La liturgia de este vigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario destaca el valor de la corrección en la vida humana, como medio eficaz para conducir a las almas por el camino de la virtud.
Redacción (10/09/2023 09:05, Gaudium Press) En los tiempos permisivos que vivimos, a menudo pensamos, aunque sea de forma inconsciente, que la corrección es mala y, por tanto, debe evitarse para no causar vergüenza. Ahora bien, quien razona así se equivoca y, antes de “amar” a los demás, los está odiando.
La corrección, por el contrario, cuando se hace en el momento oportuno y por amor a Dios, puede ser beneficiosa para el corregido, siempre que la acepte con sincera humildad. Sin embargo, ¿quién es el responsable de corregir? ¿sólo las autoridades? Principalmente sí, pero no exclusivamente.
En la primera lectura, tomada de la profecía de Ezequiel, el Señor se dirige a los pastores de la siguiente manera:
“Si digo al impío que va a morir, y vosotros no le habláis, advirtiéndole de su propia conducta, el impío morirá por su propia culpa, pero yo os pediré cuentas de su muerte” (Ez 33, 8).
Este extracto bien puede aplicarse a todos aquellos que ejercen la autoridad: clérigos, superiores de un grupo de almas, padres de familia o cualquier otro superior. Éstos, al descuidar su papel de pastores, ahorrando la vara a sus ovejas, con el pretexto de no hacerles daño, antes de hacerles el bien, las conducen a valles y abismos.
Recuerden que, cuando se presenten ante Dios, el día de su muerte, tendrán que dar cuenta de cada uno de los que les han sido confiados como subordinados.
Como ya se mencionó, la corrección no sólo debe ser aplicada por las autoridades, sino por todos. En el Evangelio vemos cómo Nuestro Señor lo atestigua claramente:
“Si tu hermano peca contra ti, ve y corrígelo a solas contigo. Si te escucha, has ganado a tu hermano. Si no te escucha, lleva contigo una o dos personas más, para que todo el asunto se resuelva por la palabra de dos o tres testigos” (Mt 18,15-16).
Vemos cómo Nuestro Señor fomenta el papel de la corrección individual y luego, si es necesario, de la corrección ante otros testigos. ¿Por qué? Si al principio la persona corregida no reconoce su falta, tendrá otra oportunidad a través de otras personas que insisten en la misma idea, y pueda llegar a reconocerla.
Además, la humillación pública, si es bien recibida por el acusado, a pesar de causarle dolor al principio, será beneficiosa para aumentar la humildad y llenar su alma de paz.
Esto es lo que dice la Epístola a los Hebreos:
“En realidad, en el momento en que se hace, ninguna corrección parece traer alegría, pero sí dolor. Pero después produce frutos de paz y de justicia para los que en ella han sido ejercitados” (Heb 12,11).
No sólo es necesario que el corregido acepte bien la corrección, sino que el que corrige actúe en el momento oportuno, sin carga temperamental, y movido por la virtud de la caridad. A veces, esperar la ocasión adecuada lleva días, meses o incluso años.
Ahora bien, ¿con qué frecuencia somos condescendientes con las faltas de nuestros vecinos? ¿Cuántas veces nos resulta difícil decirles una palabra de reprimenda, por miedo a perder su amistad? Nuestro Señor nos invita, una vez más, a hacer nuestros sus criterios divinos, atendiendo a su voz:
“No cierres tu corazón, escucha hoy la voz de Dios” (Cf. Sal 94,7-8).
De hecho, según la liturgia de este domingo, alguien que nos devuelve al camino correcto, a través de la corrección, bien puede representar para nosotros la voz de Dios, haciendo que nuestro corazón esté atento a las palabras de Dios.
Por ello recordemos que:
“Los mandamientos: ‘no cometerás adulterio’, ‘no matarás’, ‘no robarás’, ‘no codiciarás’ y cualquier otro mandamiento se resumen en este: ‘amarás a tu prójimo como a ti mismo’. El amor no hace daño al prójimo” (Rom 13,9-10).
Pidamos, pues, por medio de Nuestra Señora, la gracia de no perder nunca la oportunidad de alertar a nuestros hermanos, y que no lo hagamos por amor propio, sino por amor a Dios. De esta manera estaremos amando sinceramente a nuestro prójimo; de lo contrario, lo odiamos…
Por Guillermo Maia
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