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Tres canes, y una sola verdad

Redacción (Viernes, 20-07-2018, Gaudium Press) Hacíamos footing en el parque. ‘Honey’, mi anciano pero adiestrado y fiel Poodle y yo. Ya lo acostumbré a seguirme mientras troto, sin correa; él va detrás, a menos de un metro. A veces se distrae con otros perros, con el olor en un árbol, pero un leve grito de «Hoooney» lo regresa rápidamente al redil, detrás de mí.

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La mañana era lluviosa y no había nadie en el parque, pero una presencia un tanto extraña por lo solitaria, lo llenaba por entero: era la de un bulldog, hierático hasta lo tieso, sentado en sus dos patas traseras, mirando hacia un jardín, tal vez el de la casa de su dueño. Miraba y miraba, sin ninguna lástima de sí, y como estaba debajo de un árbol la leve lluvia no lo tocaba. Tal vez había quedado fuera, sin que el dueño se diera cuenta.

Pasamos muy cerca, y lo observamos fija, atenciosa y detenidamente. Serio, algo gruñón, atrayente en su silencio de dignidad, parecía viejo aunque creo que no lo era; digno, era todo un diputado inglés sentado fuertemente en su silla en el Parlamento. Tenía algo de Churchill. Nosotros lo miramos y lo miramos, pero él ni se conmovió. Si hubiéramos sido la dama que reparte el café en el Parlamento, habríamos obtenido más atención.

Honey parece que entendió mi sensación de ofendido con el desprecio de Bull-Churchill y en determinado instante también desvió la mirada. Fuimos dos miserables entes que cruzamos frente a su sólida vida sin tocarlo ni mancharlo y seguimos nuestro footing. Que interesante era el bulldog.

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Arriba del parque -en el antejardín de otra casa por la que también habitualmente cruzamos en nuestro ejercicio-, se encuentra ‘Princesa Amelia’ (así un día la bauticé, creo que estaba leyendo por esos días algo de la historia de Inglaterra, o Point de Vue). La Princesa Amelia es una magnífica Pastor Collie, y estaba así, extendida cual princesa oriental en mullidos cojines, sobre un tapete que parecía persa, bajo un pequeño cobertizo. Quise desquitarme del desprecio de Bull-Churchill y la llamé: – Princesa Amelia, Princesa Amelia… Volteó su hocico y creo que nos sonrió, de una sonrisa que reflejaba toda su nobleza y elegancia, que emitía los efluvios magníficos de su pelo dorado y blanco, siempre super largo, super limpio, siempre super bien peinado. Sentí también que al lado de su sonrisa mi simpático Honey no era sino un mimoso plebeyo, pero humilde, admirativo y agradecido.

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Llegando a mi casa, Honey ya cansado (es un anciano) se me tiró a los brazos para que lo cargara un tanto, pero más quería ser mimado; quería sentir mi agradecimiento por haber abandonado su cómodo cubículo para acompañarme en una fría mañana, por un frío parque, de bulldogs despreciativos, de collies principescos, de aire de lluvia. Y, sin pensarlo, lo mimé.

Pero sobre todo agradecí a Dios.

Agradecí por la riqueza del universo, su maravilloso reflejo, que incluso en tres sencillos de sus animales nos muestra algo de su Infinito y Bondadoso Ser.

Por Saúl Castiblanco

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