sábado, 23 de noviembre de 2024
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De trajes, de encajes y de ultrajes

Redacción (Martes, 20-11-2018, Gaudium Press) La dignidad del hombre es muy grande.

Creado solo inferior a los ángeles según la expresión paulina (Cfr. Hb 2, 7), y rey de la creación (Cfr. Ídem), el ser humano fue además elevado desde sus orígenes al orden sobrenatural, pues Dios le dio esta participación de la vida divina para que en el cielo gozara junto a él de la gloria eterna.

Además, con la encarnación, Jesucristo dignificó aún más la estirpe humana en su conjunto, si es que esto fuese posible. Si Adán pecando trajo perjuicio a todos los hombres, Nuestro Señor Jesucristo uniendo su naturaleza divina a la naturaleza humana honró esta naturaleza con un título tan inmenso que como que completa la belleza del Orden de la Creación: la naturaleza humana -resumen de todos los órdenes- es tan capaz de dignidad, que hasta pudo ser ‘sede material’ del propio Hijo de Dios.

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Recordar siempre nuestra dignidad de hijos de Dios…

Estas consideraciones debemos tenerlas siempre muy presentes, como faro de nuestro actuar: ¡Oh grandeza en la que fuimos creados, oh grandeza a la que somos llamados! Tenerlas presentes también en la forma como nos mostramos ante los demás.

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El traje no es solo un elemento que usamos para suplir o paliar algunas necesidades físicas: es también una expresión de nuestro ser.

Como enseñaba el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, todo elemento material expresa, es portavoz de una realidad espiritual. Así como una tarde de un cielo colorido puede hablarnos de la exuberancia y la riqueza de un Dios infinito, un cielo gris nos puede hablar de tristeza, incluso de amargura de la Pasión, de las pequeñas o grandes pasiones de toda vida humana. Todo lleva un mensaje. Y también los trajes.

El vestido humano, pues, debe ser condicente con la conciencia de nuestra dignidad de hijos de Dios, y también debe manifestarla. No es que a todo momento debamos ir vestidos de gala, las galas son para las ocasiones especiales; pero sí, y cada uno de acuerdo a sus posibilidades, debe reflejar en su apariencia aquello que Dios quiso del hombre cuando nos creó.

Un día San Francisco convocó a uno de sus frailes para ir a predicar al pueblo. Efectivamente, salen de su casa, pero el Santo de Asís no musita palabra, y así, recorren la ciudad y sin parar y sin hablar, regresan al convento. El fraile sorprendido pregunta qué fue lo que se hizo, y Il Poverello le responde que la sola presencia, con su apariencia, valía por una evangelización.

Pues bien, esto ocurría con San Francisco y ocurre con todos: todos somos ‘parlantes ambulantes’, que cantan a los demás o la gloria de Dios, o -lamentablemente muchas veces- modulan los susurros sutiles y maléficos del demonio. Y esto último no sólo con la sórdida y frecuente inmodestia actual, sino a veces también con una simplicidad primaria cercana a un padronizamiento absoluto, fruto de la omnipresencia de una pseudo-cultura universal vehiculada por los grandes medios de comunicación.

Pidamos a Dios ser cada vez más instrumentos de su acción y reflejos fieles de Él, incluso también con la forma como nos presentamos ante los demás.

Por Saúl Castiblanco

 

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