Redacción (Jueves, 30-08-2018, Gaudium Press) Cinco florecitas, cinco princesitas de la pequeña burguesía francesa de provincia, con las que cualquier mundanal padre de familia hubiese ascendido socialmente, consiguiéndoles un buen matrimonio. Vivían holgada y cómodamente en una casa-quinta mimosa de una pequeña ciudad de la baja Normandía. Vida tranquila y silenciosa sin contaminación ni ruido de automotores. Incluso el medio de vivir de sus padres era un par de oficios en los límites de lo maravilloso: el padre era joyero reconocido y la madre tejedora propietaria de un taller del famoso encaje de Alençon, ambos con suficientes ingresos económicos.
Uno de los tíos de la familia subió socialmente hasta ubicarse en las cercanías de la pequeña nobleza y tener castillo propio en la región. Tal vez no lleguemos a saber con detalles los planes familiares que pudo haberse hecho con la belleza y la virtud de sus sobrinas, ni de la atención que sobre ella tenía enfocada algún sector de la sociedad de Lisieux. El medio social en el que crecieron hasta hacerse religiosas estaba densamente conformado por un espíritu de piedad reparadora por los excesos del liberalismo radical contra la Iglesia. Pero esto no era obstáculo para que pudieran ser candidatas a matrimonios santos y ventajosos para la familia.
En su autobiografía Santa Teresita describe una vida casi bucólica en el Lisieux de aquellos días. Calles apacibles, bosques silenciosos, perfumados y cuajados de trinos y mariposas. Por los caminos aledaños la gente campesina iba y regresaba de su vida diaria. Santa Teresita cuenta que su padre gustaba de la pesca y algunos días de primavera iban los dos a las orillas de arroyos cristalinos y mansos. Aunque cargaban con la pena de la viudez y la orfandad, todos en la familia supieron sobrellevar el dolor con espíritu enteramente católico: ningún reclamo, nada de auto-conmiseración, total aceptación de la adversidad como permitida por Dios para su mayor gloria.
La pregunta de algunos racionalistas del siglo XIX fue por qué Dios permite que se abata el dolor y la tragedia sobre personas tan buenas e inocentes, extremadamente cariñosas entre ellas. Por qué un mundo doméstico feliz y plácido con buen futuro es desarticulado de esa manera, arrastrando los protagonistas a situaciones tan penosas: la madre muere de un doloroso cáncer de seno dejando las hijas todavía muy jovencitas; Teresita entra en una crisis nerviosa varios meses que por poco la lleva a un hospital; la vida del Carmelo para ella fue más un Calvario que un Tabor; el padre se desequilibra mentalmente; Leonia, una de sus hermanas encuentra su vocación religiosa tras varias tropezones que preocuparon con mucha angustia a sus hermanas.
En fin, se dice incluso que de Teresita no se pudo guardar nada de sus prendas de religiosa por haber muerto tuberculosa y toda su ropa fue quemada. Enfermedad temible y penosa que en el caso de ella se revistió de sequedad o aridez espiritual de lo que no quiso hablar mucho, porque ella misma dijo que temía usar palabras que fueran interpretadas como blasfemas.
Visto esto con los ojos de este mundo, claro que aterra y se hace inexplicable para algunos, mucho más para gente de hoy día que busca a todo costo él éxito, el prestigio, los reconocimientos, la buena vida y la comodidad no solo para sí sino para los hijos, a los que por no permitirles unas gotas de sufrimiento les terminan tolerando todo para posicionarlos bien social y económicamente.
Hay de verdad situaciones en nuestra vida que parecen un total fracaso y derrota final. Se nos viene abajo un pequeño mundo que fuimos construyendo con la ilusión de disfrutarlo hasta el último minuto en esta tierra. Llega el dolor, la amargura, a veces la tragedia y el total desconcierto. Un torrente de catástrofes empuja la puerta y toma cuenta de todas nuestras pertenencias y comodidades para terminar sepultándonos sin que entendamos el por qué. Pero Dios sí que lo sabe y lo conoce perfectamente porque no permite sino los que nos conviene para la felicidad eterna.
Las cinco florecitas de Lisieux podrían haber sido cinco piadosas madres de familia, llenas de hijos bien educados y buenos, casadas con hombres responsables, maduros y amorosos. Los domingos misa sin falta. Rosario en familia todas las noches. Trabajo honrado y productivo. Reuniones familiares conmemorativas en cada fecha significativa para toda la familia. Navidades dichosas. Y después nietos, bautismos, matrimonios, pequeños problemas cotidianos a resolverse con paciencia y comprensión.
Familia grande y ejemplar capaz de influir en toda la ciudad y la región. Pero el rumbo fue otro y bien tortuoso. Y dio mucho más gloria a Dios, aunque alguien podría engañarse creyendo que se refugiaron en la vida religiosa y no probaron allí tragos bien amargos. Le bastaría leer con honesta atención «Historia de un alma» para comprender la tremenda equivocación. Alguna vez comprenderemos con gratitud cristiana que el sacrificio noblemente aceptado de esta familia, fue la garantía para que Dios permitiera cierto tipo de felicidad terrena familiar a otras de ese tiempo y del futuro, a fin de que dieran un buen ejemplo y elevaran el tono de la sociedad. Pero ¿lo hicieron?
Por Antonio Borda
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