Redacción (Sábado, 28-07-2018, Gaudium Press) Pedro, buen Pedro, amigo y vigilante por contrato -porque la seguridad es el negocio de hoy día- ha cuidado la cuadra de todo el barrio hace más de quince años y todos los niños lo conocen. En su caseta construida con aportes de los vecinos, Pedro tiene ropa, enseres, comida, linterna y un radio grande. No huele ahí muy bien, hay que aceptarlo. En una pequeña hornilla eléctrica caliente algunas veces una sopa. Su turno casi siempre va de seis a seis: desde la tarde a la mañana fría de la que habitualmente se queja. Pedro ha envejecido junto a los vecinos y él también ha visto envejecerlos uno a uno. A las señoras, cuando salen al supermercado, las saluda por el nombre respetuosamente. A las empleadas domésticas les pregunta por cosas de sus vidas. A las mascotas llevadas por sus dueños las consiente un momentito. A los niños apenas les arquea sus gruesas cejas ya canosas. De Pedro se habla tal cual vez en el barrio, porque Pedro tiene historia como cualquier cristiano en está américa española con su futuro hipotecado y violento, desde que las guerras liberales prometieron libertad, igualdad, fraternidad sin cumplirle todavía.
Prestó servicio militar y se quedó en la ciudad. Dejó el pequeño fundo de sus padres -bien pequeño, por cierto- donde aprendió a trabajar no solo en la huerta casera, recogiendo huevos y llevando desperdicios a los cerdos, sino también sacando a pastar a la orilla de la carretera las dos vacas con sus terneros y enjalmando el burro para traer el mercado los sábados. En algunas fincas vecinas trabajó como jornalero al igual que su papá y sus dos hermanos: la molienda en el trapiche vecino, recoger café, cortar fique, empacar naranjas y limones en tiempos de cosecha, echar azadón desyerbando sementeras y reparar las cercas. Pero cada día la vida más costosa y un patria falsificada reclamando sus servicios militares, lo fueron desarraigando poco a poco hasta resolverlo irse del terruño.
Y la gran ciudad lo esperaba con sus fauces abiertas para engullirlo completo de un solo bocado. Como nunca tuvo patrón fijo sino varios, aprendió a ser muy servicial, adulador y un poco manilargo. Hacía ya mucho tiempo atrás que la región se había quedado sin señor que la hiciera respetar de los políticos. Su mediano latifundio había sido parcelado, por causa de la reforma agraria que exigía la guerrilla a gobiernos populistas y demagógicos, elegidos cada cuatro años. Porque el dueño se fue quedando sin créditos, los insumos cada vez más caros, los productos importados invadían los supermercados, la inseguridad aumentaba, en la escuela rural los niños aprendían a odiar a propietarios, la envidia fue tomando cuenta del corazón de la gente, la radio y la Tv hicieron su trabajo, las jovencitas comenzaron a vestirse más ‘osadas’ y las borracheras de los jóvenes dejaron de ser pecado.
Los domingos la familia entera se iba a misa y aprovechaba sacar al fiado algunas cositas más que hicieron falta en el mercado sabatino. En el amplio recinto, trepaba la fe de ellos por las altas paredes que los antepasados elevaron cuando el señor obispo les enviaba párrocos santos. Después las cosas cambiaron mucho. Llegaron curas en jeans, monjas con el hábito más arriba del tobillo, cantos que parecían baladas románticas, nada de incienso, ni veladoras prendidas, la comunión en la mano, cada vez menos adoraciones al Santísimo, menos procesiones en las calles y menos confesiones porque ya casi nada es pecado. Pedro se fue volviendo tibio y poco a poco indiferente. Las cosas así y Pedro negoció la fe porque «solamente lo que es prosperidad es bendición».
En la ciudad encontró que no solamente hay iglesias, sino también unos lugares llamados centros de culto, donde la gente se reúne a oír un pastor iluminado, con biblia en mano, leyendo a gritos trechos de los libros sagrados y dándoles una interpretación que a Pedro le llegaba al sentimiento más que a la razón, lo llevaba a la añoranza, al recuerdo y al dolor de su lejana infancia en la región campesina que abandonó.
Ahora sigue siendo un ‘buen tipo’, pero se dice evangélico, no cree en la Virgen ni en el Santísimo Sacramento. Paga cumplidamente al pastor su diezmo y solo piensa en trabajar porque para él ni hay Cielo ni hay infierno, mucho menos purgatorio. La vida es solamente aquí en la tierra y nada más. Uno se muere y se acaba, dijo alguna vez a alguien. -Pero Jesús dijo que hay una Eternidad, le respondieron. ¡Eso es una interpretación! contestó muy seguro de sí. Bueno… ¡Es lo que nos dijo el pastor!, concluyó.
Un continente que en los años cincuenta contaba con cerca del 90 por ciento de católicos, hoy escasamente supera el cincuenta por ciento. Y pedro ya ni siquiera es de ese número. ¿Qué fue lo que pasó? Pregúntesele a algunos obispos. Y solamente a ellos, porque ni políticos ni economistas, ni mucho menos el pobre Pedro tienen la verdadera respuesta.
Por Antonio Borda
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