Redacción (Martes, 23-10-2018, Gaudium Press) El recorrido esbozado en el título es indefectible, no falla. Intentemos mostrar el proceso en ‘cámara lenta’.
No existe una «tercera vía», o se camina hacia Dios o se camina hacia el infierno. Claramente lo expresa San Agustín:
Dos amores fundaron dos ciudades, es a saber: la terrena el amor propio hasta llegar a menospreciar a Dios, la celestial el amor a Dios hasta llegar al desprecio del sí propio. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca el honor y la gloria de los hombres, y la otra estima por suma gloria a Dios, testigo de su conciencia; aquélla, estribando en su vanagloria, ensalza su cabeza (Ps. 3,4). 1
Mejor definido no puede ser aquello que llamamos «naturalismo»: Es un desprecio de Dios, de alguien que busca la gloria en sí y no en Dios. Dios, su gracia, la guía que nos viene de su Palabra, pero particularmente la necesidad de la oración, la necesidad que tenemos de su ayuda para llegar a nuestra meta, para cumplir la Ley eterna, la necesidad que tenemos de los sacramentos, de la liturgia, todo eso es despreciado.
Moisés recibe las Tablas de la Ley – Nicolás Prévost |
Naturalismo es pues sólo confiar en las fuerzas naturales de nuestras débiles almas, normalmente creyendo que tenemos un poder que por cierto no tenemos. Puro y destilado orgullo, ni más ni menos.
Pero resulta que la doctrina católica también nos señala que nadie puede practicar de manera estable el conjunto de los mandamientos sin la ayuda de la gracia, sin el concurso de ese auxilio especial de Dios llamado gracia. Es decir el naturalismo no funciona para el cumplimiento de la ley de Dios. Y es ahí cuando el hombre busca la «salida fácil», el camino que halaga su orgullo, y es el de querer cambiar los mandamientos o ‘reinterpretarlos’, o simplemente desconocerlos.
Normalmente ese camino decadente se apoya en las máximas del mundo, en el «mundanismo». El mundo, como es orgulloso y no recurre a Dios, no puede cumplir las leyes de Dios. Y sostiene un conjunto de doctrinas para justificar ese incumplimiento: No es posible, no es tan así, no exagere, mire que eso no había sido bien interpretado, etc.
Apoyado pues en las máximas del mundo, o en algunas de su propia cosecha, el naturalista-orgulloso-mundano tiene dos caminos delante de sí: o renuncia por completo a la fe católica y al derecho natural, y desconoce la existencia de los mandamientos, o busca tergiversar los mandamientos y la doctrina moral.
Algunos hacen lo primero, sin mayor miramiento. Pero en ambientes donde la religión tiene mucho arraigo, queda demasiado «feo» romper tan de frente con la religión, y acceden a esa vía siniestra que es la deformación de la ley de Dios.
Entretanto, ahí está el dictamen divino, eterno: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24, 35). O más radical aún: «No añadan ni quiten nada de lo que yo les ordeno. Observen los mandamientos del Señor, su Dios, tal como yo se los prescribo» (Dt 4, 2). El mundano-naturalista querrá tergiversar, pero ahí estará siempre la conciencia y la propia Palabra de Dios para denunciar la tergiversación.
Pero bien, mientras estemos en la Tierra, siempre hay esperanza.
Si somos naturalistas, primero reconozcámonos como tales, que Dios siempre premia la humildad y la humildad comienza con la verdad. Y luego… pues San Agustín, ya nos señaló el camino: amar a Dios hasta el desprecio de sí, hasta la desconfianza en sí; buscar la honra de Dios, no la propia. Y claro, pedir incesantemente la ayuda de Dios. Y no querer auto-engañarnos, que es inútil, es tonto.
Por Saúl Castiblanco
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1 San Agustín, De Civ. Dei. 14, 28, col. 436.
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