Redacción (Martes, 25-09-2018, Gaudium Press) El paganismo y la superstición hacían creer que en las cascadas, en los ríos y en los lagos, incluso en el mar, vivían dioses. Era el fantaseo despistado de los pueblos antiguos antes de la Redención. Y perturbados por la fuerza maligna del pecado original, semejante creencia los llevó a sacrificios humanos para ofrecérselos a esas monstruosas deidades, siempre insatisfechas y que se enojaban fácilmente por cualquier debilidad del hombre.
La verdad es que sin ser dioses o seres míticos los ríos con sus cascadas naturales son realmente criaturas de Dios que tienen un origen y una finalidad concreta para glorificarlo a Él y servirle al hombre. Analizados con ojos católicos los ríos son como un organismo sobre el lomo de los cuales la humanidad ha escrito historia y literatura admirable y maravillosa.
Visto de cerca y observado con cuidado, cada río pareciera que tuviese una personalidad propia e intransferible. La fuerza de su corriente, el limo que arrastra, los peces que lo habitan, los obstáculos que vence, los quiebres y requiebres que hace buscando el mar, el paisaje que configura, las orillas que lo enmarcan, la fauna y flora que vive de él, el murmullo de su paso, constituyen un lenguaje que frecuentemente la soberbia humana de algunos megaproyectos hidroeléctricos -brutales cascadas artificiales- no deja apreciar con claridad a tanto ingeniero de casco y botas impermeables, que también a veces los hace impermeables a lo maravilloso.
Es el peso descomunal del interés pecuniario que hoy tiene a tanto país super-industrializado al borde del colapso.
Con la manía de tratar a toda la naturaleza igualitariamente como si un río en el trópico fuera lo mismo que en el hemisferio norte o sur; como si su recorrido de Este a Oeste o de Norte a Sur fuera exactamente lo mismo en toda la esfera terrestre, hoy día -no sin razón aunque con otros intereses- se acusa a muchos gobiernos del mundo de estar causando un auténtico desastre con la construcción de tantas hidroeléctricas descomunales, que terminan alterando la mansedumbre y el curso tranquilo de algún caudaloso río que Dios nos dio, sobre todo para trascender a Él, glorificarlo, admirarlo y amarlo cada vez más con gratitud por ese regalo.
En la vieja Europa de la Edad Media los ríos se aprovechaban para hacer rotar molinos de trigo, cantarinas norias, construir pequeños embalses sin impedir que siguieran llevando su curso de agua al mar que los espera a todos como un buen y acogedor padre de familia. Por el río se navegaba tranquilamente con cargas a veces bien pesadas, pero que él como que ayudaba a trasportar sin protestas. La experiencia del oficio del barquero fluvial era admirada y respetada, además legendaria. Se viajaba de puerto en puerto fluvial sin afanes ni premuras de ninguna especie. A veces las aguas resultaban medicinales y reconstructivas para la salud. Pero sobre todo ellas siguen trasmitiendo todavía tanta paz y calma al contemplarlas fluir y fluir pacíficamente, que ya no más esto es un buen remedio para un alma agitada y llena de preocupaciones que enferman.
Detenerse a la orilla de un gran río a calcularle solamente la cantidad de kilovatios que produciría su caudal puede ser hasta un pecado. Un vicio de almas deformadas por el simple afán de lucro. Almas seguramente llamadas a remontarse a lo más maravilloso de la creación, pero que por alguna infidelidad atávica mataron o deformaron esa cualidad con que Dios las adornó al momento de su creación.
Un río es, primero que todo, estética y prodigalidad. A veces es muy serio y exigente. Otras, parece juguetón y atrevido. O corre alegre o pensativo. No quisiera él que nadie detuviese su devenir histórico y si lo observamos detenidamente, podemos incluso recibir la gracia de entender el ángel que Dios le puso para regirlo. A las orillas de ellos cuánta poesía, cuánta pintura y cuánta inocencia infantil deleitándose con simplemente mirarlo correr. Inmerso en un río Jesús se hizo bautizar y basta eso para entender que el agua de los ríos ya está ungida por la presencia física de su propio creador, porque esa agua Dios la hizo primero que todo para el bautismo de sus amados hijos, y ella es algo así como el hilo conductor del Divino Espíritu Santo.
Por Antonio Borda
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