Giaccomo Biffi era más que agudo, algo patente en sus memorias.
Redacción (27/01/2023 12:27, Gaudium Press) Cuantas veces Ratzinger apostrofó contra el “Concilio de los medios”, algo fácilmente asimilable a ese “espíritu del Concilio” que cierto progresismo acuñó para justificar una deriva de la Iglesia contraria a dos mil años de tradición.
Los adalides de ese “espíritu”, orgullosos arbitrarios de ser los verdaderos intérpretes del Vaticano II, al inicio no buscaban un choque frontal con la doctrina bi-milenaria (así es muchas veces la herejía, la más peligrosa, la camaleónica…), sino que lo que realizaban era un desequilibrio al destacar solo un aspecto de la verdad, o al proclamar medias verdades.
Hoy, ese “espíritu del Concilio” patentiza todas sus negras potencialidades, por ejemplo en el llamado Camino sinodal alemán, que algunos califican, incluyendo a Cardenales, no como hereje sino como apóstata.
Pero hubo mentes que percibieron el peligro.
En el año 2008 el Cardenal Giacommo Biffi, Arzobispo emérito de Bolonia y que fallecería en el 2015, publicó sus “Memorias y disgresiones de un italiano Cardenal”. Sobre esta obra el portal Fedeecultura.it haría luego una muy interesante reseña, titulada “Cardenal Giacomo Biffi. Reflexiones sobre algunos temas del Concilio – Algunas perplejidades de un Cardenal siempre listo”, en la que nos apoyamos para estas líneas.
Líneas que comienzan con la picante expresión del Cardenal extraída literalmente del libro: “Los concilios, sin embargo, siempre habían estado motivados por la necesidad de definir algún punto de fe y combatir alguna herejía: tareas que Juan XXIII descartó inmediatamente. (…) es singular que un amable y sabio ‘conservador’ como Roncalli estuviera destinado a ligar su nombre a una transformación bastante traumática del cristianismo, como la que entonces se produjo”.
Una alegría con algunos tintes no cristianos
Recuerda el Cardenal Biffi que el ánimo un tanto festivo del Concilio se regodeaba en reprobar a los “profetas de desventuras”, y que ya en el anuncio del Concilio, con la Constitución Humanae salutis de la Navidad de 1961, se hacía una ‘puya’ a esas “almas desconfiadas que no ven nada más que oscuridad cubriendo el rostro de la Tierra”. Igualmente en el discurso de apertura del Vaticano II, el 11 de octubre de 1962, se profería la severa ironía de los “profetas de desventura”, esos que anunciaban casi siempre desastres, algo parecido al “fin del mundo”.
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El purpurado, que era uno de los asistentes a la magna asamblea, constata que de hecho la gente no gusta de quien anuncia calamidades, “prefiere a quien promete tiempos solo felices”, pero que esas frases le causaron perplejidades, pues “en la Historia de la Revelación, anunciadores también de castigos y calamidades fueron, habitualmente, los verdaderos profetas, como por ejemplo Isaías (capítulo 24), Jeremías (capítulo 4), Ezequiel (capítulos 4-11). Jesús mismo, si se lee el capítulo 24 del Evangelio de Mateo, debería contarse entre los profetas de desventuras”. “A proclamar, normalmente, la inminencia de horas solo tranquilas y serenas, en la Biblia están más bien los falsos profetas (véase el capitulo 13 del libro de Ezequiel)”, constataba el Cardenal Biffi en su libro.
También hace el purpurado el análisis agudo de otro principio puesto muy en boga entonces y popular hasta hoy, el de “Es preciso mirar más aquello que nos une que aquello que nos divide”, que es sensato cuando “se trata de simple convivencia” o de decisiones de la cotidianidad.
Entre tanto, “se convierte en absurdo y desastroso en sus consecuencias si viene aplicado a la problemática religiosa y a las religiones”. “¡Ay si eso inspira nuestro comportamiento en el testimonio evangélico frente al mundo, nuestro empeño ecuménico e interreligioso, en los diálogos con los no creyentes! En virtud de este principio, Cristo podría convertirse en la primera y más ilustre víctima del diálogo con las religiones no cristianas”.
“El Señor Jesús dijo de sí mismo, y no obstante es una de sus palabras que nos inclinamos a censurar: ‘He venido a traer la división’ (Lc 12, 51: diamerismon). En lo que importa, la regla sólo puede ser esta: debemos mirar sobre todo a lo decisivo, a lo sustancial, a lo que es verdadero, nos divida o no”, puntualiza Biffi.
El error y el errante
Van otras distinciones del Cardenal Biffi (distinguir es pensar, decía Santo Tomás…) con relación al principio que hizo carrera y hoy es cuasi dogma de fe sin los debidos matices: “Es preciso distinguir entre el error y el errante”, o su versión más ‘teológica’ de “odiar el pecado, amar al pecador”.
