Redacción (Viernes, 13-07-2018, Gaudium Press) Un silencioso grupo de distinguidas personas en riguroso luto, hombres y mujeres elegantemente vestidos, avanza por el callejón del cementerio acompañando un ataúd muy simple de madera de buena calidad.
Algunas de las mujeres llevan gafas oscuras y caminan junto a la estructura del carrito fúnebre metálico de tubos rígidos, seguramente parientes más próximas del difunto. Tarde gris con un viento tenue húmedo y frío, soplando por todas partes y levantando suavemente hojas carmesí del suelo. Nada de flores, ni ministro religioso. Solamente la joven designada por los servicios funerarios bien vestida de azul oscuro con un papel en la mano, parecía ir indicando lo que se debía hacer. Al píe de la tumba abierta en un verde prado, bajo un toldo de lona blanca y junto a un montón alto de tierra cubierta, esperan apoyados en sus palas dos sepultureros aburridos y de mirada vacía, en la rutina diaria de un oficio que ya no los impresiona para nada.
Un muerto más en la gran ciudad cosmopolita inmensa y contaminada, donde no hay tiempo sino para trabajar todos los días y evadirse en un bar, en un casino o en un cine el fin de semana, entre las luces de neón de la ciudad sin calor humano y llena de cámaras de seguridad. Un ejecutivo, un empresario, un reconocido y prestante hombre de negocios ha fallecido a lo mejor dejando un buen patrimonio a sus parientes y deudos que han cumplido simplemente con llevar su cadáver al cementerio a podrirse en la tierra, sin pensar para nada en su alma. No hay premio, no hay castigo, no hay purgatorio para deudas espirituales. Poco tiempo después, muy poco quizá, ya nadie se acordará de él salvo que haya sido algún filántropo donante y ha quedado en el pabellón de algún hospital su nombre inscrito en una fría placa de cobre que nadie lee.
Muertos son aquellos que ya no amamos, decía con cuánta razón Gabriel Marcel (1889-1973). Esos son los verdaderos muertos de este mundo y del otro. Se van del lado nuestro a veces en un lujoso coche fúnebre y nosotros seguimos existiendo desconectados totalmente de ellos sin importarnos su futuro. ¡Su verdadero y auténtico futuro! El futuro eterno irreversible y total en la Visión Beatífica y en la más grande felicidad que siempre apetecimos en este valle de lágrimas y de pecados. O el futuro dolorosamente dramático y terrible, sin descanso alguno padeciendo por siempre y poseído de un resentimiento eterno insaciable, infinito y absurdo, como absurda pudo haber sido nuestra vida creyendo que la felicidad plena se conseguía en esta vida terrena con viajes, hoteles de cinco estrellas, salas VIP en el aeropuerto, Duty Free, primera clase en aviones, casinos, vacaciones en el mar, grandes y lujosos malls, restaurantes finos y comidas sofisticadas, gimnasio, mascota, vida regalada con apenas unas pocas contrariedades de su pequeña manada familiar o de negocios, superables por el dinero, y aduladores amigos que apenas nos acompañarán al cementerio porque es socialmente correcto hacerlo.
¡Cuántas almas penando hasta el fin del mundo! Cuando Dios enrolle ya los pergaminos de la historia del universo que él creó y lleve lo que resta bueno de ella a donde cabalmente y sin mentirnos prometió colocarnos felices para siempre…
Callados, cabizbajos, distraídos en pensamientos vanos, regresan a sus perfumados vehículos y bien pronto comienzan a hablar de otras cosas, a atender llamadas en su móvil, consultar correos, etc. Tal vez hubiese sido mejor cremarlo, piensa alguno. Es el olvido que seremos -dijo el escritor Faciolince- olvido que se queda en un cajón algunos metros bajo tierra y sin que nadie ofrezca una oración por el difunto, que alcanzó sus metas materialistas en este mundo y se olvidó que había otro, ni enseñó a los suyos a considerar siquiera esa posibilidad. Esa será entonces su primera noche absolutamente solo como escribió Becquer: ¡Qué solos se quedan los muertos! En el cementerio frío y silencioso de aquella primera noche sin nadie junto a ellos o consolando su alma desde la casa -ya sin su presencia, con alguna oración llena de fe, de piedad y de calor humano. ¡Muertos son aquellos que no amamos! Y porque nunca los amamos, los olvidamos pronto.
Por Antonio Borda
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