Redacción (Jueves, 02-08-2018, Gaudium Press) Luego de proclamar solemnemente las ocho Bienaventuranzas, Jesús se dirige sobre todo a los Apóstoles y discípulos, indicándoles las cualidades necesarias al cumplimiento de su misión. Los consejos del Divino Maestro se aplican también a todos los católicos.
Capacidad salífera
Dijo Jesús: «Vosotros sois la sal de la tierra. ¿Ahora, si la sal se torna sin sabor, con qué salaremos? Ella no servirá para más nada, sino para ser lanzada afuera y ser pisada por los hombres» (Mt 5, 13).
Los discípulos deberían actuar contra los errores doctrinarios y malas costumbres de aquella época. Dice el Padre Fillion (1843-1927) que «la tierra habitada era entonces, como nos enseña la Historia de esos tiempos, una masa en putrefacción».
¿Qué podemos afirmar respecto al mundo actual?
Escribe Mons. João Clá: «Satanás actúa de manera a apagar la llama de la fe en las almas, obteniendo como resultado un mundo paganizado, una sociedad inmersa en el caos, camino a la anarquía, donde la virtud se torna cada vez más rara y reina el pecado.»
Las personas desorientadas precisan de un apoyo moral que las ayuden a seguir el buen camino. Cada uno de nosotros, católicos, por la gracia divina recibe «una como que capacidad salífera para dar un nuevo sabor a la existencia y hacer bien a los otros».
Pero «si soy orgulloso, egoísta o vanidoso, si solamente me preocupo en llamar la atención sobre mí, significa que me convertí en una sal sin sabor que ya no sala más, y privo a los otros de mi amparo».
Y quien pierde la vida de la gracia y renuncia a ser la «sal de la tierra», solo servirá «para ser lanzado fuera y ser pisado por los hombres».
«Seremos luz en la medida en que nos santificamos»
El Divino Maestro agregó: «Vosotros sois la luz del mundo […] No se enciende una lámpara para colocarla debajo de una vasija, sino en el candelero, donde ella brilla para todos los que están en la casa. Así también brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y alaben a vuestro Padre que está en los Cielos» (Mt 5, 14-16).
Cuando el Niño Jesús fue presentado en el Templo, el Profeta Simeón profetizó que Él sería «luz para iluminar las naciones» (Lc 2, 32).
De hecho, el Redentor iluminó el mundo y dividió la Historia en dos partes: antes de Cristo (a.C.) y después de Cristo (d.C.). Él no es apenas «el centro, sino el ápice de la Historia».
El verdadero católico debe ser un imitador de Cristo. En este mundo donde reina el pecado y el sentido moral agoniza, «los discípulos de Jesús deben, con el auxilio de la gracia y el buen ejemplo, iluminar y orientar a las personas, ayudándolas a reavivar la distinción entre el bien y el mal, la verdad y el error, lo bello y lo feo, apuntando al fin último de la humanidad: la gloria de Dios y la salvación de las almas, que acarreará el gozo de la visión beatífica.
«Para que eso se concrete, la condición es ser desprendidos y admirativos de todo lo que en el universo es reflejo de las perfecciones divinas, de modo a siempre buscar ver al Creador en las criaturas. Así, nuestras cogitaciones y nuestras vías tendrán un brillo proveniente de la gracia. […]
«Y seremos luz en la medida en que nos santificamos, pues enseña la Escritura: «El ojo es la luz del cuerpo. Si tu ojo es sano, todo tu cuerpo será iluminado» (Mt 6, 22).
Debemos ser íntegros, rechazando el relativismo
«De este modo, nuestra diligencia, aplicación y celo en el cumplimiento de los Mandamientos servirá al prójimo de referencia, de orientación por el ejemplo, haciendo que él se beneficie de las gracias que recibimos. Así, seremos acogidos por Nuestro Señor, en el día del Juicio, con estas consoladoras palabras:
«En verdad Yo os declaro: ¡todas las veces que hicisteis esto a uno de estos mis hermanos más pequeños, fue a Mí mismo que lo hicisteis!» (Mt 25, 40).
Integridad
Entretanto, si vivo en pecado, «significa que apagué la luz de Dios en mi alma y ya no proporciono la iluminación que muchas personas necesitan para ver con claridad el camino a seguir. Y debo prepararme para oír la terrible condenación de Jesús: «En verdad Yo os declaro: todas las veces que dejasteis de hacer eso a uno de estos pequeños, fue a Mí que lo dejasteis de hacer» (Mt 25, 45).
«En último análisis, tanto la sal que no sala cuanto la luz que no ilumina son el fruto de la falta de integridad. El discípulo, para ser sal y para ser luz, debe ser un reflejo fiel de lo Absoluto, que es Dios, y, por tanto, nunca ceder al relativismo, viviendo en la incoherencia de ser llamado a representar la verdad y hacerlo de forma ambigua y vacilante.
«Procediendo de esta manera, nuestro testimonio de nada vale y nos tornamos sal que solo sirve ‘para ser lanzada fuera y ser pisada por los hombres’. Quien convence es el discípulo íntegro que refleja en su vida la luz traída por el Salvador de los hombres.»
Pidamos a Nuestra Señora que surjan y se multipliquen los apóstoles que van por todas partes, «ardiendo como fuegos, e iluminando como soles las tinieblas de este mundo».
Por Paulo Francisco Martos
(in «Noções de História Sagrada» – 158)
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