Redacción (Jueves, 18-01-2018, Gaudium Press) Según la Ley de Moisés, todo varón debería ser circuncidado en el octavo día después de su nacimiento (cf. Lv 12, 3). La circuncisión borraba la mancha del pecado original, confería la gracia como símbolo de la fe en la futura Pasión de Cristo y prefiguraba del Bautismo. Por ser Dios, Jesús no estaba sujeto a ese doloroso rito, pero quiso a él someterse para darnos ejemplo de humildad y obediencia.
Profética ceremonia realizada en la gruta
Al amanecer del octavo día después del nacimiento de Jesús, San José partió para Jerusalén a fin de buscar dos sacerdotes del Templo, que «se destacaban por su fidelidad a la Ley». Eran conocidos de Nuestra Señora, que vivió durante doce años en las dependencias exteriores de la Casa de Dios. Llegando a la gruta, los sacerdotes quedaron maravillados al ver al Divino Infante.
«Siendo el padre del niño quien debía realizar el rito, San José recibió del sacerdote el cuchillo de piedra (cf. Js 5, 3). De esa forma, sería él el primero en ofrecer la Sangre preciosísima de Nuestro Señor Jesucristo al Padre Eterno. Nuestra Señora, aunque no fuese costumbre, suplicó para participar del ceremonial sosteniendo a su Hijo, lo que le fue consentido. Así, marcó con su presencia materna ese instante de dolor, como ocurriría años más tarde a los pies de la Cruz. Y para resaltar aún más la importancia del acto, muchos ángeles se hicieron visibles.»
Al realizarse la operación, «el Niño Jesús mostró resignación y calma absolutas, derramando tan solo una lágrima, cogida con todo el cuidado por su Madre». Y San José recogió en un tejido adecuado la preciosa Sangre vertida. Para finalizar el rito, él declaró que el Niño se llamaría Jesús, conforme indicara el Ángel (cf. Lc 1, 31). Así, «se concluyera, en un lugar pobre y discreto, la ceremonia más significativa y profética que la Historia conociera hasta aquel momento».
Después de la circuncisión, la Sagrada Familia se trasladó para una casa de un tío de San José, «situada en una colina no muy distante de Belén». Completados cuarenta días después del nacimiento del Salvador, se dirigieron al Templo de Jerusalén para el rescate del Niño Jesús y la Purificación de Nuestra Señora, conforme estipulaba la Ley (cf. Lv 12, 4), aunque no estuviesen obligados a cumplir tal precepto.
Luz que ilumina las naciones
A pesar de que el Templo reconstruido por Zorobabel, en el siglo VI a. C., fuese incomparablemente menos grandioso y bello que el edificado por Salomón, el Profeta Ageo afirmó que la gloria del segundo Templo – posteriormente restaurado por Herodes Idumeu – sería mucho mayor que la del primero (cf. Ag 2, 9).
Esa profecía se cumplió cuando el Niño Dios entró al Templo, conducido por su Madre Santísima y su Padre virginal para la ceremonia supra referida.
Teniendo parcos recursos, San José fue a comprar dos palomitas (cf. Lv 12, 8), para la realización del rito de purificación. Tal era su deseo de perfección en todo, que él «se empeñó en encontrar dos palomitas perfectas, que mejor simbolizasen la inmaculada pureza de su Esposa».
Cuando llegaron al Templo, encontraron al sacerdote Simeón el cual, «impregnado por el Espíritu Santo» (Lc 2, 27), hacia allá se dirigiera convencido de que encontraría al Salvador. Ese santo varón, estando en edad avanzada, «constataba el deplorable estado de Israel, con el culto del Templo ensuciado por tantos sacerdotes indignos […] ¡Cuánta decadencia, cuánta miseria, cuánta ruina había soportado con dolor y santa indignación! Con todo, él tenía certeza absoluta de que Dios intervendría y, por eso, rezaba con todo el empeño de su alma suplicando la venida del Mesías.»
Nuestra Señora colocó en los brazos de Simeón al Niño Jesús, que «le sonrió y acarició con las manitos su barba, dejándolo conmovido».
El Niño Jesús es presentado en el Templo Óleo en el Convento de las Carmelitas de la Anunciación Alba de Tormes, España |
Simeón realizó los ritos prescritos por la Ley, tomó de nuevo al Niño en sus brazos y entonó un bello cántico: «Ahora, Señor, dejad vuestro siervo ir en paz, según vuestra palabra. Porque mis ojos vieron vuestra salvación, que preparasteis delante de todos los pueblos, como luz para iluminar las naciones, y para gloria de vuestro pueblo de Israel» (Lc 2, 29-32).
El final de esa frase muestra como era equivocada la idea de los judíos respecto al Mesías que, según ellos, vendría a salvar apenas a los israelíes. No. Él vino para la salvación «de todos los pueblos, como luz para iluminar las naciones».
La humanidad siempre estará dividida en dos campos
Dijo también el Profeta Simeón: «Este Niño […] será una señal de contradicción» (Lc 2, 34). O sea, delante de Nuestro Señor Jesucristo las personas se dividen en dos partidos: el del bien y el mal, que están en constante lucha. Por ocasión del nacimiento de Jesús, ese combate se manifestó nítidamente: los Reyes Magos fueron a adorarlo, mientras Herodes pretendió matarlo.
«La lucha continúa en el transcurso de los siglos; en nuestros días ella es más ardiente que nunca, y durará hasta el fin del mundo. La humanidad siempre estará dividida en dos campos respecto a Jesús y de su Iglesia: el campo de los amigos y el de los enemigos.» Simeón hizo otras profecías sobre la vida, Muerte y Resurrección de Jesús. Y, dirigiéndose a Nuestra Señora, declaró: «Una espada traspasará tu alma» (Lc 2, 35). «Le explicó entonces que Ella tendría un papel especialísimo durante la Pasión de su Hijo y que sería, con Él, la Corredentora de los hombres.»
Quedamos maravillados considerando la gracia obtenida por Simeón, que atajó en los brazos al Niño Jesús. Sin embargo, cuando comulgamos recibimos un don mayor, pues «nuestra unión con Cristo es mucho más íntima. Que Simeón nos obtenga la gracia de comulgar diariamente, como él mismo habría gustado de hacerlo».
Por Paulo Francisco Martos
Bibliografía
SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 70, a. 4, resp.
CLÁ DIAS, João Scognamiglio, EP. São José: quem o conhece?… São Paulo: Instituto Lumen Sapientiae. Arautos do Evangelho. 2017, p. 244.248. 252 passim.
FILLION, Louis-Claude. La sainte bible avec commentaires – Évangile selon S. Luc. Paris: Lethielleux. 1889, p. 79.
CLÁ DIAS, João Scognamiglio. EP. O inédito sobre os Evangelhos. Vaticano: Libreria Editrice Vaticana; São Paulo: Instituto Lumen Sapientiae, 2013, v. VII, p. 37.
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