lunes, 07 de abril de 2025
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Andrés Martínez, economista ‘caviar’, un día se despierta bajo una bóveda de cinco metros…

La visualización de lo que fue la pendiente que nos precipitó a estos abismos querrá ser novedosa…”

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Foto: Marie Bellando Mitjans / Unplash

Redacción (06/04/2025, Gaudium Press) Decir que el mundo está hecho un caos, que peligra más que pajarillo en licuadora, disgusta por lo evidente. Pero estas líneas no son para angustiarnos más la vida con este revoltijo moderno, sino para ver cómo se llegó a esto y para discurrir cómo se sale de él.

La visualización de lo que fue la pendiente que nos precipitó a estos abismos querrá ser novedosa.

Seguirá las pisadas del pensamiento del prof. Plinio Corrêa de Oliveira, en una perspectiva que creemos no solo innovadora sino la más profunda, no repitiendo puntos comunes incluso entre estudiosos, como por ejemplo que los problemas comenzaron cuando reinaron ciertas ideas, o cuando a ciertos filósofos se les ocurrió no sé qué locuras o escribieron tales o cuales libros. Ni siquiera le echará la culpa exclusiva de la actual anarquía a tal revolución o a algunos hechos de guerra, sino que apuntará a algo más profundo, ocurrido donde nace todo lo que trasciende al exterior del hombre: en los recovecos del alma humana, donde se anida la Revolución y la Contra Revolución más profunda, la que Plinio Corrêa de Oliveira llamó un día de ‘Revolución Tendencial’.

Leer también: No hace la Contra-Revolución total quien no sabe de Contra-Revolución tendencial

La premisa fundamental —en sentido contrario a lo que afirman muchos— es que la Revolución no se hace fundamentalmente con ideas. Ella se expresa en ideas y luego en hechos, pero la Revolución es sobre todo un contagio humano de apetencias internas desordenadas. Esa tesis buscará ser ilustrada con una historia.

***

Imaginemos a un socialista de esos de salón, ‘izquierdistas-caviar’ les dicen en varias partes. Su estilo es con frecuencia como lo pinta el cliché…

Gafas arredondadas, de marco pequeño de carey, cabello no corto —tampoco muy largo, solo lo justo— pelo en estilo ‘espontáneo’, es decir que lleva extrañando el peine varios días. Su ropa no propiamente de precio módico, pero evidentemente no formal, incluirá con frecuencia una que otra prenda en tejidos aborígenes, o que exhiba alguna figura de los venerados pueblos ‘originarios’.

Se les encuentra en cafés más literarios o bohemios de los centros de las ciudades, pero también pueden ser hallados en cafeterías chics de centros comerciales de gente pudiente, entonando con voz estridente y aguda sus loas a la ya ignota escuela de Frankfurt, maldiciones a un Trump que no se explican cómo volvió al poder, o sus simpatías veladas y a veces no tanto por el régimen cubano y satélites, del cual el bloqueo americano es el eterno enemigo y el culpable de todos los males.

Como similis simili gaudet (lo semejante se alegra con su semejante), a nuestro izquierdista-caviar se le encontrará en el café conversando con especímenes de su género, con quienes reciclará ideologías, y rumiará amores y odios, aromatizados tal vez por un café que puede venir empacado en vasos de Starbucks (sin perjuicio de la contradicción).

Pero cavilando fantasías, imaginemos que un alucinante día nuestro frankfurtiano-caviar, que había cerrado plácido sus socialistas ojos para el reposo nocturno, despierta y se depara con la sorpresa de encontrarse en un lugar muy diferente, bastante distinto en el que había despedido el día anterior…

El techo no es de ese blanco simple de dos metros y medio de altura, habitual en las colmenas-edificios hodiernos. Es alto, casi cinco metros, y tampoco es plano sino que tiene forma de bóveda. Colorido, está recubierto por listones de madera, artesonadas, formando figuras geómetricas de tonos muy diversos, muy vivos.

