Redacción (Viernes, 02-02-2018, Gaudium Press) San Agustín es un caso palpable de cómo una Madre, la futura Santa Mónica, sustenta a su hijo en su infancia, niñez y incluso cuando se desvía del buen camino en su juventud y edad madura. Santa Mónica atrajo al Santo de Hipona hacia la luz, reafirmándole en el bonum, el verum y el pulchrum, hasta favorecer su conversión a un hombre de bien, de sabiduría y de santidad. Él mismo nos cuenta como ella «hizo suscitar el germen de Cristo en él» (Agustín de Hipona, 2003, pp. 9-10).
El niño al llegar a este mundo no puede venir desprovisto de ciertas verdades primeras y de valores tales que le permitan salir victorioso en su largo o corto trajinar de su existencia.
El estado de inocencia primera es muy rico en valores, los cuales se irán desarrollando o debilitando de acuerdo a los factores externos de formación, de tipo de padres que tenga, educación, etc. Cuando a un niño de meses se le ofrece por ejemplo una bola de cristal de varios colores, el niño la coge, la huele, la mira y si puede la mete a la boca para conocer dicho objeto. Si se le ofrecen varias, el niño acaba escogiendo la más bella, por ejemplo una bola dorada en vez de la gris o de la verde. Asimismo una niña con tres o cuatro años de edad que se enferma y es llevada al médico, cuando éste le quiere revisar y le pide que se retire la ropa, inmediatamente mira a su madre para que le dé el visto bueno, pues su sentido de pudor le llevaría a no hacerlo y sólo después de la autorización de la madre es que ella lo hace. Por lo anterior, se levanta la pregunta: ¿En ese estado de pre-conciencia dónde aprendió tales principios? ¿En qué libro? ¿En un libro? No. La respuesta es que el propio Creador plasmó en lo más profundo de nuestro ser una matriz de valores, principios absolutos imperecederos, que podríamos llamar como una matriz de inocencia, un estado verdaderamente paradisíaco.
El instinto del pulchrum
Mons. João Clá Dias, EP, comenta (2009, pp. 121-122) que hay un instinto del pulchrum, o sea de la belleza, que nos lleva a la percepción y atracción hacia lo maravilloso y a la contemplación de la belleza del universo. El niño tiene un agudo sentido de lo maravilloso y crea arquetipos de las cosas con mucha fantasía: coge unos palos y hace un carrito rudimentario de madera, juega y se encanta con ese objeto con una plenitud de gozo casto, más que una persona de edad con un carro de verdad.
Hay un verdadero imán que le hace nadar en el mundo de lo maravilloso. El sentido de lo maravilloso bien se puede utilizar como medicina correctiva y muy saludable para la gente contemporánea, la llamada «maravilla terapia» (Clá Dias, 2009, 119), medicina natural, sin contraindicaciones y baratísima. El estado físico provocado por lo maravilloso, es un estado distendido, alegre y da disposiciones para el trabajo.
Esas percepciones maravillosas primeras de la realidad son indispensables conservarlas al niño porque todo su futuro dependerá de ello. A su vez el pulcrum tendrá un papel insustituible para la conservación y perfeccionamiento de la primera mirada sobre el ser (Clá Dias, 2009, 122).
No se trata de un accidente en el ser, la belleza, sino de una propiedad del ser (Maritain, 2007, 33), como lo afirma un conocido filósofo.
Hay una estrechísima relación entre el pulchrum, el bonum y el verum y eso se nota claramente en el comportamiento del niño. Cuenta Mons. João Clá que estando en París, vio jugar a dos niñas, una de tres años y la otra de siete. En un momento, la menor entró en un lugar prohibido del jardín y su hermana le dice: «Madeleine ¡Ce n’est pas beau!» (Magdalena, eso no es bello). Cuando vemos un niño que hizo una mala acción, a veces es reprendido con un ‘no vuelva a hacer eso porque es feo’, lo cual le lleva a retroceder en la mala acción.
El Papa Juan Pablo II hizo suya la proclamación de Dostoievsky, de que «la belleza salvará el mundo (Beato Juan Pablo II.
«Carta a los artistas» 4/4/99, 2-3). «Levantarse de nuevo y retomar el camino» esa es la invitación del Papa Juan Pablo II. Esto será posible desde que se recupere el asombro delante de la belleza a fin de producir el entusiasmo de la verdad y de la bondad (Maritain, 2007, 129).
