Redacción (Martes, 14-08-2018, Gaudium Press) Un pajarito en la encantadora floresta percibió la llegada de otro que parecía estar perdido: volaba muy corto posándose rápidamente, miraba a todas partes desconfiado. No se atrevía a subir hasta las ramas altas de los árboles y prefería desplazarse a pequeños saltos por tierra. Mientras el observador estaba listo para coger con el pico insecto, grano, gusanillo, pétalo de flor o cualquier cosa alimenticia que se le atravesara, el recién llegado no hacía caso de nada de eso y dejaba pasar la oportunidad de comerse algo. Pareciera no estar acostumbrado a nutrirse de esa manera.
– Esto sí que está bien raro, pareció pensar el pajarillo curioso. La indiferencia con la comida puede ser un síntoma de estar deprimido o al menos tenso y preocupado. Entonces resolvió intentar revolotear y acercársele. Al atolondrado le pareció que lo iban a agredir y voló un poco más largo a ras de tierra, pero sin intentar remontar hasta las ramas de los árboles. El otro lo siguió piando para darle confianza. Así, durante un buen rato, siguiéndolo y cantándole obtuvo que el forastero lo dejara acercarse.
– ¿Qué te sucede buen amigo, estás perdido? El otro no respondió y seguía mirando a todas partes. Sin embargo no se apartó del preguntón que cordialmente le repitió la pregunta.
– Acabo de salir de mi casa y no sé dónde estoy, respondió por fin el pajarito perdido. El afable y jovial pajarito del bosque le informó bien claro en qué lugar estaba y le dio la bienvenida.
– ¡No-no! Interrumpió el inmigrante. ¡Quiero regresar a casa ya mismo! Tras una correcta y muy respetuosa indagatoria el pajarillo del bosque terminó concluyendo que su nuevo amigo venía de la casa vecina, una mansión campestre muy lujosa y bonita con amplios jardines, donde habían varios pajarillos en una gran jaula dorada que trinaban todo el día, saltaban de un punto a otro dentro de ella, se columpiaban, comían lo que querían, pues nunca les faltaba alpiste, nabo, frutas, agua y migas de pan que la dueña les suministraba mientras les hablaba y preguntaba cándidamente en tono infantil cosas que ellos no entendían.
– ¡Quiero regresar a casa ya mismo! Insistió el pajarillo perdido como dándole una orden y exigiéndole al silvestre que lo condujera.
– Calma, calma, respondió este muy amablemente. Ya sé de dónde vienes y te conduciré cerca para que vuelvas a tu jaula dorada. Frecuento tu lugar y a veces atrapo algunas sobras que saltan cuando tú y tus compañeros picotean.
Diciendo y haciendo, la avecilla del bosque hizo un vuelo largo hasta una alta rama convidando al otro a seguirlo. Este tuvo miedo y gritó que no se atrevía a llegar hasta allá. Que no sabía cómo hacerlo. Que ignoraba si sus alas le sirvieran para semejante riesgo. El habitante del bosque le dijo que tampoco él se atrevía a conducirlo hasta la jaula volando tan bajo y dando saltitos por tierra, pues no estaba acostumbrado a hacer eso y sabía que para los pájaros es muy peligroso estar tan a mano de trampas, serpientes, gatos y otras alimañas rastreras. Que lo más natural era usar siempre las alas, volar alto y rápido. Además siempre se orientaba desde las alturas.
– ¡Debes intentarlo pues veo que tienes unas alas en perfecto estado y tu colorido plumaje está espléndido! Respondió un tanto extrañado el pajarillo del bosque. ¡Me pareces muy inseguro!, terminó diciendo. El otro seguía indeciso mirando a todas partes. ¡Ánimo! le pió el del bosque.
Entonces el habitante de la jaula flexionó sus patitas, dio un salto extendiendo sus alas lo más que pudo y llegó hasta la alta rama del árbol. ¡Lo logré! Exclamó encantado. El del bosque le dijo que tendrían que subir un poco más alto en el árbol hasta divisar el tejado de la casa y volar en esa dirección para posarse ahí. Ubicarían la jaula, descenderían cerca de ella e intentarían entrar.
Toda la operación resultó exitosa, volando alto y de un lado a otro feliz y maravillado con su descubrimiento, pero la jaula estaba cerrada… El del bosque le dio al otro la idea de que permaneciera allí piando y piando hasta que el ama lo cogiera y lo introdujera en la jaula.
– ¿Y tú te vas? Dijo el otro. Quédate aquí y te introducirán también en nuestra jaula dorada donde nunca nos falta comida muy bien seleccionada.
– No puedo, respondió el del bosque. Estoy acostumbrado a buscar mi comida, dormir vigilando, volar entre peligros, usar siempre el instinto y sobrevivir con su ayuda porque para eso me lo dio Dios hasta cuando Él decida otra cosa, y debo confiar en que me será siempre efectivo y seguro. En cierto modo yo también estoy en una jaula como tú, porque la libertad absoluta tampoco existe en el bosque. Pero mi vida es lucha y ya estoy acostumbrado a eso. Me moriría de tedio esperando siempre la llegada del nabo, las migas y el agua.
El otro respondió que estaba contento en su jaula. Había aprendido a compartir el alimento sin trifulcas y jugando, percibía la alegría un poco candorosa del ama que les hablaba, los niños se acercaban dichosos a verlos comer y saltar admirando los colores de las plumas, empollaban sin miedo a sus pichones y los veían crecer sin que los abandonaran, sabían que sus trinos llenaban de alegría los jardines y la casa. Que su lucha era evitar a todo costo la depresión y el tedio de la prosaica existencia de todos los días, y contemplar valorando lo que tenía en su entorno.
Los dos sonrieron y estuvieron de acuerdo en reconocer alegremente que la verdadera libertad tiene una finalidad y está es en el corazón y no afuera de uno mismo. ¡Tú misionero y yo contemplativo!, exclamó el de la jaula.
Y estallaron con tal ocurrencia en alegres trinos tan sonoros, que llegó el ama y el silvestre tuvo que partir pensando que sería maravilloso misionar contemplando y contemplar misionando.
Por Antonio Borda
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