El golpe de vista lo hace levantarse de sopetón, algo que añade nueva sorpresa a su ya estupefacto espíritu, pues cuando está de pie se da cuenta que no porta el acostumbrado pijama de pantaloncitos cortos de algodón leve y figuras de corbatitas de colores, sino que lleva un camisón en forma de bata, de blanca lana que le llega a los tobillos. El recinto no es su habitación, de ventanales gigantes anti-ruido desde el que se observa la avenida concurrida, sino que tiene dos pequeños orificios en un costado, por el que pasa una tenue luz. Las paredes no tienen sus bodegones abstractos y el póster de Andy Warhol, sino que están cubiertas de lambris de fino cedro, del cual penden escudos de armas como esos que se usaban en otros tiempos; además hay una armadura como de dos metros en una esquina.

—Me he vuelto loco, se dice.

Entonces camina presuroso, y abre decidido y con esfuerzo la pesada puerta de madera con cerradura de bronce en forma de salamandra, cuando advierte a un joven paje que venía a su encuentro, quien le dice:

—Mi señor de Montoya, la reunión es en poco tiempo, y usted aún no se ha vestido…

—¿Qué…? No me llamo Montoya, mi apellido es Martínez…

—Señor, exclama el paje que parece acostumbrado a ciertas bromas de su amo, recuerde lo que están diciendo… el ministro ha tenido días harto difíciles con el carácter de su mujer, y no tolerará en paz que llegue usted tarde nuevamente. Es capaz de despedirlo y después mandarlo a azotar, como ya hizo con el secretario de la Espriella, recuerde vuestra señoría.

—¿Ministro qué?

—Parece que mi señor bebió anoche bastante del vino de la casa. Don Carlos de Ferraz y Mendieta, Tesorero Real de Aragón, y desde hace bastantes lunas intendente de finanzas y maestre racional de su Majestad Fernando II de Trastámara, rey de Aragón y pronto de Castilla, con la gracia de Dios.

En algo no se había equivocado ese mágico túnel del tiempo, que lo había llevado cinco siglos atrás hasta la corte de los reyes católicos: Andrés sí era economista. Pero el ducto misterioso no solo lo había transportado hacia una antigua era histórica, sino que también le había dado un nuevo apellido, pues ya no era Andrés Martínez Cajiao — magister en econometría, el hijo de Luisa y Carlos y profesor adjunto de la universidad de los jesuitas— sino que estaba convertido en Andrés de Montoya y Sotomayor, uno de los primeros secretarios del poderoso Conde de Ferraz.

Aún bajo el terrible shock, del que se repondría bastante tiempo después, el ahora secretario de Montoya se dejó cual sonámbulo conducir por el paje hasta el armario, donde este seleccionó el traje y los zapatos de hebilla de plata que le ayudó a calzar. Luego, viéndolo atontado, lo llevó del brazo hasta el pórtico del salón de piedra amarilla y bóvedas góticas, con su gigante mesa de roble que infundía respeto, sede del consejo del tesoro, donde ese día se discutiría un tema de vital trascendencia: cómo se iba a reunir los fondos para apoyar la reciente ‘locura’ de la Reina, que había dado oídos a un oscuro aventurero genovés de nombre Colón, quien supuestamente tenía la fórmula para abrir un nuevo camino hasta Cipango, navegando por el poniente.

—Montoya, Montoya, otra vez llegando tarde, le dice al aturdido el Conde de Ferraz. Como si no le estuviera pagando el reino mejor de lo que sus habilidades merecen. Pero todo os lo perdonaré, si me decís bajo que piedras o en qué minas encontraremos los doblones que pagarán ese viaje a los abismos de las antípodas. Serán 1.200.000 maravedíes, de los que no regresará ni una hebra de las velas de las carabelas…

Pasó casi una hora, en la que apenas el profesor Martínez puso cuidado a la animada discusión, mientras intentaba ubicarse en su nueva piel y buscaba entender qué diantres hacía en el magnífico salón medieval. Pero en cierto momento, y como por un acto reflejo de su cerebro económico, al nuevo señor de Montoya se le ocurrió sugerir un impuesto, desconocido en esos idos tiempos, una sobretasa a las ventas que realizaran las casas comerciales del recién subyugado reino de Andalucía, dominios que hipotéticamente serían los principales beneficiados por el comercio si se llegaba a las especias de las Indias por la ruta de Occidente. A los seguro furiosos comerciantes se les prometería que apenas establecido el comercio, les repondrían en contante y sonante el monto recaudado.

