Redacción (Viernes, 21-09-2018, Gaudium Press) Ni mamá, ni mucho menos papá entendían la pertinaz resolución del niño.
– Es una pataleta, debió pensar la abuela.
– Un capricho, entendería la tía política.
El asunto se complicaba porque sin importarle nada el pequeño se había subido a la carroza y estaba seriamente obstinado e intransigente. No gritaba pero tampoco deseaba salir del lugar porque quería quedarse con su mamá dentro de aquella carroza dorada tapizada por dentro con seda y terciopelo rojos. Esmaltada y con vidrios abombados que daban reflejos multicolores, donde alguna vez habían viajado un rey y una reina, como le había contado. La más sorprendida era su hermanita mayor, que miraba la carroza sin entender mucho por qué le había atraído tanto a él ese carruaje, que a ella apenas le despertó simple curiosidad femenina en el museo de Versalles. Entonces el niño, sacando de su bolsillo una moneda de plata que un tío le había regalado se la extendió a la mamá pidiendo que comprara el palacio cuyos jardines le habían transportado al Paraíso (1). Su buena madre entendió en el acto lo que realmente pasaba en la cabecita de su niño: estaba maravillado hacía rato, un estado de alma que los adultos frecuentemente no entienden y por pragmáticos estereotipos racionalistas o veces freudianos, no sacan tiempo para averiguar la razón.
Solamente la obediencia a la firme y seria orden de su padre para que saliera de la carroza y una especie de dulce lógica maternal haciendo valer la autoridad paterna, consiguió que el niño entendiera que aquella carroza estaba incompleta porque ella debía ser tirada por hermosos caballos y había pertenecido a unos reyes muy buenos que la habían usado para ir desde su palacio a sus lejanas propiedades a visitar a sus trabajadores, que los aguardaban cumplidamente con mucha alegría todos los fines de semana, con una deliciosa y suculenta comida y a la espera de los dulces y chocolates que siempre les llevaban a los hijitos de ellos. Probablemente el niño se interesó con la historia de unos reyes tan buenos y queridos por sus trabajadores.
-¿Y los caballos son blancos? Preguntó. Sí dijo mamá mientras ayuda a su hijo a bajarse de la carroza. -¿Los caballos llevan penachos de colores en la cabeza? Exactamente hijito, penachos de plumas de tres colores: rojo, azul y dorado. El niño preguntó si en las tierras de los reyes había castillo, lagos, cisnes y muchas flores en el jardín con mariposas.
Como la breve historia de los reyes pareciera que lo estaba uniendo al Cielo, el niño se fue interesando cada vez más por aquel lugar. La normal apetencia humana de lo sobrenatural y metafísico, lo fue llevando dócilmente de la mano de mamá a imaginar un lugar magnífico y perfecto en el que quisiera estar algún día.
En «El Principito» Antoine de Saint-Exupéry relata que el piloto aquel del cuento, impaciente porque ninguno de los corderitos que le dibujó al niño le gustaban, optó por dibujarle entonces una caja con agujeros y se la entregó diciéndole que el corderito estaba dentro de ella. El pequeño tomó el papel un tanto sorprendido, detalló bien el dibujo e hizo como que miraba a través de uno de los agujeritos dibujados: ¡Mira!, dijo el niño, está dormido.
El Doctor Plinio Corrêa de Oliveira siempre sostuvo y demostró la tesis de que la inocencia de los niños los mantiene en un mundo maravilloso, que está unido al Cielo como las estalactitas a las estalagmitas en razón de que el alma humana apetece de forma natural lo sobrenatural, ya que para eso fue creada por Dios Nuestro Señor (2). Sin embargo en este valle de lágrimas, hay un momento en la vida del niño en que esa conexión comienza a romperse de manera dramática y dolorosa necesitando un auxilio sobrenatural que generalmente está aclimatado es en el seno del propio hogar, frecuentemente en el amor materno.
A veces son las silentes decepciones con los adultos, las desilusiones con los hermanos y amiguitos, circunstancias tristes que tenemos que afrontar en esta vida, los prosaísmos del cuerpo, sorpresas que nos dan algunos comportamientos de animales, penas familiares que se avienen de repente y que necesitan ser explicadas por personas en las que realmente confiamos y a las que amamos como solamente los niños aman y creen (Mt 18, 3) Cuando no tenemos eso a mano, comienzan las travesuras cada vez más osadas, en la adolescencia despunta la atracción por la impureza y más adelante la juventud se hará rebelde, contestaría, agresiva, resentida y vulgar, concluye Dr. Plinio
Sin embargo por gracia de Dios, restos de esa inocencia primera pueden estar todavía en el alma como harapos del traje blanco del día del bautismo, destruido por los pecados pero que una confiada devoción interior, tierna, santa y sin mezquino interés a la Virgen María, restaura completamente y para siempre preparándonos para nuestro definitivo viaje sideral al Cielo.
Por Antonio Borda
(1) «El Don de la Sabiduría en la mente, vida y obra de PLINIO CORREA DE OLIVEIRA», Mons. Joao S.Clá Dias EP. Tomo I, pag. 73, Ed. Librería Editrice Vaticana, 2016.
(2) Plinio Correa de Oliveira, Conferencia 18-XI-1983, Sao Paulo-Brasil.
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