viernes, 22 de noviembre de 2024
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Sor Josefa Menéndez – Apóstol de la bondad de Jesús

Redacción (Jueves, 11-01-2018, Gaudium Press) Subía sor Josefa al tercer piso del convento a fin de cerrar algunas ventanas antes de recogerse, cuando se encuentra a Nuestro Señor Jesucristo en el pasillo.

-¿De dónde vienes? -le preguntó Él.

-De cerrar las ventanas, Señor.

-Y ahora que estoy aquí, ¿a dónde vas?

-A terminar de cerrarlas, Jesús mío.

La miseria de las almas es lo que atrae la misericordia

Escenas como ésta no eran raras en el día a día de la hermana Josefa…

En la Pascua de 1922, Jesús resucitado se le aparece «hermosísimo y lleno de luz». Sin embargo, se muestra indiferente ante su presencia y alega que no estaba autorizada a romper el silencio monástico. «¡No tienes permiso para hablarme, Josefa! -respondió con bondad-; y ¿para mirarme? […] Mírame… y deja que te mire… eso nos basta». Ella le miró y Él le dijo: «Cuando te llame la madre, pídele permiso para hablarme»,1 y desapareció.

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¿Qué pensar de alguien que al encontrarse con el mismo Cristo lo deja solo para ir a cerrar unas ventanas o se niega a hablar con Él alegando un pretexto tan simplón?

La respuesta nos viene de los labios del divino Salvador: «Si en la tierra hubiera encontrado una criatura más miserable que tú, hubiera posado sobre ella mi mirada de amor, y le hubiera manifestado los deseos de mi Corazón. Pero no habiéndola encontrado, te he escogido a ti. […] El único deseo de mi Corazón es aprisionarte y anegarte en mi amor, hacer de tu pequeñez y flaqueza un canal de misericordia para muchas almas».2

Por lo tanto, la miseria de las almas es lo que atrae la bondad y la misericordia del divino Corazón. Y nuestro tiempo, tan ingrato con Dios, recibió por la pluma de sor Josefa Menéndez el tesoro de las revelaciones que aquí vamos a considerar.

Elegida desde muy temprano

Nacida en Madrid, el 4 de febrero de 1890, Josefa tuvo una infancia muy alegre y tranquila. Poseía un temperamento vivo, jovial y un tanto altivo, lo que la convertía en un polo de atracción para toda su familia.

Desde muy pequeña se sentía llamada a entregarse a Jesús, pero no sabía cómo… En la fiesta de San José de 1901 hizo la Primera Comunión y le prometió al Señor, formalmente y por escrito, guardar perpetua virginidad. Fue reprendida por su confesor, porque para él «las niñas no deben prometer nada más que ser muy buenas»,3 y le ordenó que destruyera el papel del compromiso firmado. No obstante, no lo hizo y repetía a Jesús su promesa cada vez que comulgaba.

Empezó a estudiar en el colegio de las Religiosas del Sagrado Corazón de Jesús -a cuya institución, fundada por Santa Magdalena Sofía Barat, vendría a pertenecer- y la capilla era su lugar preferido, donde se recogía y hacía compañía, durante horas, al divino Prisionero del sagrario. Con frecuencia visitaba también el Carmelo de Loeches, del cual una tía materna era la priora. Conoció la Regla de las Carmelitas en la biblioteca de las monjas y la ponía en práctica cuando jugaba a conventos con sus hermanas más pequeñas: Mercedes, Carmen y Ángela. Pero ella sabía en el fondo de su corazón que aquello era algo más que un entretenimiento… En su alma iba adquiriendo fuerza el llamamiento a la vida religiosa.

Dotada de gran habilidad para la costura, fue a aprender corte y confección en el taller de una modista de confianza de sus padres, en el que reinaba un ambiente frívolo y vacío, muy distinto del calor piadoso de su hogar. Allí conoció las primeras luchas espirituales y se mantuvo firme gracias a la Comunión diaria que no abandonaba, a costa de verdaderos sacrificios. Los domingos se dedicaba a hacer visitas de caridad, atendiendo a pobres y enfermos, tanto en el socorro material como en los más humildes servicios.

De esa época de su vida, dice en sus escritos: «He atravesado muchos peligros, pero siempre me ha guardado Dios, nuestro Señor, en medio de ellos y de las malas conversaciones del taller. Cuántas veces he llorado al oír aquellas cosas que me turbaban, pero siempre encontré fuerza y consuelo en Dios. Nada ni nadie me han hecho cambiar ni dudar nunca de que Jesús me quería para Él».4

Larga y dolorosa espera

A los 17 años el dolor la visitaba: su hermana Carmen moría con tan sólo 12 años y poco después su abuela materna también fallecía; su madre se enferma con fiebre tifoidea y su padre sufre pulmonía. La joven no abandona el lecho de sus padres y se constituye en su enfermera. No obstante, con la falta del trabajo paterno los ahorros se agotaron y la pobreza no tardó en llegar. Se hallaba completamente sola para cuidar a sus padres enfermos y a sus otras dos hermanitas.

