Redacción (Jueves, 17-05-2018, Gaudium Press) En relación a la Sagrada Comunión, ¿qué será más importante: la preparación o la acción de gracias? Es claro que ambas cosas son fundamentales, pero hay razones para distinguir, valorar y jerarquizar cada una de las dos situaciones.
El célebre y docto teólogo dominico contemporáneo Fray Antonio Royo Marín, nos da la respuesta. En su libro publicado por le Biblioteca de Autores Cristianos (BAC) que lleva el sugestivo título «Ser o no ser santo… Ésta es la cuestión», dice Royo Marín citando a su maestro, Santo Tomás: «Para el grado de gracia que nos ha de aumentar el sacramento por sí mismo (ex opere operato) es más importante la preparación que la acción de gracias después de haberlo recibido; porque ese efecto ex opere operato lo produce el sacramento una sola vez, en el momento mismo de recibirlo y, por lo mismo, está directamente relacionado con las disposiciones actuales del alma que se acerca a comulgar, no ya por las que puedan tenerse después».
Foto: Archidiocesis de Compostela |
Lo que a primera vista podría parecer demasiado sutil o técnico, se comprende fácilmente dando un ejemplo.
Cuando vamos a recibir en nuestra casa a un visitante importante, disponemos las cosas de la mejor manera posible: la limpieza cuidadosa, el orden de la sala, todo organizado para que quién nos honra con la visita esté a gusto, y se lleve la mejor impresión. Debemos pensar en los detalles, como un buen arreglo floral y hasta, eventualmente, la concesión de un regalo para que la visita se lleve un recuerdo imborrable de aquel día. ¿Cómo recibir en casa a un Jefe de Estado, por ejemplo, con descuido y precipitación? ¡No es posible!
Por el hecho de llegar hasta nosotros, esa hipotética persona ilustre nos privilegia. Si valoramos el gesto de quien así nos dignifica, el huésped quedará plenamente satisfecho… ¡y el anfitrión también!
Ahora, apliquemos el caso no a un soberano de la tierra o a un presidente elegido democráticamente… Pensemos en el Rey de reyes y Señor de señores, creador y dueño de todo lo que existe.
El encuentro con Jesús se da en plenitud durante la comunión sacramental. También se realiza un encuentro, aunque de otra forma, en la visita que se le hace en su capilla de adoración o junto al sagrario donde está siempre a nuestra espera. Las disposiciones para recibirlo o para visitarle son básicamente las mismas; sí, porque es el mismo Señor el que viene hasta mí y al que voy a su presencia. En el hecho de recibirlo, seré el anfitrión y Él será mi huésped. Y en el tiempo en que voy a adorarle, el anfitrión será Él, y yo el visitante a quién condesciende dar audiencia. En ambos encuentros, sucede un acontecimiento de máxima trascendencia. De ahí, la importancia de disponerme de la mejor manera posible para la cita que será lo más importante del día… o hasta de la vida.
Cuanto a la acción de gracias, es claro que será tanto mejor hecha, cuanto la disposición previa a recibirle haya sido cuidadosamente elaborada. Es lógico.
Lastimosamente, no es así como habitualmente los fieles perciben un encuentro con el Señor en la Eucaristía. Porque en general, en relación a la comunión sacramental, se suele dar más importancia a la acción de gracias que a la preparación. En efecto, se llega junto al Santísimo apresuradamente, trayendo en nuestro equipaje una buena dosis de agitación, afanes mundanos y mucha superficialidad.
Y solo después del maravilloso momento del encuentro, recién empezamos a pensar (si es que verdaderamente caemos en sí…) en lo sucedido. Entonces, es la hora en que llueven los pedidos o de manifestar lo que queremos decirle al Señor; casi que valorando más nuestras prioridades personales que el hecho de haberle acogido ¡y de ser Él quién es!
Si no hemos preparado debidamente el encuentro y empezamos la relación sin darle todo el debido valor, probablemente el coloquio será demasiado pobre…
La valoración de la preparación y de la acción de gracias en relación a la cita con el Señor en la Eucaristía, nos hace pensar en la imagen que usa Jesús, cuando nos enseña en el Evangelio que debemos construir una casa sobre roca y no sobre arena (Lc. 6, 48-49).
Una comunión basada sobre roca, es a la que se va preparado. Aquella descuidada, sin delicadeza ni afecto, es la que se hace sobre arena: la fe es avara y no motiva a la adoración. La humildad es superficial, nada concorde con la aclamación «Señor, no soy digno de que entres en mi casa». No se mide el tamaño infinito del amor que anida el Corazón de Cristo. Y, por supuesto, la poca hambre y sed de unión y de comunión, no solo indispone al adorador, sino que y entristece al que tanto amó a los hombres y no encontró en ellos más que ingratitud, según la queja del Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita María.
Por supuesto que nadie estará jamás a la altura de un encuentro con Nuestro Señor. Pero ya que Él ha venido por los pecadores y por los enfermos (Lc 5, 31-32), hay que confesarse doliente y culpable, y decir como leproso del Evangelio: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Lc 5, 12).
Al acoger al Señor, digámosle que le esperábamos con ansias y que le amamos mucho. Lo que Él nos diga u obre, no depende de nosotros; eso es cosa de Él.
En realidad, la preparación y la acción de gracias deberían ocupar las veinticuatro horas del día, haciendo así de nuestra vida un homenaje ininterrumpido a Jesús presente en la Eucaristía. No es otra cosa lo que se pide al Espíritu Santo en la Plegaria Eucarística número III del Misal Romano: «Que Él nos transforme en ofrenda permanente».
Por el P. Rafael Ibarguren, EP
(Publicado originalmente en www.opera-eucharistica.org)
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