lunes, 28 de octubre de 2024
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¡Bartimeo y los ciegos de Dios!

El que ha perdido la vista, como el pobre Bartimeo, es digno de conmiseración…

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Foto: Gustavo Kralj

Redacción (27/10/2024 09:46, Gaudium Press) Según el relato de San Marcos, Jesús está en viaje hacia Jerusalén, dejando atrás Cesarea de Filipo, al norte de Galilea. Como nunca perdió un solo segundo ni oportunidad, aprovechará el viaje para instruir a sus discípulos, a fin de prepararlos para la gran misión que les corresponderá una vez fundada la Iglesia.

“En aquel tiempo, Jesús salió de Jericó junto con sus discípulos y una gran multitud. Bartimeo, el hijo de Timeo, ciego y mendigo, estaba sentado junto al camino. Cuando oyó que pasaba Jesús de Nazaret, comenzó a gritar: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!” (Mc 10,46-47)

Al iniciar la caminata, una gran multitud se une a los discípulos, siempre deseosa de presenciar otro milagro o de escuchar las maravillas que brotan de los labios del Maestro. El primer acto de este viaje es la curación de un ciego. San Mateo narra que el incidente les sucedió a dos ciegos (cf. Mt 20, 29-34), y no sólo a uno. San Marcos dice un nombre: Bartimeo, es decir, “hijo de Timeo”. Además, a diferencia de San Mateo, añade otro dato muy interesante: el compromiso del pueblo al animar al pobre ciego a acercarse a Jesús, inmediatamente después de oír su llamada. Además de su disposición, cuando se quitó la capa y saltó, tratando de acercarse al Maestro. Mateo, a su vez, afirma que la curación se produjo cuando Jesús tocó los ojos del ciego, y Lucas menciona una forma imperiosa utilizada por Él (cf. Lc 18,35-43). La combinación de las tres narrativas nos da una imagen detallada de lo sucedido.

Tomando la oportunidad de su vida

“Muchos lo regañaron para que se callara. Pero gritó aún más: “¡Hijo de David, ten misericordia de mí!” (Mc 10,49).

Estas escenas evangélicas casi nunca carecen de los aspectos coloridos característicos de Oriente. Las costumbres, marcadas por un temperamento alegre y nada retraído, se reflejan tanto en la actitud del ciego Bartimeo como en la reacción de la multitud ante sus gritos.

Sea como fuere, esta disputa entre los compañeros de Jesús y el ciego tiene un lado pintoresco, muy propio de una sociedad orgánica, en la que ni siquiera soñamos con un mundo dominado por las máquinas. En él, las relaciones humanas no sólo son intensas, sino que incluso constituyen la esencia de la vida cotidiana común. Todos quieren aprovechar la presencia de un Hombre insólito, desbordante de sabiduría y que bondadosamente multiplica los milagros allá donde va. La multitud no quiere perder la más mínima oportunidad de verlo y oírlo.

La delegación, al desplazarse, evita al máximo los obstáculos para captar todos los comentarios del Maestro, y los gritos de un ciego dificultan seguir el hilo de las exposiciones. Sin embargo, para Bartimeo era la única y exclusiva oportunidad de su vida. Por eso, mientras algunos lo regañan, él grita aún más fuerte.

Jesús se complace con la insistencia

“Entonces Jesús se detuvo y dijo: ‘Llámadlo’. Lo llamaron y le dijeron: ‘¡Ánimo, levántate, que Jesús te llama!’. El ciego tiró su manto, saltó y fue hacia Jesús” (Mc 10,49-50).

En cierto momento, el Salvador detiene la marcha y manda llamar al ciego. Según Mateo, Él se encarga de acercarlo. Con tales y tantos gritos, era claro que Cristo ya lo había escuchado, pero se alegró de esa insistencia. Esto es exactamente lo que nos sucede en nuestras oraciones. Dios quiere nuestra constancia.

La determinación de Jesús creó expectación en la multitud, y esta reacción psicológica transformó la acidez anterior en un compromiso de animar al ciego a estar lleno de coraje. Este hombre —como sólo les sucede a quienes pierden el sentido de la vista—, por instinto, discernió dónde estaba Aquel que tenía el poder de curarlo y, de un salto, se dirigió hacia Él, sin importarle su propio manto, arrojándolo aparte.

El mal de la ceguera espiritual

La ceguera, ya sea física o espiritual, es un mal indoloro. La primera es de origen involuntario, pero no ocurre lo mismo con la otra: entramos en ella por nuestra propia culpa, siempre que damos rienda suelta a nuestras pasiones, sin responder a las inspiraciones de la gracia y a las advertencias de nuestra conciencia. Alguien que ha perdido la vista, como nuestro pobre Bartimeo, es digno de conmiseración. Para él, todas las bellezas creadas por Dios no son más que oscuridad. Mucho más digno de compasión es aquel que sepultó su corazón en la oscuridad, rechazando la luz de Dios. Para este las verdades eternas no existen. El fuego inextinguible del infierno, las inimaginables glorias celestiales, la implacabilidad del juicio privado o del Juicio Final nunca pasan por su mente y por tanto no le impresionan. Podrá asistir a una ceremonia que representa la Pasión de Nuestro Señor, de un Dios que se encarna y muere en la Cruz para redimirnos, sin que se le ocurra ningún pensamiento piadoso de contrición, confianza o gratitud. Lo sobrenatural no le conmueve, pues no sería más que un invento humano sumergido en la oscuridad de su conciencia.

“¡Maestro, déjame ver!”

Si me analizo, con toda la honestidad de conciencia, ¿no encontraré en lo más profundo de mi alma alguna sombra, donde no llega la luz de lo sobrenatural, una que otra sombra donde no penetra la voz de Dios? Éste es el momento de imitar al pobre Bartimeo. El mismo Cristo continúa aquí, en los tabernáculos de las iglesias. ¿Por qué no aprovechar una oportunidad para acercarte a Él y pedirle un milagro? Debo temer a Jesús que pasa y no vuelve, y gritar sin cesar, porque Él escucha mejor los deseos ardientes…

Pureza de corazón

En última instancia, para no ser ciego a Dios es necesario ser puro de corazón. Una de las principales causas de ceguera en nuestros días es la impureza. Nuestro Señor dice en el Sermón de la Montaña: “¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!” (Mt 5,8). No se trata exclusivamente de la virtud de la castidad, sino mucho de la recta intención de nuestros deseos. Ambos se vuelven raros con cada nuevo día, en esta era de la progresiva ceguera de Dios…

Estas son algunas de las razones por las que la humanidad necesita acudir urgentemente a la Madre de Dios, presentando, a través de Ella, al Divino Redentor la misma petición que hizo Bartimeo: “¡Maestro, que pueda ver!”.

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Extraído de: CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2014, v. 4, p. 453-467.

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