El bonum que se despierta y se afianza en contacto con la madre
En clase de Arte y Cristianismo en el curso del Doctorado de Filosofía en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín (Ramírez, 2009, notas de clase) aprendimos que Hans Urs Von Balthasar afirma que el niño viendo a su Madre va confiriendo y acentuando el bonum (la bondad) en su corazón, viendo como ella le quiere, le protege, le cuida y ese contacto asiduo en su interior primitivo va acentuando y explicitando con el paso del tiempo el valor de la bondad y posteriormente de la verdad y de la belleza. Esa es una afirmación importantísima a mi modo de ver, porque en esta realidad o circunstancia radica el fondo más profundo del problema de la falta de paz y el exceso de violencia que vivimos.
Von Balthasar (1989, 20-23) sustenta algo muy revelador: «Entre la madre y el niño que lleva en su seno se da una ‘identidad arquetípica primordial’, una unidad que va mucho más allá de lo puramente natural, biológico, fisiológico o inconsciente, porque el niño es ya y, por tanto, un respecto de la madre».
San Agustín manifiesta justamente esto: «No callaré lo que me nace en el alma sobre aquella sierva tuya – se está refiriendo a su madre Mónica – que me dio luz en la carne, para que naciera a esta vida temporal, y que me parió en el corazón para nacer a la vida eterna. Así lo hacía mi madre, enseñada por ti, maestro interior en la escuela de su corazón» (Agustín de Hipona, 2003, 9).
Continúa Von Balthasar: «El niño en el pecho de la madre es, en primer lugar, como una repetición de la unión en el seno materno. Pero esta unidad de amor se mantiene también cuando el rostro de la madre le sonríe al niño desde cierta distancia: aquí acontece el milagro de que, un día, reconozca en el rostro de la madre su amor protector y le responda con su primera sonrisa. Es perfectamente legítimo maravillarse, como ante un auténtico milagro, ante esta intuición plena, perfecta, directa e inmediata que aquí aparece, con anterioridad a todo tipo de juicio o conclusión deductiva: aquí se entiende el amor como lo más primordial, a través de él se abre paso en el niño el brote primero y todavía adormecido de la autoconciencia» (Balthazar 1989 20-23). El amor entre tú y yo se convierte en apertura al mundo y, aún más profundamente, al ser mismo, en su ilimitación y plenitud absolutas. Y como esta apertura se fundamenta en el amor, el ser ilimitado se manifiesta como lo adecuado, lo justo, como la verdad que se identifica con el bien» (Ibid.).
Esa contingencia lleva al niño a depender de su madre sin ningún reparo, con confianza plena, sin cuestionamientos; se siente seguro, protegido, feliz, porque ve en ese ser protector un uno mismo superior, que sólo le va a hacer bien y que jamás le podría hacer el mal. Ese estado de dependencia alegre, fundado en el amor, es la base de toda la sociedad, no solo en la familia de hijos con padres, sino también de alumnos con profesores, de trabajadores con directivos, de ciudadanos con las autoridades civiles, de los fieles católicos con el sacerdote, Obispo y Papa y de la creatura con Dios; eso lo dice Von Balthasar: «Es también el amor el que permite que el niño no experimente su absoluta dependencia como amenaza, porque la vive como la situación en la que se hace realidad, una y otra vez, el amor siempre latente de la madre» (Balthasar, 1989, 24).
San Agustín sintió su contingencia, sus defectos y su madre le apuntaló con cariño: «Y de quien eran sino tuyas Señor, aquellas palabras que por medio de mi madre, tu sierva fiel, cantaste en mis oídos» (Balthazar 1989 88) (San Agustín 1956 1406).
Aquí tocamos un punto crucial: si esa visión inocente, profundamente filosófica y teológica que manifiesta el niño en unión con la madre, en su pre-conciencia, si se mantuviese íntegra y nada deformada en su plena conciencia, la humanidad sería otra, la educación primaria sobretodo debería centrarse en conservar la inocencia, esos primeros principios, afianzando la verdad, belleza y más concretamente la bondad. Sólo así tendríamos una sociedad pacífica, unida, fraterna y con concordia.
Un ser que se benefició con ese amor humano, que luego lo reafirmará extraordinariamente en el contacto con el sobrenatural, ciertamente será un hombre ordenado, lleno de equilibrio, orden y paz, será un individuo de la ciudad de Dios. Manteniendo esa fidelidad infantil como adulto, se cumple lo que el Señor dice en el Evangelio: «Si no os hacéis como los niños no entraréis en el reino de los cielos». (Mateo 18, 1-5).
