Redacción (Viernes, 30-03-2018, Gaudium Press)
EVANGELIO –
1 Cuando se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, mandó a dos de sus discípulos, 2 diciéndoles: «Id a la aldea de enfrente y, en cuanto entréis, encontraréis un pollino atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. 3 Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, contestadle: ‘El Señor lo necesita, y lo devolverá pronto’ «. 4 Fueron y encontraron el pollino en la calle atado a una puerta; y lo soltaron. 5 Algunos de los presentes les preguntaron: «¿Qué hacéis desatando el pollino?». 6 Ellos les contestaron como había dicho Jesús; y se lo permitieron. 7 Llevaron el pollino, le echaron encima los mantos, y Jesús se montó. 8 Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo. 9 Los que iban delante y detrás, gritaban: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! 10 ¡Bendito el Reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11, 1-10).
I – LAS PARADOJAS DEL DOMINGO DE RAMOS
El Domingo de Ramos es el pórtico de la Semana Santa, a lo largo de la cual contemplaremos el núcleo de la vida y de la misión de Nuestro Señor Jesucristo y, por lo tanto, el punto central de nuestra fe católica, apostólica y romana. Quien decide dar inicio a su Pasión, entrando en Jerusalén montado en un pollino, es el propio Salvador; al igual que también fue Él quien eligió la carne humana para realizar la Redención y la gruta donde vendría a nacer.
Unas semanas antes de dirigirse a la Ciudad Santa, Jesús había resucitado a Lázaro, que llevaba muerto cuatro días. Bien podemos imaginar el asombro de los circunstantes cuando mandó que abrieran la tumba, pues a esas alturas el cuerpo ya debería estar en descomposición. A pesar de la generalizada turbación, retiraron la losa y, a la orden de Jesús: «Lázaro, sal afuera» (Jn 11, 43), éste no sólo resucitó sino que subió la escalera de acceso a la salida del sepulcro, teniendo «los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario» (Jn 11, 44). El hecho alcanzó una repercusión enorme en Israel, causando tal estupor en la opinión pública que la gente ansiaba conocer a aquel extraordinario taumaturgo. Como se acercaba la Pascua, los judíos que subían al Templo para purificarse andaban buscando al divino Maestro y se preguntaban unos a otros: «¿Qué os parece? ¿Vendrá a la fiesta?» (Jn 11, 56). Al enterarse de que ya estaba llegando, la multitud salió a su encuentro con palmas y ramos de olivo para aclamarlo, «porque habían oído que Él había hecho este signo» (Jn 12, 18).
Escena simple en apariencia, grandiosa en esencia
Nuestro deseo sería que esa entrada se hubiera verificado de un modo apoteósico: un cortejo triunfal en el que los pollinos, como mucho, llevaran a lomos a los últimos auxiliares del Salvador; Él merecía haber desfilado encima de un animal imponente, un elefante o un hermoso corcel blanco, similar a aquel sobre el que aparece representado en el Apocalipsis, con una espada entre los dientes (cf. Ap 19, 11-15). Pero, por el contrario, el Señor prefiere una montura sencilla, se presenta con sus ropas habituales, sin ostentar manto real alguno, y no se hace anunciar. Las autoridades -el sumo pontífice, los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo-, a quienes les correspondería promover una solemnidad para recibirlo, no le rinden homenaje. Nada de lo que sucedía estaba a su altura.
