Redacción (Miércoles, 17-10-2018, Gaudium Press) El raciocinio que justifica el título lo creemos simple y claro: es que la razón de fondo de tanto atentado contra la vida no es otra cosa que las malas tendencias que habitan en el corazón humano, que la Iglesia enseña son consecuencias del pecado original. Y estas malas tendencias solo se contienen con la acción de la gracia.
Bello e inocente era Abel, y ciertamente muy bondadoso y caritativo con Esaú. Pero Esaú sintió envidia y no la contuvo, una envidia que lo llevó a matarlo sin ninguna otra justificación que las riendas sueltas que dio a su pecado original. Pecado original del que todos somos partícipes, salvo la Virgen bendita, San José.
Es meritoria la labor que numerosas asociaciones hacen mostrando por doquier que en el niño por nacer existe vida humana. Pero incluso esa constatación no será óbice para que muchos acepten y promocionen la práctica del aborto, pues este no es sino la consecuencia del desenfreno de las pasiones: mientras no se sujeten esas pasiones, con la gracia de Dios, ellas seguirán produciendo abortos y todo tipo de crímenes, incluso los más atroces.
Es esencial que la legislación proteja el derecho a la vida, el de todos y que castigue su trasgresión. Es claro que la reafirmación de la dignidad de la vida humana, incluso la del naciente, es muy importante para dejar claro en las mentes que el aborto deliberado no es otra cosa sino un crimen. Pero insistimos: a muchos esto no les importará, pues el torrente impetuoso de las malas tendencias es peor que el de un dique destrozado, arrastra todo a su paso, todo derecho, toda dignidad.
Al ver esa maldad y esa debilidad del hombre en la práctica de la Ley eterna, maldad que había tomado cuenta del mundo, Dios decidió crear su Iglesia, la mayor fuente de la gracia, con sus sacramentos, sacramentales, su liturgia que mueve a la oración, etc. En este sentido, el fundamento de la lucha pro-Vida tiene que anclarse en la piedad y la fe, nutrirse de la fuente de la gracia que es la Iglesia.
Los atentados contra la vida, naciente, madura o en su ocaso, en cierto sentido son el camino fácil, el del dejarse llevar. Es más «fácil» matar a un niño que criarlo. Es más «fácil» eliminar un anciano que proporcionarle el cuidado que merece. Era más «fácil» matar a Abel que reformar el espíritu dañado que envidiaba, y cambiarlo por un espíritu admirativo. La muerte normalmente es más «fácil».
Para que los corazones no se pudran siguiendo el camino fácil, el de las malas tendencias, tenemos que recurrir a la gracia de Dios. Sin ello, la lucha – a más largo o corto plazo – está perdida.
Por Carlos Castro
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