Al oír la idea, a todo el consejo del Tesoro lo invadió un cálido silencio, atónito y expectante, manto que fue roto por la exclamación del propio conde-ministro.

—Montoya, dígame ya cuál es el vino que su señoría está ingiriendo en las noches, porque despeja la mente, desemburrece la testuz y atrae las luces del fisco. Es la solución… a ese tributo lo llamaremos apropiadamente “Tasa para la expansión del Reino y el beneficio del comercio”. No se diga más; concluyamos la sesión, agradeciendo al Todopoderoso y a su Madre bendita, que parece que algo de grande saldrá de todo esto. Nos volvemos a reunir mañana, para diseño menudo de la tasa e ir definiendo los mecanismos de recolección. Y usted Montoya, prepárese para un buen almuerzo a mi cargo, en los jardines y con manteles de lino de Flandes, que yo mismo daré orden a las cocinas reales para que preparen la mejor pierna de jabalí, acompañada de finos aderezos. Hoy usted es el cid campeador. Vizconde de Ortíz, usted le hará los honores a Montoya y lo acompañará en el yantar con gentes de su séquito.

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—Pero… ¿qué hago yo ahora colaborando con la mayor expoliación habida en la Historia, el mal llamado ‘descubrimiento de América’, que no solo acabó con los derechos de los indígenas sino que los sometió al exterminio y a la imposición de una religión supersticiosa y a un régimen opresor?, se preguntaba para sus adentros el ‘secretario Montoya’, al tiempo que era llevado por la complaciente marea afuera del salón, donde nuevamente encontró la benévola sonrisa de Luis su paje, quien ya había sido informado que la estrella salvadora de la jornada había sido su señor.

—Luis, mintió el ‘secretario Andrés’, no sé qué me pasó con el vino anoche… que sí, tomé en demasía. Tuvo el efecto de un fuerte golpe en la cabeza, de esos que borran la memoria. Hagamos de cuenta que usted va a servir de guía a alguien que no conoce el castillo y deme el recorrido que le daría a ese hipotético visitante con todas las explicaciones pertinentes.

El paje, un tanto extrañado con el pedido, pero siempre amable con un señor de quien no tenía la menor queja, lo lleva primero al salón más noble del castillo, la Sala de los Grandes de España, donde podría contemplar la salida de la Reina Isabel con sus damas, rumbo al paseo matutino.

—No puedo creerlo. Conoceré en persona a la bruja que inició todo, la culpable de todo, se dijo.

Ya quedaban pocos lugares libres en la calle de honor que se había formado, espacio que el paje pronto ocupó con su expectante señor, cuando se abrió la puerta y apareció la Reina…

Andrés de Montoya, nunca imaginó que albergaría los sentimientos que lo invadieron…

La majestad de la soberana era natural, partía de su rostro, pero cubría todo su porte. No era una beldad, sino agradable, con notas de bondad, seriedad y de inocencia, que le daban la apariencia de intangible, de alguien solo para contemplar. No llevaba corona ni cetro, como la recordaba de un cuadro del museo, pero el velo de encaje que caía de su cabeza hacía las veces de aureola. Su traje largo de terciopelo rojo grana, hacía perfecta combinación con los ribetes dorados de las mangas y el cuello, y resaltaban aún más el dije dorado, combinación de concha y ancla, que portaba en su pecho. No era un traje de gala, pero sí las ropas de la primera dama de un gran reino.

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—Si algo no es, es una ‘bruja’, se dijo.

