Redacción (Miércoles, 25-07-2018, Gaudium Press)
Verdadero alimento para el cuerpo y para el alma
Nuestro Creador quiso establecer la nutrición como medio de sustento para la vida de la naturaleza humana, pero también quiso servirse de él para ser imagen de algo muy superior en el plano sobrenatural, la vida de la gracia. Mientras el alimento material revigoriza el cuerpo, y ejerce papel fundamental en la vida social, la Eucaristía nutre el alma y es medio insuperable de, en esta Tierra, convivir con el propio Dios y con los hermanos en la Fe.
La Eucaristía es alimento genuino, enseña Cristo en el Evangelio: «Mi Carne es verdaderamente comida y mi Sangre, verdaderamente bebida» (Jn 6, 55). Por tanto, ejercen cierta acción en quien comulga, de modo análogo a lo que ocurre con el alimento material. Entretanto, es necesario distinguir los efectos de uno y de otro.
Cuando alguien se sirve del alimento material, este es transformado por quien lo ingiere y se torna parte integrante del cuerpo de quien lo recibió. Como dice el dictado popular: «el hombre es aquello que come»… Así, por ejemplo, si precisamos de vitamina C, buscamos una dieta adecuada, donde no pueden faltar naranja o acerola; o cuando tenemos necesidad de hierro, vamos a la búsqueda de alimentos ricos en ese elemento.
Efecto cristológico de la Eucaristía
Entretanto, cuando comulgamos el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, por Él ser infinitamente superior a nosotros, no somos nosotros los que lo asumimos, sino nosotros somos transformados por Él, llegando a tornarnos, de algún modo, en el Divino Alimento que recibimos. Al comulgar, podemos entender mejor la exclamación del Apóstol: «No soy yo quien vive, sino Cristo vive en mí» (Gal 2, 20).
¡Es ese el primer efecto que en nosotros produce la Sagrada Comunión, el efecto cristológico, el cual tal vez sea el que toque más a fondo nuestra sensibilidad, pues, por ese medio, Jesús asume la carne de quien recibe la suya! «Soy el pan de los fuertes; crece y me comerás. No me transformarás en ti como al alimento de tu carne, sino te mudarás en Mí», enseña San Agustín. Y San Cirilo de Jerusalén asevera: «Os tornasteis con-corpóreos y con-sanguíneos con Cristo».5 Esa es, sin duda, la unión más entrañada que los cristianos pueden tener con Nuestro Señor.
Mediante Cristo, nos unimos entre nosotros
El segundo efecto de la Sagrada Comunión en el alma del comulgante es el eclesiológico: la Eucaristía fortalece los vínculos de unión entre aquellos que son hermanos en Cristo. Ella es «señal de unidad». La propia materia del Sacramento – pan y vino – sirvió de inspiración a los Padres de la Iglesia para llegar a esta conclusión: del mismo modo que el pan está compuesto por muchos granos de trigo y el vino, por muchas bayas de uva, así también los cristianos, aunque siendo muchos y diferentes, forman parte de un solo Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia Católica.
El P. Antônio Vieira, sirviéndose del pasaje del Evangelio que dice «quien come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece en Mí y Yo en él» (Jn 6, 57), comenta: «Si la unión [con Cristo] fuera una sola, bastaba decir: in me manet [permanece en Mí] o ego in illo [Yo en él]; pero dice in me manet, et ego in illo, duplicadamente, para significar las dos uniones que obra aquel misterio: una unión inmediata, con que nos unimos a Cristo, y otra unión mediata, con que, mediante Cristo, nos unimos entre nosotros».
Así, cuando recibimos la Sagrada Comunión, con las debidas disposiciones de alma, nos unimos, en Cristo y la Iglesia, a todos aquellos que dignamente reciben el Santísimo Sacramento, aunque estemos físicamente distantes, pues la vida de la gracia nos hace ramas de la misma vid (cf. Jn 15, 5) y miembros del mismo Cuerpo, según las palabras del Apóstol: «¿El cáliz de la bendición, que bendecimos, no es comunión con la Sangre de Cristo? ¿Y el pan que partimos no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque hay un solo pan, nosotros, aunque muchos, somos un solo Cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (I Cor 10, 17).
Ella es prenda de la vida eterna
La Eucaristía es, pues, «sacramento de piedad, señal de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en que se recibe Cristo, el alma se llena de gracia y nos es concedida la garantía de la gloria futura». Es este el tercer efecto que la Comunión produce en nosotros, llamado escatológico, porque dice respecto a los últimos acontecimientos del hombre: muerte, juicio, salvación o condenación eternas.
Prenda es la entrega de un objeto como garantía de cumplir cierta promesa hecha a alguien. Por ejemplo, cuando se quiere determinado préstamo del banco, se puede prendar una joya. Después de evaluada la pieza, se recibe determinada cantidad, y la institución financiera retiene el objeto de valor, en señal de garantía de que se pagará el préstamo.
Ahora, la afirmación de que la Eucaristía es «prenda de vida eterna» envuelve un significado esperanzador: todas las veces que comulgamos, en las debidas condiciones, recibimos la prenda de pasar por el juicio divino y alcanzar la vida eterna, respaldados por la afirmación del Divino Maestro: «Quien come mi Carne y bebe mi Sangre tiene la vida eterna; y Yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54). Pero, para tal, la muerte debe cogernos en las disposiciones de alma necesarias para estar aptos de recibir la Eucaristía, en ese momento último, aunque por deseo.
La Santa Iglesia siempre incentivó que, en peligro de muerte, los cristianos reciban la Sagrada Comunión. Sacramento que, in extremis, recibe el nombre de Viático. Era así que se llamaba el alimento reservado para un viaje largo, y de ahí deriva el nombre de esa Comunión última, administrada a quien parte definitivamente rumbo a la Patria Celeste.
El III Concilio de Cartago (397) prohibió la costumbre difundida entre algunos cristianos, de colocar una Hostia consagrada en la boca de los difuntos, antes de ser sepultados. Por medio de tal práctica, se creía que los fallecidos portarían la prenda de la salvación eterna.
Actitud, sin duda, reprobable e ingenua, pues se trataba de cadáveres desprovistos de alma. Entretanto, ella no deja de revelar cuanto los cristianos tenían presente, ya en aquel tiempo, el valioso efecto escatológico de la Comunión.
Papel de la Santísima Virgen
Delineados algunos trazos de la primera dimensión de la Eucaristía, dejemos las otras dos para artículos posteriores. Pero detengámonos, antes de concluir, en una referencia a Nuestra Señora, pues este augustísimo Sacramento es, de algún modo, «prolongamiento de la Encarnación». En la Última Cena, Jesús no podría haber dicho «esto es mi Cuerpo» o «este es el cáliz de mi Sangre», caso no hubiese recibido un cuerpo de las entrañas de la Virgen María. Concibiéndolo físicamente, Nuestra Señora preparó y, en algo, anticipó la Sagrada Comunión, tanto por haber contribuido con la realidad física del Hombre-Dios, cuanto por Él haber habitado el interior de su claustro virginal, durante nueve meses.
Así, sea nuestro «¡amén!», al recibir la Sagrada Comunión, también un prolongamiento de la fe de la Santísima Virgen, cuando respondió «hágase» al apelo del Ángel, por el cual le anunciaba que el propio Dios sería fruto bendito de su vientre.
Por el P. Alex Barbosa Brito, EP
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