Redacción (Domingo, 12-08-2018, Gaudium Press) «Somos los sobrevivientes de un tiempo que pasó», supervivientes «de una explosión de innovaciones e ideas». Singulares frases surgen de las presentaciones («power point») que van recorriendo las redes sociales de numerosos países, sobre tiempos pasados. Al menos, dentro de tanta «basura» que llevan este tipo de publicaciones, acompañadas de fotos y música, algunas tienen su toque de seriedad y respeto, como aquellas que estimulan la nostalgia de tiempos que se fueron. De ellas podremos extraer muchas enseñanzas.
El mundo ha sufrido, desde la mitad del siglo pasado, grandes transformaciones. Progresos sí, aunque no todos nos han traído la felicidad tan deseada. Las personas mayores quedan impactadas del cambio de vida ocurrido, abarcando todos los aspectos de la vida del hombre.
Difícil es transmitir en letras lo que uno ve en estos «powers» pero, intentaremos. Recordando a las generaciones más jóvenes cómo sucedían las cosas, cómo era lo que nos rodeaba, no pocos quedarán sorprendidos, dirán: es mera imaginación. Pero fue una realidad que existió, la que muchos vivimos, la podemos contar como… «sobrevivientes».
Si nos volvemos a la década de 1950, los autos eran todos negros y, para cambiar de dirección en una esquina, la mano era la que ejercía la función de luz de giro; y es claro que no tenían GPS. Aún había muchos carros tirados a caballo. Pan, pescado, verduras, y otros alimentos, eran vendidos casa por casa. Otras comidas se vendían, en pulperías o almacenes, sueltas; las aves vivas las tenía que desplumar uno en casa.
¿Teléfonos? Pues pocas casas lo tenían, no los había públicos, había que ir a la central telefónica, era todo a cable, y preguntar – si era larga distancia – cuánta demora había. Celulares, computadores, internet, estaban en los pensamientos de los especialistas.
Sacar una foto era un ceremonial, todos quietos, una caja grande, una explosión de magnesio que ejercía el papel de flash. Comparen con la era digital que vivimos. La música era a través de la llamada «vitrola», para discos de pasta.
La televisión, en sus inicios, funcionaba apenas unas tres horas al día, en blanco y negro. Pocos tenían televisor en su casa. Nunca se oían malas palabras en radio o televisión. El cine, también en blanco y negro, comenzaba a aparecer en tecnicolor.
No teniendo electricidad todo lugar, ni el gas estar tan difundido como hoy, en la mayoría de las casas se cocinaba a leña o carbón. Por eso no había refrigeradoras y el vendedor de hielo recorría casa por casa, ofreciendo diariamente este precioso elemento conservador de los alimentos.
Los aviones eran a hélice y sólo viajaban en ellos los ricos. Pocos bancos habían, nadie se preocupaba por cambiar dinero, ni se imaginaba que pudiese existir una tarjeta de crédito.
La ropa se lavaba a mano, pues eran incipientes las lavadoras. Pesadas planchas alisaban la ropa, algunas calentadas al carbón.
Bien decía uno: «Éramos pobres, pero vivíamos dignamente».
¡Qué decir de las vestimentas! Los hombres de traje, corbata y sombrero hasta en los estadios de fútbol. Afeitarse era con brocha. La adolescencia era marcada por los pantalones largos, las llaves de la casa y el reloj. Las mujeres no usaban pantalones.
Los vecinos todos se conocían, se visitaban, y en las tardes la gente salía (aún se mantiene esto en algunos pueblos) a sentarse en la acera para conversar de lo que sea, con el de la casa de al lado o con quien pase. No se había inventado, como decía una escritora de otros tiempos, «el maleficio de la prisa».
Los remedios eran de aplicación casera: tópicos para la garganta, alcohol, ajo, etc. Nunca nadie se preocupaba por el colesterol o sus niveles de azúcar. Nadie iba al psicólogo. Y, medio jocosamente decía uno de estos «powers» que: «el médico te tocaba y te decía qué tenías. Ahora no te toca y no te dice lo que tienes, hasta después de ver la tomografía».
«…los mares no estaban contaminados…» Bahía de Guanabara, vista desde el Cristo Redentor, Brasil |
Más aún, comentan que, en esos tiempos los mares no estaban contaminados, ni se hablaba de la tala indiscriminada de árboles, menos aún de animales en extinción, o del agujero de ozono, pues, como dicen algunos: «no se había inventado».
Guarderías no existían, la madre estaba en casa cuidando de ellos. Cuando se era niño, hasta preadolescente, se andaba mucho en bicicleta sin freno ni casco, o en patines; caíamos, y con eso…aprendíamos a enfrentar problemas futuros.
Jugábamos a las canicas o a las damas; al inolvidable escondelero o a la mica, a la peregrina, con el yoyo, el capirucho o el trompo. En tiempos de viento, con las piscuchas.
Al colegio, se iba de gabacha blanca, limpísima y almidonada, usábamos la pluma y el tintero, el compás, sumábamos y restábamos con la cabeza pues no había calculadoras. Teníamos caligrafía y nos daban clases, a los ya mayorcitos, sobre buenas maneras y urbanidad. Si hasta nos incentivaban a la lectura.
Y, es más, ¡comíamos de todo! y no éramos obesos: tortillas, panes, galletas, cerdo, tocino, mantequilla, dulces de todo tipo, chocolate. Es que, estábamos siempre en movimiento, al aire libre, pues, no teníamos ni Playstation, Nintendo, iPod, celular ni computador, y menos aún, internet. Pero, teníamos, eso sí: ¡amigos!
«Somos sobrevivientes» de una inmensa transformación de ideas, de formas de actuar y de vivir, tenemos «apenas», 65 o 70 años.
Tiempos idos en que la palabra bastaba para cerrar un trato, que dejábamos las puertas de las casas sin llave, o la bicicleta estacionada sin cadena. Tiempos en que la sala principal de la casa tenía un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús y en que íbamos toda la familia a Misa los domingos.
¡Cuántos recuerdos para algunos!, ¡cuánta perplejidad de cambios para otros! ¡Cuánta sorpresa al conocer el ambiente que rodeaba a nuestros mayores!
No quedemos solo en reminiscencias que, algunos dirán, poco nos enseñan, reflexionemos. Los hechos cotidianos, por pequeños que sean, van influyendo. Pequeñas novedades, que en muchos casos nos encantan, nos alegran, ¡un avance! exclamarán algunos, porque nos han traído enormes e inapreciables ventajas. Pero tras esta metamorfosis sucedieron variaciones: en la forma de hablar, de vestir, de comportarse, del uso del tiempo libre y, principalmente, en el convivio familiar.
En una visión de conjunto vemos cómo ha repercutido en la sociedad entera. Un cambio profundo ha ocurrido, una inmensa transformación de ideas, de formas de vivir y actuar. Impalpable y penetrante, «abarca todos los dominios de la actividad del hombre; sutil, como si fuese una poderosa y temible radioactividad, todos sienten sus efectos, pero pocos sabrían decir su nombre y su esencia», en el decir de Plinio Corrêa de Oliveira. Mudanzas que nos han alejado de Dios, de nuestro prójimo, de – es fuerte decirlo – de nuestra propia identidad de hijos de Dios que somos. Saque cada uno sus conclusiones…
Por el P. Fernando Gioia, EP
(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica, 12 de agosto de 2018)
www.reflexionando.org
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