Redacción (Miércoles, 18-04-2018, Gaudium Press) El complacernos voluptuosamente con las cosas materiales, o la pecaminosa condescendencia intemperante con los deleites sensuales, no se debe confundir con el acto de naturaleza espiritual que está a la procura de lo absoluto, cuando disfrutamos con deleites rectos la materia. Son dos cosas parecidas pero nunca iguales.
El pensamiento filosófico del Dr. Plinio -que siempre estuvo en la clave de llegar a Dios a través de las cosas creadas, pero también de las elaboradas por el hombre, a las que solía llamar las «nietas de Dios»- acuñó alguna vez el neologismo transesfera (1) para indicar algo que está por encima de la biosfera, la litosfera, la atmósfera, etc. en las que los meteorólogos tratan de estudiar fenómenos de nuestro espacio exterior, concluyendo frecuentemente que es más lo inexplicable que lo explicable, cuando exploran los alrededores de nuestro planeta descartando el mundo angélico y espiritual.
Castillo de Chenonceaux, Francia |
Un simple baño de mar puede elevarnos a la consideración de cosas celestiales pertenecientes al Cielo empíreo del que habla el P. Cornelio Alápide S.J. cuya lectura deleitó en vida al Dr. Plinio y que le sirvió enormemente para explicitar del fondo de su alma inocente una reserva de observaciones que supo transmitir maravillosamente a varios de sus discípulos, pero especialmente asimiladas con entusiasmo y amor por Mons. João Clá Dias fundador de los Heraldos del Evangelio.
El mar, una especie de enorme alfombra de matizados azules -como se le ocurriera imaginarlo una vez, mirándolo de niño desde la bahía de Santos en Brasil- alfombra que él decía querer halar para traer de Europa castillos, catedrales, carrozas, príncipes y princesas al compás de un suave minueto o magníficas marchas militares, no era a su vista una simple masa acuosa de movimientos pesados y sonidos monótonos. Se trataba de algo más trascendente en el que se podía descubrir no solamente la huella divina, sino al propio Dios Nuestro Señor creador de él, y al que según el libro de Job el mismo Dios le puso sus propios límites, para no invadir la tierra sino cuando Él lo permita. Majestuoso y serio, el sonido de sus olas le parecía al Dr. Plinio el susurro grave de la voz divina dando paternales consejos y advertencias a sus queridos hijos.
También la sensación del agua azul salobre resbalando por la piel, los movimientos ora bruscos, ora suaves de las olas, la impresión de una aventura al sumergirse en él, no consiguieron arrebatarle la atención hacia la simple fruición o mero disfrute sensitivo a la cual él mentalmente le ponía límites pensando «Así no te quiero. Y porque no quiero ser infiel, voy a contenerte, a limitarte, a reducirte a las debidas proporciones, y si fuese el caso, a eliminarte de mi vida», porque una sensación que no lleve a Dios, fácilmente nos estimula al deleite egoísta, vulgar, animalesco y burdo, aunque la disfracemos de letrada disertación intelectual, como acostumbran algunos premios nobel de literatura.
Analizar con trascendencia las sensaciones que nos producen las realidades externas, y que rodearán siempre la existencia humana -incluso probablemente en el cielo empíreo, dice Dr. Plinio- es la manera de superar los efectos con que nos contaminó el pecado original, cometido alguna vez en aquel maravilloso lugar en el que Dios puso al hombre para que extendiera desde allí sobre el haz de la tierra, y probablemente sobre todo el universo creado, la hermosura estética del paraíso terrenal, que seguramente emulará algún día el anhelado Reino de María del que habló san Luis María Grignión de Montfort y la propia Nuestra Señora en Fátima, y que tan intensamente quería ver ya realizado en esta tierra el mismo Dr. Plinio Correa de Oliveira.
Por Antonio Borda
(1) Revista Dr. Plinio, Nos. 217-218, abril/mayo 2016, págs. 18-21.
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