La liturgia del domingo 28 del Tiempo Ordinario nos invita, por un lado, a meditar en las realidades celestiales, donde Dios tiene reservada una recompensa eterna para nosotros y, por otro, a considerar que estamos en este mundo temporalmente.
Redacción (16/10/2023, Gaudium Press) ¿Quién de nosotros, teniendo que hacer un viaje lejano a un lugar que tenemos muchas ganas de visitar, no lo prepararía con mucha antelación? Sería necesario analizar las condiciones climáticas para tener una idea de las provisiones a tomar; las condiciones del lugar de visita; dónde se alojaría, para poder calcular gastos, etc.
Esto, pues, no es más que una mera imagen del camino a la vida futura que tendrá el hombre en la eternidad. Sin embargo, hay muchos que, según un dicho popular, olvidan que “los ataúdes no tienen cajón y las mortajas no tienen bolsillos”…
Por eso viven como si no existiera la vida después de la muerte, olvidando las promesas de un terrible castigo destinado a los infieles, y el Cielo prometido a los justos.
¿Cómo será el cielo?
Ahora bien, ¿cómo será este Cielo prometido a los justos? La respuesta a esta pregunta no es nada sencilla. San Pablo, que por la notable gracia de Dios ascendió al tercer Cielo, asegura:
“Lo que Dios ha preparado para los que le aman es algo que ningún ojo ha visto, ningún oído ha oído, ningún corazón jamás ha imaginado” (1 Cor 2,9).
Sin embargo, Dios, siendo Padre, para darnos una idea vaga de lo que tendremos al final de la vida –si le somos fieles– utilizó figuras humanas para representar las realidades celestiales. Así, en la primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, se predice:
“El Señor dará un banquete de ricos manjares en este monte, servido con platos deliciosos y los mejores vinos. Él eliminará para siempre la muerte y enjugará las lágrimas de todos los rostros” (cf. Is 25,6-10).
¿Cómo entrar al cielo?
En el Evangelio de San Mateo, Nuestro Señor compara el Reino de los Cielos con la historia del rey que preparó el banquete de bodas de su hijo, y dos veces envió a sus sirvientes a llamar a los invitados, pero estos no escucharon el llamado, desoyendo la invitación. Finalmente el rey dijo:
“Ve a las encrucijadas de los caminos e invita a la fiesta a todos los que encuentres” (Mt 22,8-9).
En este comentario, nos centraremos sólo en aquellos que no atendieron el llamado. Es interesante notar que el rey no desistió cuando recibió la primera negativa, sino que renovó la invitación. Sin embargo, la reacción de los invitados fue aún peor que la primera vez, llegando incluso a “golpear a los empleados y matarlos” (cf. Mt 22,6).
Ahora bien, la humanidad actual, que vive asfixiada por tareas y preocupaciones pragmáticas, olvidando que nada de este mundo se llevará a la tumba, corre el riesgo cada vez mayor de decir no a Dios, ya sea en sí o golpeando y matando a sus “empleados”, es decir, los portavoces enviados por Dios para alertar al mundo sobre la situación en la que está entrando.
Los pastores de Fátima, a quienes Nuestra Señora se apareció en 1917, predijeron que si la humanidad no se volvía de todo corazón a Dios, ocurrirían guerras y catástrofes, y muchas naciones serían aniquiladas.
No faltaron los llamados del cielo. Los hombres, sin embargo, no parecen querer cambiar las cosas. Nuestra Señora, que es Madre y nos ama con un amor indescriptible, todavía tiene misericordia de nosotros y continúa orando a su Divino Hijo para que prorrogue un poco los castigos, para que Ella pueda salvar tantas almas como sea posible. ¡¿Pero hasta cuándo?!
Sin embargo, cuando comience la “fiesta de bodas”, las puertas estarán cerradas. Y si el rey, al entrar, encuentra a alguien que no lleva ropa adecuada, dirá:
“¡Ata los pies de este hombre y échalo a la oscuridad! Entonces será el llanto y el crujir de dientes. Porque muchos son los llamados, pero pocos los escogidos” (Mt 22,13-14).
Que Nuestra Señora abra nuestros corazones a su voz, para que, un día, podamos disfrutar junto a Ella de las alegrías celestiales.
Por Guillermo Maia
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