No obstante, si esta escena había sido simple en su exterioridad, fue riquísima en lo que respecta a la sustancia, porque allí estaba Dios mismo hecho hombre, «nacido para ser rey, de la forma más admirable y más augusta del mundo, ya que lo era por la admiración que despertaban sus ejemplos, su santa vida, su santa doctrina, sus grandes obras y sus grandes milagros […]. Nada en su apariencia impresionaba a la vista; este rey pobre y bondadoso montaba un pollino, humilde y mansa cabalgadura; y no esos caballos fogosos enganchados a un carruaje, cuya suntuosidad atraía las miradas. No se veían siervos ni guardias, ni la imagen de las ciudades derrotadas, ni su botín o sus reyes cautivos. […] La persona del rey y el recuerdo de sus milagros hacían todo el elogio de esta fiesta».1
Jesús pide un pollino «que nadie ha montado todavía» -porque estaba reservado para Él- y el animal no se muestra arisco, sino que camina dócilmente, llevando sobre sus lomos al Soberano del universo y Redentor nuestro, en función de quien habían sido creadas todas las cosas. ¡Cuánto simbolismo existe detrás de todo esto! ¡Cómo nos gustaría tener a aquel borriquito embalsamado y conservado en una catedral!
Al paso de Jesús, el pueblo exclama maravillado: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!». Según la narración de San Lucas, en determinado momento los fariseos interpelaron a Jesús para exigirle que reprimiera las ovaciones, y Él les respondió: «Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19, 40). Sí, y no sólo las piedras, sino también las plantas, los insectos, las aves del cielo, en fin, todos los animales, se habrían congregado en torno de Él en aquella ocasión y saltado de alegría cantándole sus glorias, si no los hubiera frenado por un milagro. En efecto, si en el paraíso terrenal el hombre tenía un dominio tal sobre los seres irracionales que éstos obedecían sus órdenes, ¡cuánto más Nuestro Señor Jesucristo, al ser Dios, no lo poseería en relación con la naturaleza creada por Él!
El pueblo esperaba un rey temporal
No hay duda de que con aquellos gritos la muchedumbre reconocía la realeza de Jesús como auténtico descendiente de David. Sin embargo, eran aclamaciones basadas en una perspectiva deformada: la generalizada concepción entre los judíos de un Mesías político que los libertaría del yugo romano y restauraría el reino de Israel, obteniéndole la supremacía sobre todas las otras naciones. Por lo tanto, asociaban la venida de ese Mesías con una salvación temporal, más que con la salvación eterna. De modo que recibieron a Jesús con honores, ante la expectativa de que, finalmente, se hiciera con el poder y comenzara para los judíos una época diferente.
De hecho, el Redentor estaba abriendo una era diferente, pero desde el punto de vista sobrenatural. Y ellos, muy naturalistas, no percibían eso. En consecuencia, el contento que manifestaban no estaba marcado por la admiración a la divinidad de Cristo. Arrebatados por gracias místicas y consolaciones extraordinarias, lo acogieron entre vítores y cantos de entusiasmo, rebosando alegría; pero, debido a esa errada mentalidad suya, aplicaban dichas gracias en una dirección discordante de los designios de Dios. Deseosos de un reino humano, imaginaban como el mayor de los éxitos el tener un monarca dotado con la capacidad de obrar toda clase de milagros, porque de ese modo todos sus problemas estarían resueltos. En el fondo, anhelaban una felicidad meramente terrena y la buscaban con tanto ardor que, si fuera posible, querrían pasar la eternidad en este mundo. En una palabra, eran «limbólatras», o sea, adoradores de una situación que hiciera de esta vida una especie de limbo, sin sufrimiento ni gozo sobrenatural.
Tales reflexiones contienen una lección: hemos de andar con el cuidado de no aprovecharnos de las gracias para nuestros intereses personales ni apropiarnos jamás de los dones de Dios para autoproyectarnos con ellos, al tratar de satisfacer nuestro amor propio, vanidad y orgullo.
De las aclamaciones a los gritos de condenación
También es digno de nota otro aspecto que la liturgia de hoy destaca. ¿De qué le sirvió a aquella gente aclamar al Señor con palmas y ramos de olivo y extender sus mantos por el camino? Pocos días después esa muchedumbre estaría ante Pilato vociferando: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!». La volubilidad de las cosas del mundo es así, al igual que los estúpidos aplausos detrás de los cuales corren los insensatos. ¡Querer la aprobación de los hombres es querer recibir un día el grito condenatorio de todos! ¡Qué diferente es la estabilidad de Dios! Cuando Él aplaude a alguien, lo hace por toda la eternidad.
