Redacción (Domingo, 13-05-2018, Gaudium Press) Nos encontramos en el cierre del Centenario de las Apariciones de Fátima. A los ojos de todo católico, más o menos bien informado, es evidente que estas apariciones, con sus profecías, no forman parte de la Revelación pública de la Iglesia. Se trata de una revelación privada – que en nada altera el contenido de nuestra Fe Católica – a tres inocentes niños analfabetos, de gran religiosidad, en un lugar desconocido para los hombres de aquel tiempo llamado Cova da Iría, en Aljustrel, un caserío de la parroquia de Fátima, Portugal.
Todo lo profetizado en el Mensaje se realizó, dando veracidad a las comunicaciones transmitidas a los tres pastorcitos. Por otro lado, tanto las autoridades eclesiásticas, como el propio Magisterio de la Iglesia se pronunciaron reconociendo la autenticidad de las apariciones. La advocación Nuestra Señora de Fátima recibe culto público, lo que corrobora aún más la confianza de la Santa Iglesia para con las apariciones.
El 26 de junio del año 2000, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó un documento sobre las apariciones. Explicando detalladamente que el fenómeno de apariciones y signos sobrenaturales van salpicando la Historia de los hombres y de cómo estas manifestaciones no pueden contradecir el contenido de la Fe sino que confluyen para el anuncio de Cristo llevando a la conversión. Al inicio del documento tiene esta llamativa afirmación: «Fátima es sin duda la más profética de las apariciones modernas».
Los Papas fueron mostrando su apoyo y aprobación a lo largo de los decenios, desde Benedicto XV hasta nuestros días. Algunas de sus expresiones marcaron momento. Juan Pablo II (1996) decía: «la Santísima Virgen, hacía llegar esta queja maternal: ‘no ofendan más a nuestro Señor, que ya ha sido muy ofendido'». Benedicto XVI (2010): «se equivoca quien piensa que la misión profética de Fátima está acabada».
Dos de los pastorcitos, Jacinta y Francisco, fueron beatificados por San Juan Pablo II (13-5- 2000) y canonizados por Francisco (13-5-2017). Sor Lucía tiene su proceso de beatificación iniciado.
Hoy queremos penetrar en los «sencillos niños del campo», como los calificaba Juan Pablo II, que nos trasmitieron un grandioso Mensaje en accesibles palabras. Lucía Dos Santos, la mayor con sus 10 años, y sus primos Francisco y Jacinta Marto, de 9 y 7 años. Viviendo junto a sus ovejas, en tranquilo escenario alejado del bullicio contemporáneo, mantenían su espíritu religioso, su inocencia bautismal. En su candidez e ignorancia no tenían condiciones de concebir en su imaginación, cualquier invención sobre lo que decían haber visto y oído.
Como no podía dejar de ocurrir en este tipo de eventos, se abatieron sobre ellos todo tipo de persecuciones: cárcel, amenazas de muerte, hasta asustarlos con un supuesto suplicio que les infligirían. A pesar de los malévolos artificios usados por las autoridades ateas, los niños se mantuvieron incólumes, demostrando la autenticidad de todo lo que afirmaban haber visto. Se comportaron como verdaderos mártires: «si nos matan, no importa, vamos al Cielo», decían.
Su nivel de educación era inferior al de cualquier niño de la ciudad. No tenían contacto alguno ni con cine, teatro, libros, o haber visto personas con lujosas vestimentas. Pero describieron a la Señora «vestida de blanco», con todo detalle. De cosas elevadísimas y gravísimas les habló la Virgen: la aterradora visión del infierno, la segunda guerra mundial, naciones que serán aniquiladas, expansión de errores en el mundo, del Papa que tendría mucho que sufrir (no sabían quién era), devoción al Corazón Inmaculado de María, y mucho más. Nadie en 1917 podía haber imaginado todo esto. «Hasta su ignorancia sirve de credencial a esos pequeños heraldos», decía Plinio Corrêa de Oliveira.
En la primera aparición (13-5-1917) la Santísima Virgen le dice a Lucía: «soy del Cielo». En la segunda aparición le piden que los lleve al Cielo: «Sí, a Jacinta y Francisco los llevaré en breve. Pero tú (Lucía) te quedarás aquí algún tiempo más. Jesús quiere servirse de ti para hacerme conocer y amar. Él quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. A quien la abrace, le prometo la salvación».
No pasó mucho tiempo, apenas un año después de la última aparición, ambos niños cayeron enfermos de bronconeumonía, advertían que era la enfermedad que los llevaría al Cielo. Fueron siendo favorecidos con algunas visiones particulares. Era el comienzo de los celestiales convivios, anuncio de un camino de sufrimiento y de entrega rumbo al Cielo para Francisco y Jacinta.
Cuenta la hermana Lucía que un día Jacinta la mandó llamar y le dijo: «Nuestra Señora nos vino a ver y dijo que vendrá pronto a buscar a Francisco para llevarlo al Cielo. A mí me preguntó si quería convertir más pecadores. Le dije que sí. Me dijo que iría a un hospital donde sufriría mucho. Que sufriese por la conversión de los pecadores, en reparación por los pecados contra el Inmaculado Corazón de María y por amor a Jesús». Finalmente le dijo que se quedaría solita, sin la compañía de su madre.
Francisco se fue agravando poco a poco, pidió recibir su Primera Comunión, para lo cual se confesó. «Yo me voy al Paraíso», les dijo a su prima y hermana. El 4 de abril de 1919 partió para la eternidad. Podemos imaginar el sufrimiento de Jacinta, la que fue complicándose en su enfermedad que la hacía sufrir mucho. Llevada al Hospital Doña Estefanía de Lisboa, en delicada operación quedó con una llaga ancha en su pecho, con tremendos dolores, pero invocaba a la Virgen y los ofrecía. El 20 de febrero de 1920, se confesó, recibió el Santo Viático y partió para la casa del Padre, a sus 10 años.
La directora de ese hospital, Madre María de la Purificación Godiño, impresionada con la virtud y sabiduría de la niña, recogió sus comunicaciones, llenas de sonoridad profética. Bien afirmaba Lucía de Jacinta que: «tenía un porte siempre serio, modesto y amable que parecía traducir la presencia de Dios en todos sus actos». De sus inocentes labios salieron afirmaciones que impactan: «vendrán modas que ofenderán mucho a Nuestro Señor», «los pecados del mundo son muy grandes», «Madrina, pida mucho por los sacerdotes», «¡los sacerdotes deben ser puros, muy puros!», «la confesión es un sacramento de misericordia». La Madre Godiño le preguntó quién le había enseñado tantas cosas: «fue Nuestra Señora, pero algunas las pienso yo», le respondió.
Francisco, por su lado, se sentía atraído por una vida de ascesis y de contemplación. Siempre muy pensativo. Lucía le preguntó porque pasaba tanto tiempo solo, alejado: «Estaba pensando en Dios que está tan triste por causa de los muchos pecados. ¡Si yo lo pudiese consolar! Jesús está tan triste y yo quiero confortarlo con oración y penitencia». En otra ocasión le decía: «no debemos hacer ni el más pequeño pecado».
Sus tumbas, en la basílica de Fátima, tienen un sencillo epitafio: «Aquí reposan los restos mortales de Francisco y Jacinta, a quien Nuestra Señora apareció». Pidamos su intercesión por todos los niños y las niñas que en los días de hoy viven rodeados de las insidias del mal contemporáneo que nos rodea.
Por el P. Fernando Gioia, EP.
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(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica de El Salvador, 13 de mayo de 2018)
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