viernes, 22 de noviembre de 2024
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Niña de oro

Redacción (Sábado, 06-01-2018, Gaudium Press) La fotografía de Santa Teresita de Lisieux a los ochos años de edad, de pie y al lado de su hermana Celina, fue objeto alguna vez de unos muy bonitos comentarios del Prof. Plinio Correa de Oliveira que resaltó la firme resolución de ella frente a la aspereza de la vida.

No le fue fácil a esta niña de ocho años sobrellevar el peso de los acontecimientos y circunstancias de su diario vivir, especialmente desde los cuatro años cuando perdió a su madre víctima de un cáncer de seno. Un mundo casi angelical de afecto y buena situación económica familiar, se convirtió de repente en un cotidiano triste y dolorido para ella, sus cuatro hermanas y el manso señor Martin, cuyo mundo interior se fue oscureciendo a los pocos hasta un estado depresivo, que lo llevó a la demencia y constituyó también momentos de angustia para sus hijas y otros familiares.

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En la fotografía Teresita parece toda de oro y marfil. Su piel blanca, sus ojos claros resplandecientes, sus cabellos dorados y la expresión vivaz, trasmiten seguridad en sí misma pese a las tormentas espirituales por las que a esa edad pasaba. ¡Qué niña! Exclamó el Dr. Plinio. Niña arquetípica, ciertamente. Prototipo y modelo de niñas.

Esa niña tan bella ya había tomado la resolución de hacerse religiosa a cualquier precio. Pero en el libro de sus memorias cuenta que a sus dos añitos percibía en sí misma que quería ser monja. La vida no le fue grata y la golpeó por todas partes, pese a que Don Luis hizo todo lo posible para que su ya huerfanita de madre y «reinita» la pasara bien, antes de que él mismo se enterara que ella lo que quería era entrar al Carmelo.

El alma humana es de una complejidad casi infinita. No es el cuerpo el que la va moldeando sino ella la que moldea al cuerpo con cierto tino y paciencia a la medida que este va desarrollándose. Santa Teresita era muy linda. Era la más alta del convento y la de mayor porte y elegancia natural como si fuera una aristócrata de salón y mucho roce social. Cuenta ella que un día ayudando a caminar a una refunfuñona monjita vieja que le habían encomendado, oyó algo así como los acordes majestuosos y mundanos al mismo tiempo, de una música que ella se imaginó estar llegándole a los oídos de una lejana galería dorada resplandeciente, con espejos y arañas de cristal iluminado, cortinas de seda y terciopelo, piso de parqué pulido y lustroso. Algo como una voz lejana le hizo ver el contraste de ella con su tosco hábito carmelitano, llevando de la mano una anciana ingrata y regañona por la penumbra del claustro del convento, mientras en una sala deslumbrante jóvenes vestidas de tul y linos blancos danzaban risueñas y contentas de la mano de elegantes caballeros muy bien arreglados. Una tentación, ciertamente, que ella simplemente despreció con una sonrisa angelical e irónica porque estaba absolutamente segura que su opción superaba con creces aquella escena mundana. Ella era como una estalagmita -la figura también es de Dr. Plinio, que crecía con las gotas de la gracia que la estalactita celestial dejaba caer, haciéndola crecer y crecer, hasta el día en que las dos se unieran conectando cielo y tierra, como acontecerá entre ángeles y hombres cuando por fin se instaure el Reino de María prometido en Fátima.

Quiera esta niña interceder por tantas de hoy que se están perdiendo en
tantos países, ya no a los acordes de un vals mundano sino al ritmo
diabólico del rap y otras cadencias primitivas, del alcohol, la droga y
el tabaco; de los jeanes rotos y las blusas desteñidas, los tatuajes y los piercings, sin que los propios padres las puedan controlar. Bien harían las sufridas madres de este siglo prendiéndoles una medalla bendita de la santa y rezarle para que saque a sus hijas de ese mundo pervertido, y que surjan ya muchas vocaciones, o sean la fecunda parra de la que habla la Biblia.

Por Antonio Borda

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