Si la Pasión de Jesús hubiera ocurrido unos años más tarde a su solemne entrada en Jerusalén, el tiempo nos permitiría considerar esa mudanza de actitud de la opinión pública como fruto de un proceso. Pero ¿cómo se explica una transición de alabanzas a odio tan fulminante? ¿Cómo se entiende que llegaran a la infamia de pasar por delante del Señor crucificado y soltar las blasfemias referidas en el Evangelio? ¡Así es la lógica del mal, la lógica del egoísmo, la lógica del pecado!
He aquí un punto de reflexión para nuestro examen de conciencia:
yo, que me alegro cuando la gracia me toca en lo hondo de mi alma, si no soy vigilante y rígido conmigo y consiento en malas solicitaciones -ya sea de pensamiento, deseo o mirada-, estaré iniciando en este momento el mismo camino de aquellos judíos y, en breve, el «¡Hosanna!» cederá lugar al «¡Crucifícalo!».
II – LA IRREMEDIABLE CONFRONTACIÓN ENTRE DOS VISUALIZACIONES
Al analizar la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, no es difícil percibir que la piedra de escándalo en función de la cual los campos se dividen es la concepción con respecto al Mesías. Por un lado, tenemos la visión política; por otro, la religiosa. Y esta última -la verdadera- es perseguida con un odio exterminador por aquellos que adhirieron a la visión falsa.
Esa noción equivocada que tenía el pueblo no se diferenciaba mucho de los anhelos de los miembros del sanedrín. Éstos también esperaban que el Salvador de Israel fuera un hábil político capaz de modificar completamente el estado de la nación. Y como se daban cuenta de que el Señor no les iba a dispensar ningún trato de favor a ellos si, de hecho, llegara al poder, entonces lo envidiaban y no soportaban su presencia.
Jesús: Profeta por excelencia y víctima de su propia misión
En la primera lectura (Is 50, 4-7) de este domingo, encontramos prefigurada en Isaías la misión de Nuestro Señor Jesucristo, en cuanto Profeta por excelencia, llamado a conducir a los hombres por las vías de Dios.
Cuando el Altísimo erige profeta a alguien, lo constituye en intermediario suyo ante los hombres. Ahora bien, este encargo tan excelente a los ojos de Dios exige de quien lo recibe la disposición de entregarse como víctima expiatoria: «Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos» (Is 50, 6). O sea, el profeta es incomprendido. ¿Por qué? Por el hecho de ir contracorriente, de alertar al pueblo de sus desvíos e indicarle el camino de la moral, del derecho, de la rectitud, de la santidad, opuesto al de las pasiones desordenadas.
Y fue lo que le sucedió al Salvador: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11). Venía ofreciendo la «gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8, 21) no sólo a los judíos, sino a la humanidad entera; no obstante, muchos han preferido la seudolibertad de todos sus instintos, es decir, el libertinaje. Se encarnó para darnos la filiación divina, por la que nos convertimos en príncipes, no de una casa que hoy reina y mañana se extingue, sino en herederos del trono celestial, «coherederos con Cristo» (Rom 8, 17). Además, Dios no quiso únicamente adoptarnos como hijos, también quería otorgarnos una participación real en su vida, como si por nuestras venas corriera la propia sangre divina: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3, 1). Sin embargo, la invitación a esa divinización, mediante la gracia, es lo que los hombres rechazaron.
Signo de la historia del cristianismo
Al optar por entrar en Jerusalén de una forma tan modesta, como símbolo de contradicción, se proponía mostrar, por tanto, que su realeza es muy distinta a la esperada por los judíos. Él mismo lo declarará ante Poncio Pilato, máxima autoridad de Judea: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi Reino no es de aquí» (Jn 18, 36). Si, por el contrario, se hubiera presentado como rey de este mundo, habría sido estimado y llevado triunfalmente, hasta por sus enemigos.