En esa circunstancia de gran angustia, Santa Magdalena Sofía se le apareció a la madre de Josefa y le aseguró que no iba a morirse, porque su familia todavía la necesitaba. Al día siguiente despertó curada. Su padre también venció la enfermedad, pero nunca pudo recobrar las fuerzas para regresar a su trabajo y fallecería poco tiempo después.

Entonces le tocó a Josefa la tarea de mantener a su familia. Auxiliada por las religiosas de su antiguo colegio, obtuvo una máquina de coser y, con la ayuda de esas protectoras suyas, consiguió tanto trabajo que acabó montando su propio taller, donde trabajaba en duras jornadas, junto con su hermana Mercedes y otras empleadas.

Intentó entrar en las sendas de la vida religiosa, pero su madre se lo impidió porque la tenía como el sustento de la casa. Incluso llegó a hacer una formal petición de admisión en la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús que fue acogida de brazos abiertos por la superiora. Sin embargo, las lágrimas de su madre la detuvieron…

Tras una larga espera que mucho la hizo sufrir, a sus 29 años la hora de Dios había llegado. A finales de 1919 venía de Francia una petición de candidatas para el noviciado de Poitiers. En esta ocasión su madre no opuso resistencia y se lanzó en dicha empresa sin mirar atrás. El 4 de febrero de 1920 dejó su patria para siempre, sin decir nada a nadie, para evitar el dolor de la despedida, y sin llevar nada consigo.

«Quiero que tú también seas víctima»

Para fundar el primer noviciado de la Sociedad del Sagrado Corazón, Santa Magdalena Sofía había escogido la abadía «des Feuillants», en Poitiers, donde dos siglos antes habían vivido los cistercienses. Durante los años tempestuosos de la Revolución Francesa fue destruida, pero disipada la tormenta se convirtió en la residencia frecuente de esa alma de elección, que allí había recibido singulares gracias. Por eso las venerables paredes del monasterio eran consideradas por sus hijas espirituales una reliquia de la santa fundadora.

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En los primeros meses de noviciado en ese bendito lugar, la hermana Josefa sufrió muchas tentaciones de abandonar la vida religiosa. Ella misma cuenta que en un solo día llegó, hasta cinco veces, a tomar la resolución de dejar el hábito y marcharse. Pero una tarde se sintió arrebatada por «un sueño muy dulce», del cual despertó en el interior de la Llaga del Corazón Divino. Desde entonces todo cambió para ella: «Con la luz que la inunda, ve los pecados del consolar al Corazón herido de Jesús. Un deseo vehemente de unirse a Él la consume, y cualquier sacrificio le parece pequeño para permanecer fiel a su vocación».5

Otros favores místicos le concedió el Señor, como preámbulo de la misión a la que le había destinado, hasta que le manifestó explícitamente sus designios: «Así como Yo me inmolo víctima de amor, quiero que tú también seas víctima: el amor nada rehúsa».6 A partir de ese momento, el Sagrado Corazón de Jesús la asume como instrumento para transmitir al mundo los inefables secretos de su amor.

Josefa siempre le expresaba a Jesús los temores y flaquezas que la invadían, porque sentía ser inconmensurable la responsabilidad que le pesaba sobre sus hombros, una carga demasiado grande para ella. Y Él la consolaba: «¡No tengas miedo de nada! Te he escogido a ti que eres tan miserable, para que vean una vez más, que no busco la grandeza ni la santidad… ¡Busco amor!… Yo haré todo lo demás».7

La gran misericordia del Corazón de Jesús

El Señor le fue revelando su gran deseo de contar con ella para realizar sus planes: «El mundo no conoce la misericordia de mi Corazón. Quiero valerme de ti para darla a conocer. Te quiero apóstol de mi bondad y de mi misericordia. Yo te enseñaré; tú, olvídate».8

En otra ocasión, le expuso el medio con el que haría llegar al mundo entero sus palabras: «Deseo que escribas y guardes cuanto Yo te diga. Todo se leerá cuando estés en el Cielo. Quiero servirme de ti, no por tus méritos, sino para que se vea cómo mi poder se sirve de instrumentos débiles y miserables».9

A través de ella el divino Redentor revela a los hombres el infinito amor que alimenta hacia ellos y su deseo de que ese amor sea retribuido también con amor: «Conozco el fondo de las almas; sus pasiones y el atractivo que sienten por el mundo, por el placer. Yo sabía desde la eternidad cuántas almas amargarían mi Corazón y que para muchas, mis sufrimientos y mi Sangre serían inútiles… Pero como antes las amaba, las amo ahora… No es el pecado lo que más hiere mi Corazón… lo que más lo desgarra es que no vengan a refugiarse en Él después que lo han cometido. Sí, deseo perdonar y quiero que mis almas escogidas den a conocer al mundo cómo espero lleno de amor y de misericordia, a los pecadores».10

