Redacción (Viernes, 14-12-2018, Gaudium Press) Parece increíble que San Felipe Neri (1515-1595) hubiese llegado a los ochenta años de edad con el corazón crecido y dos costillas fracturadas por la presión. Cualquier médico lo habría desahuciado ni poderle dar paliativo alguno, especialmente si le hubiese examinado esa extraña y dolorosa protuberancia que se le formó en el pecho por causa del misterioso fenómeno. Pero vivió ochenta años y con una intensidad asombrosa. El santo al parecer también sufría mucho con su vesícula. Es de suponer dolores tremendos, malestares constantes, boca amarga, fatigas y otras molestias que bien podían ser casi a diario.
Pero su lucha cotidiana no era solamente con la salud y con los problemas que tenía que resolver en su apostolado acechado por enemigos especialmente en el propio clero romano. Su combate espiritual iba todavía más allá de arrastrar las miserias del cuerpo y la mala voluntad de la envidia. San Alfonso María Ligorio cuenta en unos de sus libros que un sacerdote acompañando un día a San Felipe por alguna calle de Roma en dirección a un hospital, le escuchó al santo una queja de la vida: estoy desesperando. ¡Padre! Le interpeló el otro, cómo dice eso. Padre mío, le respondió San Felipe, estoy desesperando de mí mismo pero confío siempre en Dios. Seguramente debía guerrear a diario con pensamientos inoportunos, temores infundados, desconfianzas, inseguridades y vacilaciones. Esos parásitos de la mente que a veces se vuelven obsesivos y sacarlos de la cabeza cuesta mucha oración y penitencia. Aparentes y sensibles abandonos de la Providencia Divina que torturan con interrogantes, hipótesis y conclusiones pavorosas.
Es la vía de la santidad. La lucha interior es la más terrible y dolorosa. El peor enemigo de Plinio Corrêa de Oliveira (1908-1995) es Plinio Corrêa de Oliveira, decía alguna vez este pensador católico brasileño. ¡No dejaré siempre de felicitarme por haber desconfiado tanto de Plinio Correa de Oliveira! dijo en otra ocasión. No soy hombre de exámenes de conciencia frecuentes sino una conciencia en permanente estado de examen, dijo también.
Al parecer -y lo afirman muchos autores de vida espiritual- esa lucha termina el día de la muerte. A San Felipe le tocó una tremenda en una Roma a punto de perder la Fe. Eran los tiempos de los Papas convertidos en poderosos jefes de Estado más dados a la política del momento que al cuidado espiritual de las almas. Obispos y Cardenales olvidaban la misa diaria pero banqueteaban varias veces a la semana. Eran hombres finos e inteligentes, paladares refinados y catadores eximios de vinos, por no hablar de otras debilidades. Si hubiesen seguido por ese camino Roma se habría convertido tal vez en una mundanal ciudad política e incluso militar de gran poder. Los Estados Pontificios posiblemente hubiesen llegado a ser una auténtica potencia en Europa y en el mundo que se estaba descubriendo en aquel tiempo. No sabemos qué caminos hubiese tomado el papado pero lo que se intuye repasando el apostolado de san Felipe, es que toda la vida espiritual de la ciudad estaba decayendo escandalosamente. Y el santo, que quiso hacerse misionero en lejanas tierras, resolvió valientemente hacerse misionero en Roma con una forma de apostolado tan novedosa como al del Oratorio, que fue calificada temerariamente de secta por algunos obispos.
La mayoría de las pequeñas iglesias de parroquias estaba casi en ruinas mantenidas con miserables limosnas por humildes sacerdotes con fe, pero sin poder e influencia ante la curia. La gente del común casi ya no frecuentaba la misa dominical y el desconocimiento de la doctrina entre niños y jóvenes era absoluto. Son los tiempos en que surge también San Ignacio de Loyola y Santa Teresa de Jesús, lucha espiritual encarnada en hombres y mujeres que no perdieron la fe como Lutero, Calvino y otros heresiarcas prestos a llevar cuenta estricta de falencias de las que ellos mismos eran conscientes promotores ocultos y taimados, manipuladores hipócritas queriendo pretextar la crisis para destruir la Iglesia y convertirla en una asamblea democrática republicana sin dogmas ni ceremonial.
Lejos estaban de imaginar siquiera que al Divina Providencia vela constantemente por su obra y en el momento menos esperado suscita el auxilio siempre apropiado para salvarla. San Felipe Neri fue eso precisamente en aquel momento terrible al precio una rutina heroica, que a pesar de las fatigas y malestares inenarrables, jamás perdió su buen humor y confianza en Dios sin dejar de vigilarse a sí mismo estrictamente.
Por Antonio Borda
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