El antagonismo entre la verdadera y la falsa visualización del Salvador es el signo de la historia del cristianismo, y lo será hasta el fin de los tiempos. Siempre habrá quienes quieran servirse de la Iglesia y de los dones de Dios para intereses materiales y profanos y, en consecuencia, odiará a aquellos que lo consideran todo como «pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús» (Flp 3, 8). Estos últimos son piedras de escándalo vivas que le recuerdan al mundo la verdadera doctrina acerca del Señor. Él tiene dos naturalezas, la humana y la divina, unidas en la Persona única del Verbo, y no es posible separar la humanidad de Cristo de su divinidad.
Alegría y tristeza, gloria y dolor
Ahora bien, en virtud de la unión hipostática, Jesús podría habernos redimido con un simple acto de voluntad, un movimiento de mano o incluso una lágrima… Sin embargo, conforme enseña San Pablo en la segunda lectura (Flp 2, 6-11), Cristo «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (6-8).
Con la vista puesta en ese holocausto es como Jesús entra en Jerusalén, a fin de librarnos de la condenación eterna, abrirnos las puertas del Cielo y comprar nuestra resurrección. Por este motivo, la liturgia aquí contemplada se caracteriza por el contraste entre alegría y tristeza. La nota de júbilo está en los ornamentos rojos, en los cantos, en las palmas y los ramos de olivo y en el Evangelio de la procesión que exalta al Señor en cuanto Rey. No obstante, junto a esa apoteosis, el Evangelio de la Misa narra la Pasión.
¿No sería más adecuado reservar este texto solamente para el Viernes Santo? ¡No! En su divina e infalible perfección, la Iglesia ha puesto la cruz en el centro de las consideraciones del Domingo de Ramos, así como en las de toda la Semana Santa: en el Huerto de los Olivos, Jesús es prendido por gente armada con espadas y palos, «como si fuera un bandido» (Mc 14, 48); ante el tribunal de Pilato, la muchedumbre, instigada por los sumos sacerdotes, pide el indulto de un asesino, Barrabás, en detrimento de su liberación; en el pretorio, los soldados lo flagelan, ciñen su cabeza con una corona de espinas y se burlan de Él; le sigue el camino hacia el Gólgota, hasta el momento en el que desde lo alto de la cruz, flanqueado por dos ladrones, Jesús da un fuerte grito y expira; y en ese mismo momento el velo del Templo se rasga.
La cruz, ¡signo de contradicción! ¿Por qué el Redentor escogió ese tipo de muerte, entre todos el más ignominioso, reservado a los peores bandidos? El condenado a la crucifixión era objeto del desprecio general: de camino al suplicio, la gente se mofaba de él y le escupían; cuando los verdugos lo levantaban en el madero, era costumbre que se aproximaran para ridiculizarlo; este gesto contribuía a aumentar la vejación y, por consiguiente, avivaba en el pueblo el miedo a cometer algún delito. En fin, lo que había de más execrable Jesucristo lo quiso para sí. A este propósito se pregunta San Agustín: «¿Qué hay más hermoso que Dios? ¿Qué más deforme que un crucificado?».2
Crucificado y triunfante
En su infinita sabiduría, el Verbo omnipotente promovió que la cruz fuera un símbolo de horror, rechazo y repugnancia; y después, al encarnarse, la abrazó para redimirnos y cumplir la voluntad del Padre. Desde entonces la cruz se convirtió en la mayor honra, el mayor triunfo, la mayor gloria; en palabras de San León Magno,3 se transformó en cetro de poder, trofeo de victoria, signo de salvación. Pasó a ser el pináculo de las torres de las iglesias, el centro de las condecoraciones, el punto más alto de las coronas y la señal que distingue a un hijo de Dios de un hijo de las tinieblas.
