Redacción (Martes, 22-05-18), Gaudium Press) Nuestro Señor permaneció durante treinta años junto a María Santísima. -7 años en Egipto y 23 en Nazareth-, llevando una vida principalmente contemplativa, obedeciendo con perfección.
Jesús se sometió a Nuestra Señora durante treinta años
Afirma el gran San Luis María Grignion de Montfort: «Jesús Cristo dio más gloria a Dios, entregándose a María durante treinta años, que si hubiese convertido toda la tierra por la ejecución de los más estupendos milagros».
Solamente después de haber sido bautizado y sufrir tentaciones del demonio en el desierto, Jesús inició su vida pública haciendo su primer milagro en Caná. Después Él «recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas» (Mateo 4, 23), expulsando demonios, curando ciegos, leprosos, paralíticos y otros enfermos.
Galilea, en tiempo de Jesús, era «una región rica, muy poblada, bien cultivada». En esa época, «cada ciudad o aldea de Palestina poseía una» sinagoga.
En Jerusalén existían 450, además del Templo. En su interior, los asistentes quedaban separados: de un lado los hombres, de otro las mujeres.
Aproximándose la fiesta de la Pascua, Jesús se dirigió con sus discípulos a Jerusalén. Todo judío era obligado a participar de esa fiesta en el Templo de la Ciudad Santa. Nuestro Señor estaba dispensado por ser Dios, pero no obstante quiso comparecer por humildad y para dar una solemne lección.
Uno de sus mayores milagros
Junto al edificio del Templo, había tres patios: el de los sacerdotes, el de los hombres y el de las mujeres. Rodeando esos tres patios, existía un gran espacio denominado Patio de los Gentiles.
Al entrar en el Patio de los Gentiles, el Divino Maestro vio gran número de personas que vendían aves, animales y cambistas de monedas, haciendo un alboroto antisacral.
«Hizo entonces un látigo de cuerdas y expulsó a todos del Templo, junto con las ovejas y los bueyes; esparció las monedas y derrumbó las mesas de los cambistas. Y dijo a los que vendían palomas: «¡Sacad esto de aquí! ¡No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de comercio!» (Job.2, 15-16).
Todo lo que Nuestro Señor hacía era realizado con perfección pues es Dios. Entonces el zurriago fue muy bien elaborado y los golpes eximios, para alcanzar el objetivo de punir a los malos y darnos una lección.
«¡Qué extraordinaria reliquia aquel látigo! Si hubiese sido conservado por los primeros cristianos, ciertamente sería objeto de culto en alguna catedral hasta los días de hoy».
Comentando ese pasaje, afirma San Buenaventura, el Doctor Seráfico:
«Dos veces el Señor expulsó del Templo a los que compraban y vendían (cf. Jn 2; Mt.21), lo que es contado como uno de sus mayores milagros. Pues, aunque en otras ocasiones lo hubiesen menospreciado, en esta ocasión todos huyeron sin defenderse, a pesar de ser muchos, y Él sólo expulsó a todos, armado apenas de unos cordeles.
«Lo hizo todo presentándoseles con rostro terrible, los expulsó porque, con sus compras y ventas, deshonraban al Padre exactamente en el lugar donde Él debía ser mas honrado. Y Jesús, movido por celo ardiente por la casa de Dios, no podía tolerar tales desórdenes».
La segunda expulsión ocurrió aproximadamente dos años después. Habiendo sido homenajeado por las multitudes que lo aclamaban. «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en lo más alto de los cielos!» (Mt.21-9), el Redentor fue al Templo y vio la misma escena. Entonces «derribó las mesas de los que cambiaban las monedas y los estantes de los vendedores de palomas. Y les dijo: Está escrito: Mi casa será llamada casa de oración. Vos sin embargo, hicisteis de ella un centro de ladrones» (Mt.21, 12-13).
Nuestro Señor es Bondad y Justicia
A propósito de ese bello episodio, Monseñor Joao Clá, EP, hace, entre otras, las siguientes consideraciones.
«La bondad del Hombre-Dios es infinita y, por tanto, inagotable. Pero Jesús no es exclusivamente la Bondad. Él es también la Justicia. A pesar de ser extremos opuestos, castigo y bondad constituyen contrarios armónicos.
«Por este motivo, en una educación sabia y virtuosa, de la misma forma que jamás pueden faltar la bondad, y el afecto, la misericordia, tampoco puede ser despreciada la disciplina: «Vara y corrección dan la Sabiduría, niño abandonado a su voluntad se convierte en la vergüenza de su madre» (Pr. 29,15). En esta materia tan delicada, se nota una perfecta continuidad entre el enseñamiento moral del Antiguo y Nuevo Testamento. […]
«Abracemos la firme resolución de frecuentar con asiduidad la Iglesia para adorar al Buen Jesús y crecer en la devoción a María. Y temamos ser objeto de la divina cólera, debido a un mal comportamiento, tal cual advertía Alcuíno [735-804]: ‘El Señor entra espiritualmente todos los días en sus Iglesias, y observa cómo cada uno se comporta. Por tanto, dentro de ellas, evitemos conversaciones, risas, odios, ambiciones; no nos suceda que el Señor llegue cuando menos esperamos y nos expulse a latigazos’.
«Alcuíno no vivió en los tiempos actuales. Si conociese la degradación de las costumbres y las modas, de los presentes días, no dejaría de recomendar delicadeza de conciencia a aquellas -y también a aquellos- que entran en el Templo Sagrado no para rezar, sino para hacerse ver, provocar al pecado y llevar las almas a la perdición eterna».
Perfecta imitadora de su Divino Hijo, Nuestra Señora es misericordiosa y justa. Que Ella nos conceda la gracia de amar y practicar la justicia y la misericordia entre nosotros, virtudes opuestas, pero de ninguna manera contradictorias.
Por Paulo Francisco Martos
(in «Nociones de Historia Sagrada» _ 151).
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Bibliografía
SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Tratado da verdadeira devoção à Santíssima Virgem. Petrópolis: Vozes. 1974.
FILLION, Louis-Claude. La sainte bible avec commentaires – Évangile selon S. Matthieu. Paris: Lethielleux. 1895.
CLÁ DIAS, João Scognamiglio. EP. O inédito sobre os Evangelhos. Vaticano: Libreria Editrice Vaticana; São Paulo: Instituto Lumen Sapientiae, 2014, v. III.
SAN BUENAVENTURA. Meditaciones de la vida de Cristo. Buenos Aires: Santa Catalina, 1945.
ALCUÍNO, apud SÃO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Ioannem, c.II, v.14-17.
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