Su paso y el de sus damas era lento sin ser lerdo, saludando por su nombre a los más altos dignatarios, y diciendo a algunos palabras que parecían conmoverlos profundamente. Se detuvo especialmente junto al Duque de Medina-Sidonia, le reveló el paje, y también cruzó algunas palabras con el Conde de Ferraz. Todo su ser tembló, cuando en medio de esa conversación, el Tesorero dirigió su rostro hacia él, algo que fue secundado por la Reina.

Cuando pocos metros e instantes después Isabel la Católica pasó a su lado, y le inclinó levemente la cabeza, el secretario ‘de Montoya’ no pudo frenar de su ser la profunda reverencia con que rindió homenaje a la majestad, de la que hasta ayer consideraba uno de los personajes más nefastos que había producido la humanidad.

Pasado el encanto del paso de Isabel con sus damas, nuevos reproches interiores, tal vez más sensibles:

—Pero ¡qué es esto! Este no soy yo, yo no soy así, yo no pienso así. Siento en mi interior algo como una explosión de mi identidad. Dios mío, qué me está pasando. Pero si yo ni siquiera creo en Dios…

El resto de la historia, es fácil de imaginar.

Sin saber cómo hallar la fórmula para transitar de regreso el túnel del tiempo, de vuelta al smog de la avenida en frente a su apartamento, ni a sus cafés Starbucks literarios de exaltación de Saramago, ni a sus clases de alabanzas a Piketty, Andrés ya no Martínez sino Sotomayor fue poco a poco acostumbrándose a su nueva personalidad, a los trajes adamascados de su oficio secretarial, sin el cuál no tendría para comer, a su cuarto de lambris y de armadura con cota de malla, a los salones góticos de mesas de roble y sillas de roble con terciopelo… Un día incluso no pudo resistir más la presión, y acompañó al Conde Tesorero y a su séquito a una cacería por los bosques aledaños a palacio… él, el antiguo y firme ecologista sostenible, el venerador de Greta Thunberg y donante de Green Peace.

Una tarde incluso, fue de motu proprio a misa…

La moraleja es clara.

Es fácil, muy fácil, que el hombre se deje arrastrar por los tipos humanos en boga en cada época.

Es fácil querer parecerse, aunque sea de forma subconsciente, a un marino magnífico y católico como don Álvaro de Bazán, modelo del perfecto caballero, cuando su figura era nimbada de prestigio. Es muy fácil querer asemejarse a un Rey Sol, cuando su realeza brillaba en todo su esplendor. Es muy fácil querer imitar a un príncipe de Talleyrand, cuando su figura aristocrática, diplomática y venal estaba auroleada por el prestigio cenital. Es fácil querer ser un fútil dandi de ridículos zapatos de pato como el dandi Brummell, cuando este triunfaba en la corte inglesa, en los salones de la City y en la amistad de un Jorge IV. Es fácil querer parecerse a Andrew Carnegie, el famoso magnate del acero que hizo su fortuna antes de la segunda guerra, y querer ser un hombre que hace dinero como él. Y así podemos seguir, década por década, hasta los días de hoy, en que es fácil querer ser como el animalesco cantante gritón, con cero en el cerebro y mucho dinero, o como la actriz de prestigio de turno, que un día participará de la gala del Met, y mañana caminará por las calles de Manhattan en moda ‘talco’, tal como se levantó.

Es decir, quien es capaz de ‘crear’ y prestigiar un tipo humano, puede tener el poder de controlar la Historia.

Y ahora, en este desbarajuste de todo, ¿no será mejor pensar y admirar un nuevo tipo humano, ciudadano de la sociedad de Cristo, de la sociedad del Reino de María, y dejar de admirar esos tipos humanos horrorosos y rotativos, que hoy vigoran de forma artificial en el ágora pública?

Por lo menos dejemos de creer que somos lo que somos solo por nuestros deseos. Estamos influidos decisivamente por la sociedad. El problema es que esta sociedad está en proceso de autodestrucción; pero ya surgen las luces de esperanza…

Por Saúl Castiblanco

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