Cuando el Señor estaba ya exangüe en la cruz, llagado de la cabeza a los pies, presto a rendir su espíritu, los miembros del sanedrín se burlaban de Él diciendo: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos». Con mucha propiedad San Bernardo de Claraval comenta este pasaje: «¡Oh lengua envenenada, palabra de malicia, expresión perversa! […] Porque, ¿qué conexión tiene que haya de bajar, si es Rey de Israel? ¿No es más consiguiente que suba? […] Antes bien, porque es Rey de Israel, no deje el título del reino, no deponga la vara del imperio aquel Señor cuyo imperio está sobre sus hombros».4
Y fue lo que sucedió. Al tercer día resucitó, y en el cuadragésimo ascendió a su Reino celestial, donde está sentado a la derecha del Padre, dominando el mundo entero. Rey absoluto, no bajó, ¡sino que subió!
III – LA CRUZ SE TRANSFORMA EN GLORIA EN LA ETERNIDAD
Para que aprovechemos bien las gracias de la Semana Santa que hoy comienza, es necesario que nos compenetremos de que debemos acoger al Señor, mucho más que con palmas y ramos de olivo, con determinaciones interiores y propósitos, y con la firme convicción de que hemos sido creados para servir al Hombre Dios, cada cual en su estado de vida, sea constituyendo una familia, sea como religioso.
Jesús me convoca a seguirlo. Valiéndose de una expresiva imagen, San Roberto Belarmino pondera: «Quien ve a su Capitán pelear por su amor con tal perseverancia en lid tan penosa, recibiendo tantas heridas, y padeciendo tan grandes dolores, ¿cómo no se animará a pelear a su lado, a hacer guerra a los vicios, y resistir hasta morir? Cristo peleó hasta vencer y alcanzar glorioso triunfo de su enemigo […]. Y si Cristo peleó con tan gran perseverancia, sumo aliento debe dar a todos sus soldados su ejemplo, para no apartarse de su cruz, sino pelear a su lado hasta vencer».5 Yo estaré con Él, ya sea en la entrada triunfal en Jerusalén aclamándolo como Rey, ya sea en el Vía Crucis llevando mi cruz a cuestas o en el Gólgota clavado en ella. Por medio de esta cruz obtendré la gloria de la resurrección y conviviré con Él por siempre en la verdadera Jerusalén, ¡la Jerusalén Celestial! Al traspasar las murallas de esta esplendorosa ciudad, «la morada de Dios entre los hombres» (Ap 21, 3), tendremos un auténtico Domingo de Ramos y entenderemos que la ceremonia en la que hoy participamos es un mero símbolo de «lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Cor 2, 9). Por el contrario, aquellos que persistan en una concepción mundana y desviada respecto a Jesucristo, negándose a aceptarlo como Él es, tendrán un eterno domingo de fuego, azufre, odio y rebelión.
Pidamos la gracia de comprender que a través de la cruz es como llegamos a la luz -«Per crucem ad lucem!»- y no hay otro medio de conquistar la alegría sin fin. Que la cruz sea la compañera inseparable de cada uno de nosotros hasta el momento en que ingresemos en la visión beatífica, y continúe junto a nosotros por toda la eternidad, como magnífica aureola de santidad, resplandor de gloria.
Por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP
____
1 BOSSUET, Jacques-Bénigne. Méditations sur l’Évangile. La dernière semaine du Sauveur. Sermons ou discours de Notre Seigneur depuis le Dimanche des Rameaux jusqu’à la Cène. Ier Jour. In: OEuvres choisies. Versailles: Lebel, 1821, v. II, pp. 116; 118.
2 SAN AGUSTÍN. Sermo XCV, n.º 4. In: Obras. Madrid: BAC, 1983, v. X, p. 632.
3 Cf. SAN LEÓN MAGNO. De Passione Domini. Sermo VIII, hom. 46 [LIX], n.º 4. In: Sermons. Paris: Du Cerf, 1961, v. III, p. 59.
4 SAN BERNARDO. Sermones de Tiempo. En el Santo Día de la Pascua. Sermón I, n.os 1-2. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1953, v. I, pp. 497-498.
5 SAN ROBERTO BELARMINO. Libro de las Siete Palabras que Cristo habló en la Cruz. Buenos Aires: Emecé, 1944, pp. 107-108.
Deje su Comentario