Redacción (Martes, 16-01-2018, Gadium Press) Que quieren salir de las orillas de ríos y pantanales, sobrevivir a los mosquitos y a la malaria, apartar su vida de fieras peligrosas, mejorar su dieta alimenticia y disfrutar de la tecnología y las comunicaciones modernas, es un hecho innegable. Otra cosa es que los supuestos defensores de etnias, antropólogos, sociólogos y paleontólogos contemporáneos, estén desarrollando toda una nueva teoría estructuralista aborigen gastando millones para aislarlos, convenciéndolos de que sus ancestros chamánicos, su primitivismo precario y sin nutrición, enfermedades congénitas, adoración de jaguares o cascadas de agua y la evasión de la realidad con psicotrópicos diabólicos, es el verdadero estilo de vida que deben llevar, al menos para que los turistas se diviertan.
San Francisco Javier misionero Frsco en la iglesia del Gesú, Roma |
Algunos gobiernos suramericanos incluso han llegado a considerar prohibirles el uso de antibióticos, analgésicos y antidiarreicos. No les permiten usar prendas con fibras sintéticas o tejidas en telares mecánicos. Tampoco pueden llevar zapatos ni medias. Mucho menos usar productos para mejorar la higiene personal.
Otros prefieren desarrollar en ellos una mezcolanza de algunos productos industriales modernos con las ancestrales costumbres, que los mencionados profesionales para la protección de etnias llaman pomposamente «respeto a las tradiciones», mientras desvirtúan, calumnian y desacreditan las del Cristianismo.
Pero de todas maneras el misionero o misionera siempre fue una leyenda en la cristiandad. Hombre o mujer que dejaba su patria, su familia y amistades para irse a un país desconocido o conocido a medias -tal vez apenas en un mapa, con la finalidad de enseñar el Evangelio de Jesucristo sin ninguna remuneración. Otros soles, otros vientos, otro tipo de alimentos y costumbres, y siempre el riesgo de cualquier imprevisto incluso mortal cuando se iba a tierras hostiles y salvajes. No se calculaba nada. Ni enfermedades, ni accidentes, ni la llegada de la vejez en un posible abandono total.
Si hay algo que la humanidad entera le debe a la Iglesia es la institución misionera. Nunca antes a nadie ni a civilización alguna se le ocurrió salir de su tierra a llevar un mensaje fraterno y un servicio humanitario. Con los misioneros llegaba también a lugares inhóspitos la alfabetización elemental, la asistencia social y médica, alimentos, ropa y sobre todo ejemplo. Creaban bandas musicales, coros de niños y niñas, enseñaban manualidades, juegos inocentes y a llevar vida social llena de caridad. Registra la historia cientos de misioneros y misioneras europeos de familias hidalgas y buena estirpe, que prefirieron extender el mensaje de Cristo a quedarse en la casa solariega -por más linaje y alcurnia que se tuviera, compartiendo herencia y relaciones sociales de la familia con hermanos y parientes.
San Francisco Javier murió frente a China de fiebre tifoidea a los 43 años de edad lejos de España y de su castillo feudal. El riquísimo beato Charles de Foucauld, nieto de cruzados franceses, murió pobremente de un balazo en el pecho al norte de África. A muchos se los tragaron las selvas tropicales de África y América sin que todavía conozcamos detalles de sus vidas. San Luis Beltrán de noble cuna, adquirió una malaria mortal irreversible que lo mató a los 50 años cuando regresó a España. La Santa Madre Laura murió de una larga enfermedad a raíz de tantas privaciones y enfermedades que atrapó en las selvas húmedas del Urabá. Y otros, héroes anónimos delante de este mundo de goce y placeres, pero ciertamente nunca anónimos a los ojos de Dios, que es lo más importante en la vida humana. Al fin y al cabo ¿de qué le sirve al hombre ganarse todo en esta tierra si pierde el alma?
Aunque el «indigenismo» postmoderno se esté robando el esfuerzo civilizador de las misiones y este yendo al encuentro de las satánicas tribus urbanas para llevar al caos toda la sociedad, la verdad es que nunca se podrá negar que hubo hombres y mujeres que lo dejaron todo hasta el sacrificio por Dios en el amor generoso a sus congéneres, y esto Él -Santo, Justo y Perfecto, lo retribuirá a la humanidad algún día, y con creces.
Por Antonio Borda
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