Redacción (Viernes, 15-06-2018, Gaudium Press) Si pudiéramos hacer que ellas nos contaran sus historias personales y el sueño de sus vidas desde que fueron semillas pasando por botones, alguna cosa aprenderíamos del orden tan variado y armónico que estableció Dios en este universo de su única y exclusiva propiedad.
A Él le pertenece todo: desde el más minúsculo gusanillo de colores que vive su corta existencia en una rama sobre la que camina como un pequeño trenecito, recogiendo y desplazando sus diminutas patitas a lo largo del trayecto que recorre para buscar su comida, hasta un corpulento oso de los bosques fríos de Siberia o Canadá, hundido hasta la cintura en un río helado de aguas transparentes pescando salmones, con preocupada atención.
Pero como cada una de esas maravillosas criaturas nunca podrá contarnos su historia, sus afanes y el plan de vida que están llevando a cabo con juiciosa obediencia, Dios les dio la creatura que las ayudaría a expresar de alguna manera su razón de ser: el hombre.
El hombre las describe y habla de ellas. Hace narraciones, las pinta en lienzos o las dibuja, las esculpe y talla en piedras o maderas, las retrata o las plasma en fotografías y en videos. Pero lograr lo que hizo la pintora holandesa Raquel Ruysch va más allá de simples retratos de naturalezas muertas. Allí las flores sobre lienzos parecen que contaran algo específico acerca de cada una de ellas o en el conjunto de un arreglo floral completo, donde parecen estar reunidas ya sea para dormitar, conversar, esperar a alguien o simplemente lucirse en una mesa del hogar, a los pies de una imagen de la Virgen o incluso en un altar junto al Santísimo.
La pintora (1664-1750) fue una madre de familia que trajo al mundo diez hijos, murió ya muy anciana y pintó centenas de arreglos florales en jarrones y jarras con elaborados detalles, dando la impresión de que se podrían fácilmente tomar con las dos manos y llevarlos a alguna mesa o consola solamente para cambiarlos de sitio. En algunos cuadros incluyó insectos, nidos, pequeños lagartos coloridos, caracoles y otras animalitos curiosos extraídos de su imaginación o de su retentiva visual con mucho realismo.
Lo más maravilloso de sus cuadros es la calma doméstica que algunos trasmiten y la feminidad tan acentuada que delatan. Las flores, amontonadas artísticamente unas junto a otras parecieran querernos contar algo de sus propias vidas. La variedad, los colores, la texturas de sus pétalos y hojas, los tallos erectos unos, medio doblegados otros, y en ciertos cuadros discretamente ocultos pero dejando intuir su posición, expresan verdaderos estados de ánimo. Puestas así de esa manera, si ellas pudieran hablar, tal vez lo primero que harían sería agradecerle a la pintora haberlas escogido, reunido y distribuido tan dignamente en un florero, poniéndolas a convivir pacíficamente unas al lado de las otras sin reclamos ni afanes de figurar las más bellas sobre las más sencillas y modestas.
Nos podemos preguntar si hoy día en este siglo «feminista» habría todavía alguna alma delicada y fina, capaz de hacer algo similar a lo que hizo Raquel Ruysch sobre lienzos y tablones lacados, que hoy en museos y colecciones privadas descargan sobre los ambientes un efluvio de lo que es la armonía verdadera entre las desigualdades. Un ejercicio que nos serviría para comprender que al ser humano Dios le dio la capacidad de hacer concordar las cosas de la naturaleza -incluso las clases sociales- en cambio de ponerlas a pelear entre ellas y llevarlas al odio y la mutua destrucción de unas contra otras.
Ciertamente si no hubiera habido una inteligencia ordenadora apta para idear de esa manera singular la presentación de la variedad en la unidad, las flores por si solitas y sin quien las integrara así, no nos darían ese mensaje ni mucho menos esa alegre sensación de verlas tan primorosamente juntitas, como que exhalando cada una su propio perfume natural.
Por Antonio Borda
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