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Deporte de reyes y de nobles

Redacción (Viernes, 08-06-2018, Gaudium Press) Cazar tigres de bengala durante la colonización inglesa en la India no era un hobby para los lores. Se dice que la corona británica impuso una condición y normas estrictas que recordaban la cristiana obligación medieval de la nobleza europea, respecto a mantener protegida las gentes de sus campos, aldeas y villorrios contra lobos, osos, toros bravos, zorras y otras alimañas que hacían daños a sus indefensos siervos de la gleba, y este fue el origen auténtico de la cacería que después sería llamada «Deporte de reyes».

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Primero que todo debía haber constancia y testimonios de que un tigre frecuentaba el lugar y venía haciendo estragos. Los clubes de caza hacían un sorteo para ver quien salía favorecido y recibía el honor de cazar al animal. Así podían ser uno o dos los designados por cada club que preparaban por cuenta propia y gastos personales su safari con todas las normas y leyes de la cacería. Encontrase con el temible felino sería el siguiente golpe de suerte y debía avisarse a los otros cazadores con una trompa de caza para que se fueran acercando cautelosamente con sus elefantes.

Los cazadores generalmente salían sobre un domesticado elefante conducido por un experto nativo. Sobre el lomo del animal iba el cazador y uno o dos ayudantes atentos y cuidadosos, pues el malicioso felino sabía agazaparse y en su momento saltar ágilmente sobre el manso paquidermo enteramente confiado en su conductor, para atrapar a alguno de los que transportaba. Si esto sucedía era el fracaso y la tragedia pues la iniciativa de ataque de la fiera generalmente no alcanzaba a ser repelida y ensañado con su víctima era ya imposible dispararle. El tigre con fuerza y ligereza inusitada arrastra el cuerpo matorral adentro y allí los despresaba rápidamente comenzado por el cuello. Pero si el acechado animal se ponía en guardia desde lejos y era avistado por uno de los cazadores, este tenía que descender del elefante con el fusil asegurado, apuntarle con precisión, desasegurar el arma y esperar la carrera de embestida feroz para con mucha calma y flema inglesa, saber colocarle ojalá un solo mortal disparo de grueso calibre en alguna parte vital y derribarlo.

Si el tiro fallaba podía ser muerte segura para el cazador aunque estaba autorizado hacer varios disparos pero los fusiles no eran automáticos, ni los nativos ayudantes podían hacer algo, pues solamente los cazadores estaban autorizados para disparar. Nunca jamás se podía disparar desde el elefante lo que era una vergüenza total. Matar a mansalva el animal era lo más innoble que un cazador podía hacer. El riesgo era completo y bien podía ser fatal. «In the calm is the defense», era el proverbio de los flemáticos lores.

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Sucedían cosas inesperadas, accidentes trágicos y víctimas de mucho lamentar, pues frecuentemente el cazador podía ser algún destacado lord ingles de nobilísima familia con más de quinientos años de tradición. La aldea o lugarejo que estaba siendo asolado por un encarnizado tigre, macho o hembra ya cebado en carne humana, que la prefería tras haberla probado alguna vez, estaba siempre a la expectativa cuando llegaban los cazadores. Las cacerías frecuentemente se hacían en la tarde, y el correr del tiempo era importante en el desafío para no dejarse coger de la noche.

Los bengalas color naranja, rayas negras y blancas son realmente gatos grandes, hermosos, corpulentos pero temibles por ser tan elásticos, astutos y psíquicos en el ataque. Cuando se le cazaba, la alegría y gratitud de los aldeanos se expresaba en una fiesta a la noche y el cazador era el héroe. Si el animal había logrado escapar se daba por entendido que agudizaría su astucia y se hacía más peligroso porque regresaría en cualquier momento tomando sus precauciones. La carne de niños le era muy apetecía y tenía su olfato ya especializado para detectarlos. Entonces los nativos miraban con religioso desprecio los cazadores que les habían fallado.

Por Antonio Borda

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