«La transparencia de la imago trinitatis entre el padre, la madre y el hijo debe ser tan perfecta cuanto posible. Cualquier perturbación percibida por el niño- ya sea entre los padres o entre uno de los padres y el hijo- enmaraña y oscurece el horizonte del ser absoluto.» Todo desgarramiento de este ámbito sacro causa heridas muchas veces incurables en el corazón del niño (Balthasar, 1989, 25).
Un ejemplo de relación modelar
Hay una relación modelar que nos es narrada por Mons. João Clá Dias: la de la Sra. Doña Lucilia Ribeiro dos Santos, (1876-1968) y sus dos hijos: Rosée y el futuro Profesor Plinio Corrêa de Oliveira.
«Cuando el pequeño Plinio dormía en una cuna al lado de la cama de los padres, se despertaba a veces a altas horas y, lejos de dormirse nuevamente, se sentía dominado por un molestoso insomnio, oyendo el regular y pausado respirar de Doña Lucilia, le llamaba intentando despertarla. En vano…
Sabiendo que su madre era toda hecha de protección y ternura, Plinio no tenía duda; se pasaba de la cuna a la cama de ella y se sentaba sobre su pecho, y con sus dedos intentaba abrirle los ojos, llamándole: Mamita, Mamita… Al despertarse sin tener ninguna irritación, inmediatamente ella le decía con dulzura: ¡Oh! ¡Mijito!, ven aquí. ¿Qué te pasa?
El pequeño pensaba con qué extremo de cariño ella enfrentaba la situación… Doña Lucilia se ponía a conversar con su hijo, y lo agradaba hasta confirmar que esa inseguridad nocturna ya le había abandonado.
Esta Madre ejemplar, con indecible paciencia, le contaba una, dos, cinco historias que él escuchaba encantado, sintiendo un torrente de afecto y de pena de la cual era objeto. Volviendo el sueño al niño, ella le decía: ahora llegó la hora de usted ir a dormir y le ayudaba a volver a su cuna. Antes de dormir, una reconfortante impresión le queda en su espíritu: ¡Ella es realmente lo que yo esperaba! Me satisface enteramente. Confío en ella. Me siento enteramente de ella» (Clá Dias 1995 129).
Doña Lucilia con esta y otras muchas actitudes bondadosas, fue reafirmando el trascendental de la bondad en el corazón del hijo y ese cariño le marcó su vida como una matriz de comportamiento. Quienes conocimos personalmente al Dr. Plinio, sentíamos esa bondad Luciliana manifestarse constantemente en él.
Muchas corrientes psicológicas encuentran la causa de todos los desequilibrios psíquicos, emocionales, nerviosos en esos choques que el niño sufrió muy chico, verdaderos traumas. Es evidente que las familias desunidas, o disgregadas, producen hijos con problemas de diversa índole. Aquellos que no tuivieron esa experiencia de amor jamás pueden dar lo que no recibieron. Si recibieron al contrario desprecios, desamor, olvido, desprecios, golpes, ellos crearan una visión del universo agresivo, lleno de desconfianzas y listo para explotar; son hijos potencialmente violentos y bien podrían ser individuos de la ciudad del hombre. A los padres de estos últimos se les puede aplicar las palabras del Evangelio: «Al que escandalice a uno de los pequeños más le valdría que lo hundieran en lo profundo del mar con una gran piedra de molino atada al cuello». (Mateo 18, 6).
El matrimonio es una escuela de santidad y exige devolver a sus hijos el bien que recibieron de sus padres. Y aunque los padres no hayan recibido ese afecto y amor deben darlo; eso presupone una renuncia de sí, una entrega, un inmolarse por el otro.
Por Gustavo Ponce
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Bibliografía
Agustín de Hipona 2003. Confesiones. Madrid: Ciudad Nueva. 9-10.
Clá Dias, Joao, Mons. La fidelidad a la primera mirada. Tesis de Magister en Psicología Universidad Católica.
San Juan Pablo II. «Carta a los artistas» 4/4/99, 2-3.
Balthazar, Hans Urs Von. (1989) Si no os haceís como éste niño… Barcelona: Herder.
Clá Días, Joao, Mons. (1995). Doña Lucilia. Sao Paulo: Art Press. 3 Tomos
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