En cierta ocasión, estando sor Josefa en adoración ante el Santísimo Sacramento, se le apareció el Señor cargando la cruz y le dijo: «¡Josefa! Participa del fuego que devora mi Corazón: tengo sed de que las almas se salven… ¡Que las almas venga a mí!… ¡Que las almas no tengan miedo de mí!… ¡Que las almas tengan confianza en mí!».11

El mundo no quiere más ley que su gusto…

Josefa tuvo continuas revelaciones, en las que Jesús dejó trasparecer su ardiente deseo de perdonar los pecados cometidos contra su amable Corazón, durante los tres años vividos en el convento de Poitiers, hasta que entregó su alma a Dios el 29 de diciembre de 1923.

En aquellos comienzos del siglo XX, el mundo había contemplado horrorizado las atrocidades de la Primera Gran Guerra, pero sin caminar hacia la conversión. Crecía el número de almas que abandonaban la práctica de los Mandamientos, y las generaciones se iban sucediendo en progresiva ignorancia de las cosas de Dios. He aquí el gemido del Señor: «Mira este Corazón de padre que se consume de amor por todos sus hijos. ¡Ah! ¡Cuánto deseo que me conozcan!». 12

En ese sentido, es conmovedor el lamento del Sagrado Corazón de Jesús: «A las almas que no sólo no me aman sino que me aborrecen y me persiguen, preguntaré: ¿por qué me odiáis así?… ¿Qué os he hecho Yo, para que me persigáis de ese modo?… ¡Cuántas almas hay que nunca se han hecho esta pregunta! Y hoy, que se la hago Yo, tendrán que responder: -No lo sé.

«Yo responderé por ellas: No me conociste cuando niño, porque nadie te enseñó a conocerme; y a medida que ibas creciendo en edad, crecían en ti también las inclinaciones de la naturaleza viciada, el amor a los placeres, el deseo de goces, de libertad, de riquezas. Un día oíste decir que para vivir bajo mi Ley es preciso soportar al prójimo, amarle, respetar sus derechos, sus bienes; que es necesario someter las propias pasiones… y como vivías entregado a tus caprichos, a tus malos hábitos, ignorando de qué ley se trataba, protestaste diciendo: -¡No quiero más ley que mi gusto! ¡Quiero gozar! ¡Quiero ser libre!

«Así es como empezaste a odiarme, a perseguirme. Pero Yo, que soy tu Padre, te amo con amor infinito y mientras te rebelabas ciegamente y persistías en el afán de destruirme, mi Corazón se llenaba más y más de ternura hacia ti».13

Revelaciones que hoy nos llenan de esperanza

Debemos reconocer que nuestros días no son mejores que los de aquellos años… Habiendo transcurrido casi un siglo, numerosos conflictos armados sacuden el mundo, llenando el horizonte de horribles amenazas. Sobre todo, el abandono de la Ley de Dios es más terrible que por entonces. Más que en cualquier otra época de la Historia, los hombres se apartaron del camino del bien.

En un pasaje del Evangelio, el Señor le dice a los fariseos: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan» (Lc 5, 31-32). De modo que esas revelaciones del Sagrado Corazón de Jesús deben llenarnos de esperanza, pues el dulcísimo Corazón de Jesús está siempre dispuesto a curar nuestros males, basta con que sepamos oír el llamamiento al amor que nos hace por medio de sor Josefa Menéndez:

«Hoy no puedo contener por más tiempo el impulso de mi amor y, al ver que vives en continua guerra contra quien tanto te ama, vengo a decirte Yo mismo quién soy.

«Hijo querido: Yo soy Jesús, y este nombre quiere decir Salvador. Por eso mis manos están traspasadas por los clavos que me sujetaron a la cruz, en la cual he muerto por tu amor. Mis pies llevan las mismas señales y mi Corazón está abierto por la lanza que introdujeron en él después de mi muerte.

«Así vengo a ti, para enseñarte quién soy y cuál es mi Ley. No te asustes: ¡Es de amor!… Y cuando ya me conozcas, encontrarás descanso y alegría. ¡Es tan triste vivir huérfano! Venid, pobres hijos… Venid con vuestro Padre».14

Por la Hna. Mary Teresa MacIsaac, EP

1 MENÉNDEZ, RSCJ, Josefa. Un llamamiento al amor. 3.ª ed. Buenos Aires: Guadalupe, 1960, p. 222.
2 Ídem, pp. 12-14.
3 Ídem, p. 43.
4 Ídem, p. 45.
5 Ídem, p. 63.
6 Ídem, p. 67.
7 Ídem, p. 286.
8 Ídem, p. 13.
9 Ídem, p. 14.
10 Ídem, p. 266.
11 Ídem, p. 283.
12 Ídem, p. 499.
13 Ídem, pp. 500-501.
14 Ídem, pp. 501-502.

 

 

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