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El hombre del cántaro

Redacción (Viernes, 078-06-2018, Gaudium Press) No sabemos si Pedro y Juan, se preguntaron algo acerca de este misterioso personaje con un cántaro de agua al hombro, que Jesús les indicó seguir hasta la casa donde entrara. Sabemos sí que el Señor les reveló el santo y seña cuando estuvieran con el dueño de ella: «El Maestro te dice que dónde está la sala en la que he de comer la Pascua con mis discípulos». Y entonces él -del que tampoco se sabe nada, les indicó una gran sala ya dispuesta en el piso alto.

Estos personajes, como el dueño del burrico que Jesús les mandó traer para ingresar en Jerusalén el Domingo de Ramos; y como Nicodemo y José el de Arimatea, debían hacer parte de un grupo en el que también estaba Lázaro y sus hermanas Martha y María, seguidores discretos del Mesías al que ya amaban al parecer sabiendo con dolor -como lo sabía la Santísima Virgen, que era inevitable su terrible sacrificio y para el cual Él caminaba con «el paso resuelto del guerrero que avanza para el combate» Una pequeña corriente del judaísmo, sabía entonces que el Mesías moriría en la primera gran batalla entre el bien y el mal de la nueva alianza divina con su pueblo, sellada con su propia sangre inocente. Pero que su muerte sería una gran victoria definitiva y completa…

Probablemente se trataba de aquellos discípulos que sabían que el precio de la Redención iba ser lucha y dolor, tan diferentes de los doce apóstoles en los que la idea era triunfalismo y conquista del poder. Se trataba de hombres y mujeres a los que la historia de la iglesia los ha llamado los mansos de corazón. «Silenciosos preocupados», los denominaría alguna vez el Dr. Plinio en una de las magistrales charlas con sus jóvenes discípulos.

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Jesús invita a Mateo a seguirlo
Vitral en la catedral de Le Mans, Francia

El escritor finlandés Mika Waltari en su novela histórica «Marco el Romano», nos presenta un personaje del Patriciado, luchando por encontrar el camino a Jesús después de que, impresionado, lo había visto agonizar y morir en la cruz. Pero precisamente por ser romano incircunciso el rechazo de los apóstoles era total. Así que le tocó acudir a aquellos que apenas lo habían conocido como Zaqueo, María Magdalena, Cirineo y otros más que no eran participados de las más importantes enseñanzas de Jesús, y por eso un tanto excluidos del privilegiado grupo de los doce. Eran apenas algunos que habían atrapado algo de sus palabras, pero sobre todo habían sido testigos de su ejemplo. El relato es bello e interesante porque desvela algo que a veces no tenemos en cuenta: Encontrar a Jesús nos puede costar humillaciones, persecuciones, exclusiones, incluso de aquellos que se sienten dueños de Él.

Esta puede ser una forma de martirio y dolor mayor que dar sangre y recibir heridas en el cuerpo: Ser excluido del convivio con aquellos que fueron escogidos para estar más próximos, y por lo tanto que fueron testimonio directo de palabras y ejemplos maravillosos, que solamente después de Pentecostés habrían de ser valorados debidamente. Pero Marco, para conseguirlo tras mucho insistir descubre el santo y seña: el hombre del cántaro al que hay que seguir y preguntarle por dónde es el camino. Solamente hay dos caminos, responde él. Uno va a la vida y otro a la muerte.

Alguna vez posiblemente nos encontraremos con el hombre del cántaro y él nos indicará el camino. Podrá ser un manso y silencioso personaje sin pretensiones, que va adelante cargando con su deber sin afanes de protagonismo. Marcado por el ejemplo del que él fue testigo y a lo mejor sin muchos conocimientos de doctrina. Un hombre cargando un cántaro con agua, oficio de mujeres modestas y humildes. A ese, Jesús dijo a sus dos apóstoles más destacados que lo siguieran para que los llevara hasta el lugar donde se operaría el mayor de todos sus milagros: la transustanciación, la institución de la sagrada Eucaristía.

Por Antonio Borda

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