesucristo según los Evangelios. 6.ª ed. Madrid: Edibesa, 1930, p. 111.
5 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. A sabedoria humana contra a Sabedoria divina! In: O inédito sobre os Evangelhos. Città del Vaticano-São Paulo: LEV; Lumen Sapientiæ, 2013, v. II, p. 417.
6 RICCIOTTI, op. cit., p. 46.
7 FILLION, PSS, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Pasión, Muerte y Resurrección. Madrid: Rialp, 2000, v. III, p. 53.
8 GOMÁ Y TOMÁS, op. cit., p. 107.
9 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Homilía del Jueves de la XXI Semana del Tiempo Ordinario. Caieiras, 26/8/2009.
10 Ídem, ibídem.
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