Redacción (Jueves, 01-02-2018, Gaudium Press) Pedirle a Dios sufrimientos puede sonar demencial. Habiendo ya tantas contrariedades, adversidades, decepciones y prosaísmo en esta vida -ante lo cual hay almas especialmente sensibles, puede parecernos al menos un desequilibrio emocional. Cuando se lee en la vida de algunos santos que practicaban unas penitencias terribles por amor a Dios, no deja de aterrarnos el contraste con la vida regalada y cómoda que muchos sufren por querer llevar. Ayunos y torturas físicas que no buscan la santidad, mortificantes dietas medicinales y tratamientos estético-quirúrgicos, extenuantes ejercicios en los gimnasios de moda, horas bajo lámparas sofocantes para bronceo; o aguantando el molesto dolorcillo de la elaboración de un tatuaje, o la colocación de un piercing.
«Trabajar muchos lo hacen, rezar muy pocos, sufrir nadie quiere» decía alguna vez el Dr. Plinio. Penar en esta tierra es inevitable y no hay maquillaje que valga. Podemos estar seguros que las apariencias engañan. Acéptese o no, la cruz hay que cargarla. Lo que pasa es que el mundo de hoy nos vende analgésicos físicos y psicológicos para aislar el dolor. Pero el dolor sigue ahí aunque el cerebro no le registre o al menos lo registre en menor intensidad. Alcoholismo o drogadicción, o evasiones inmorales en costumbres y vicios que pueden ir desde el afán de protagonismo egocéntrico hasta el mundanismo y la lujuria insaciable, son pequeñas o grandes, discretas o escandalosas maneras de aislar decepciones, adversidades, desolaciones psicológicas, tedios y reclamos de la vida, arideces y desencajes sociales. Pero hundirse en esos subterfugios diabólicos puedes constarnos la felicidad eterna.
Y el sufrimiento debe ser seguramente la clave de alguna cosa estupenda que Dios tiene reservada para las almas que lo acepten sin reclamos. La Santísima Virgen María, tan tierna, maternal, dulce y bondadosa, no le prometió a Santa Bernardita ni a los tres pastorcitos de Fátima que obtendría de Dios la gracia de evitarles el sufrimiento. A estos les preguntó primero si estarían dispuestos a ofrecerle a Dios todos los sufrimientos que Él les enviara para reparar con ello los pecados con que es ofendido, y ellos respondieron que sí querían. Entonces la Virgen les confirmó que sufrirían mucho pero que la gracia de Dios sería su consuelo. Lo mismo aconteció con santa Bernardita cuando le dijo que no le prometía la felicidad en este mundo, pero sí una muy grande en el Cielo. Y santa Bernardita lo tomó como la cosa más natural y maravillosa de su vida.
Todavía en Fátima la Virgen les enseñó a los pastorcitos en la tercera aparición una jaculatoria para cada contrariedad, adversidad o sufrimiento que se les viniera, prevista o imprevista, explicable o inexplicable: «Oh Jesús, sea por vuestro amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María». Ahí está la fórmula celestial para sobrellevar con espíritu sobrenatural todas esas calamidades grandes o pequeñas que nos suceden a veces a diario en este valle de lágrimas y de pecados. La Fe nos enseña que todo lo que nos acontece es voluntad de Dios, así esté de por medio como causa segunda la maldad deliberada de alguien o el aparente fortuito de un accidente culposo o no. Si nos sucede algo adverso es ciertamente porque Dios lo permite y Él mismo tiene ya la gracia con la cual nos confortará, animará y sacará del apuro. Pero el sufrimiento no nos lo ahorrará. Incluso aceptar un doloroso pasado de una niñez o adolescencia que nos fue adversa, es una manera de sufrir con calma y ofrecerse a Dios. Fe y humildad es la clave para sobrevivir en un mundo que el pecado hace cada vez más lleno de reveses, contratiempos y percances que hasta pueden resultarnos fatales. Fe para creer firmemente que no se cae la hoja de un árbol sin ser voluntad de Dios, y humildad para pedir mansamente y sin reclamos la ayuda de Él por la intercesión de María Santísima.
Por Antonio Borda
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