Redacción (Jueves, 27-09-2018, Gaudium Press) Una manada de búfalos negros y relucientes pasta muy contenta meneando sus colas en la inmensa llanura pajiza bajo un sol canicular. A menos de trecientos metros cinco leonas ámbar acechan detenidamente sin perder movimiento. Dos están totalmente agazapadas y se arrastran cuidadosamente por momentos procurando acercarse sin ser detectadas. Las otras tres sentadas, vigilan quietas desde más lejos, prontas a dar apoyo en su momento porque ya se le tiene puesto el ojo a una lerda búfala recién parida que come despreocupada y le da sombra su pequeño crío. Bien más atrás del sitio donde están las leonas cazadoras, los dos machos protectores, corpulentos y fieros, esperan echados y tranquilos el resultado de la cacería para lanzarse sobre la presa y espantar a dentelladas y zarpazos a las hembras, que solamente disfrutarán del banquete cuando estos se hayan llevado su correspondiente parte. Con el oído atento, los ojos entrecerrados y el olfato dilatado al máximo, aguardan sin inmutarse para nada el resultado del que están casi seguros.
Indecisas al principio entre el crío y la madre, las leonas comienzan una vertiginosa carrera de persecución y encierro en medio de la cual el pequeño búfalo alcanza a perderse entre su manada, pero la hembra es brutalmente prensada entre los colmillos y las garras de las dos cazadoras que bien pronto tienen a su lado el apoyo de las tres restantes.
La lucha comienza porque la presa no quiere dejarse derrumbar y cabecea, patea, muge y se sacude mientras de lejos la negra manada se reúne para observar la bestial escena, cruel y sanguinaria entre una polvareda que se levanta y la envuelve en una nube color de arena. A lo lejos ya los dos leones machos se han erguido esperando el derribo. La búfala comienza a tambalearse agotada por el esfuerzo, el sol y el peso de una de las leonas sobre su lomo herido. Todo parece llegar a su final macabro inevitable porque es la ley de la selva.
Sin embargo, repentinamente, la manada de búfalos liderada por el macho más fuerte y resuelto comienza a avanzar junta en dirección al sitio del combate, como una carga de caballería cerrada entre la cual relumbran los cuernos como alfanjes de plata. El retumbar de sus pezuñas gruesas es como el sonido de tambores de guerra que ordenan la pesada ofensiva resuelta y a toda velocidad. Los dos leones machos entienden que es también su momento de entrar en batalla y menean inquietos sus colas mientras avanzan lentamente con la testa levantada tratando de ubicar al jefe de la manada de los búfalos. Es el papel de ellos en el momento más dramático y complicado de la refriega. Al verlos venir al trote la «bufalada» entera desacelera el paso dudosa. Sin embargo el primer objetivo es espantar las leonas cuanto antes y esto lo logran aunque dos de ellas se resisten y se lanzan a enfrentar el poderoso embate cayendo ensartadas y siendo izadas varias veces entre la cornamenta de los búfalos más fuertes, recibiendo heridas profundas y mortales que después les pasarán la cuenta de cobro bajo un árbol seco de donde ya nunca más se levantarán.
La búfala tambaleante y lacerada se integra rápidamente a la manada pero la acometida decisiva está al parecer apenas por comenzar cuando los dos felinos machos se lancen resueltos y feroces contra el gran jefe de la manada negra al que ya identificaron con precisión. Este presiente el ataque y vuelve grupas sin vacilar un instante, pues el instinto le dice que el manotazo, la mordida, la fuerza, la agilidad y las mandíbulas del rey de la selva son algo descomunal. La manada toda le sigue y se aleja velozmente sin que los leones puedan alcanzarla porque es notorio que el pique veloz que los caracteriza se les agota en par minutos dejándolos extenuados.
Lo que parecía iba a ser un combate fenomenal termina en un prudente toque de retirada y el corpulento batallón sale disparado pero triunfante.
En la puerta del horno se les quema el pan a los felinos y lo que es peor, dos de sus mejores cazadoras, las más aguerridas y combativas, agonizan echadas con la boca abierta y desocupándose entre un charco de sangre a chorros rojos y calientes sin preocupar para nada al resto de la manada. Las cornadas de los búfalos de África son precisas e imposibles de esquivar. Son un puñal curvo y tortuoso que esconde en su adornado movimiento, la fuerza y el acierto de una defensa que pareciera racional e inteligente, pero que es el resultado apenas del instinto que Dios puso en esos animales salvajes.
O ¿será que alguien puede creer que es un comportamiento aprendido en alguna parte? La naturaleza tiene leyes que una inteligencia superior estableció y codificó perfectamente y ante las cuales no nos cabe sino maravillarnos y trascender a lo infinito. El instinto los rige a todos y los hombres contemplamos la grandeza del Creador de todo para decirle Te Deum laudamus te Domine, creador de búfalos y leones, de espectáculos naturales que nos dan lecciones, y sobre todos nos conducen a admirarte con amor agradecido.
Por Antonio Borda
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