“El principio es correcto – dice el Cardenal Biffi: el error no puede ser sino despreciado, odiado, combatido por los discípulos de Aquel que es la Verdad; al tiempo que el errante es siempre una imagen del Hijo de Dios encarnado y, por tanto, debe ser respetado, ayudado tanto como sea posible”.
Sin embargo, “es necesario también decir que la histórica sabiduría de la Iglesia no ha nunca reducido la condena del error a una pura e ineficaz abstracción. El pueblo cristiano debe ser advertido y defendido de aquel que de hecho siembra el error, sin que por eso se deje de buscar su verdadero bien y sin juzgar la responsabilidad subjetiva de ninguno, que sólo es conocida por Dios”, afirma el Cardenal, y concluye que fue esa también la “directiva precisa” de Jesucristo, quien dijo que “aquel que escandaliza con su comportamiento y con su doctrina y no se deja persuadir ni de las admoniciones personales, ni de la más solemne reprobación de la Iglesia, ‘sea para ti como un pagano y un publicano’ (cf. Mt 18,17)”.
Se explaya el purpurado sobre el “aggiornamento” mal entendido, que no fue “buscar la conformidad con el diseño del Padre”, sino configurarse con el “‘día’ (la historia temporal y mundana), cayendo así en la cronolatría”. Expresa su opinión de incomodidad con el concepto de un “concilio pastoral”, como si “los precedentes concilios no intentasen ser pastorales o no lo fueran lo suficiente”: “¿No tenía relevancia pastoral el poner claro que Jesús de Nazaret era Dios consubstancial con el Padre como fue definido a Nicea?”, ¿o la definición de la presencia eucarística de Trento, o las implicaciones del primado de Pedro del Concilio Vaticano I? Había una interpretación de la expresión ‘concilio pastoral’ – interpretación en la línea del “espíritu del Concilio” – que olvidaba que la mayor misericordia para la humanidad, de acuerdo a “la Revelación, es ¡la ‘misericordia de la verdad’!”
También atestigua el Cardenal Biffi su mala impresión con el silencio del Concilio Vaticano II acerca del comunismo, “el fenómeno histórico más imponente, más duradero, más desbordante del S. XX”, silencio incomprensible además habiendo producido ese sínodo un documento sobre “la Iglesia y el mundo contemporáneo”. Recuerda el entusiasmo con que fue saludada la Constitución Gaudium et Spes (Alegría y esperanza), aprobada un día antes de la clausura del Concilio, cuya historia posterior “ha ya demostrado que entonces su significado y su importancia había sido largamente sobreestimados y que no se entendía cuan profundamente ese ‘mundo’ que se quería ganar a Cristo, había penetrado en la Iglesia”. Una sobrevaloración que dejaba de lado las varias alusiones “negativas” al “mundo” “presentes en los libros inspirados”: “Todo el mundo yace bajo el poder del Maligno”, dice la Escritura.
El proceso, en cámara lenta
“Esa deriva históricamente del Vaticano II y de su magisterio”, fue algo como una “destilación fraudulenta”, que es retratada por el Cardenal Biffi en cámara lenta como siguiendo unos pasos establecidos: “1) La primera fase está en la lectura discriminatoria de los pasajes conciliares, que distingue (arbitrariamente) entre los aceptados y citables y aquellos de pasar en silencio; 2) en la segunda fase se reconoce como verdadera enseñanza del concilio no aquello efectivamente formulado (ndr. los textos del concilio como son realmente), sino aquello que la santa asamblea nos hubiera dado si no hubiera sido afligida por la presencia de muchos padres retrógrados e insensibles al “soplo del espíritu”; 3) con la tercera fase se llega a decir que la verdadera la doctrina del concilio no es la de hecho aprobada canónicamente, sino la que debería haber sido aprobada si los padres hubiesen sido más iluminados, más corajosos, más valientes”.
Es claro que ese método exegético no es explícito en la progresía rupturista, lo que no significa que no sea “implacablemente aplicado”: “quien se aventura aunque timidamente a disentir, es señalado con el sello infamante de ‘pre-conciliar’, cuando no se le clasifica con los tradicionalistas rebeldes o con los execrados fundamentalistas”, dice Biffi.
Es claro también que esa destilación de la progresía rupturista ha hecho carrera “progresivamente intoxicando el pueblo de Dios”.
Pero bien, ahora, contemplando lo que sin exageración podemos calificar como el caos reinante en la Iglesia, que incluye a casi episcopados enteros con fe en entredicho, llega la hora de los exámenes, de los balances, y, por qué no decirlo, de los ajustes de cuentas, todo en beneficio del más perjudicado con esa deriva, que sí, es el pueblo de Dios. “Salus animarum, suprema Ecclesiae lex”: “La ley suprema de la Iglesia es la salvación de las almas”. (Gaudium Press / Saúl Castiblanco)
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