La esperanza del premio eterno es un valioso estímulo para llevar con cristiana resignación la cruz de cada día.
Redacción (21/08/2023 11:42, Gaudium Press) Como bien sabemos, el Cielo es herencia de los hijos de Dios. Para comprender más profundamente esta verdad, hagamos un contraste. Si consideramos cómo es el infierno, vemos allí la ausencia total de amor: allí nadie ama al prójimo, la gente vive en un delirio de odio entre sí, ya sea hacia los Bienaventurados del Cielo o hacia los que participan de la misma desgracia. Es el odio perpetuo, de todo y de todos. Al contrario, en el Cielo se vive eternamente en el amor. Y si el amor causa la felicidad, esa será la esencia del Cielo, resultante de la visión beatífica, porque es una necesidad de la inteligencia adherirse a la verdad y de la voluntad de amar el bien que está a su alcance. Tal aspiración de las facultades del alma será satisfecha en su plenitud en la posesión de la visión del propio Dios.
En el Cielo, donde no hay fraude, el Bien y la Verdad se encuentran en esencia y, por tanto, es imposible que el hombre deje de amar. De este modo, desde el momento en que el alma ve a Dios, en la visión beatífica, la inteligencia y la voluntad se adhieren inmediatamente a Él, de manera absoluta e irrevocable.
Fuimos creados para la felicidad, pero ¿cómo será?
Todos fuimos creados para Dios, y es a Él a quien anhelan nuestras almas. De nuestro poseerlo en el Cielo viene esta plenitud de gozo. ¿Por qué plenitud? Porque la intensidad y la duración de la alegría dependen de la calidad del objeto que se posee. Si es pequeño, el tiempo se agota y nos cansamos de él, como suele pasar, tarde o temprano, con los bienes materiales y todo lo que es de este mundo. El placer humano es obsoleto. ¿Quién puede escuchar sin interrupción la misma música, por hermosa que sea, o contemplar un solo paisaje durante años sin moverse? En esta vida no hay nada que no acabe aburriendo. Pero Dios no, porque en el Cielo se le verá en su totalidad, pero no totalmente. Y como es la Suprema Verdad y Belleza, siempre presentará nuevos aspectos a nuestros ojos por toda la eternidad, sin aburrirnos jamás.
“Entonces”, comenta san Roberto Belarmino, “la sabiduría ya no consistirá en una investigación de la divinidad en el espejo de las cosas creadas, sino en la visión misma descubierta de la esencia de Dios, causa de todas las causas, y de la primera y Suprema Verdad”. El deseo natural de conocer y saber se satisface con esta visión, ya que nuestro entendimiento será elevado por la luz de Dios –la lumen gloriae–, para poder comprenderlo de la manera más perfecta posible para nuestra condición. Y si en esta vida la noción de ciertas verdades nos trae alegría, ¿qué felicidad vendrá de la dilatación de la inteligencia humana por un préstamo de la inteligencia divina?
Sin embargo, el disfrute celestial no sería completo si se limitara únicamente a satisfacer los deseos de la inteligencia. La voluntad alcanza también en Dios la plenitud de su satisfacción. El corazón necesita amar y ser amado, y nada produce tanta felicidad como cumplir este ideal, aunque sea de manera pasajera. Cuando alguien a quien queremos mucho, sobre todo si es superior a nosotros en algún aspecto, nos dice “¡Te quiero mucho!”, nuestro corazón se ensancha porque nos sentimos amados. Cuán inmensa será nuestra alegría cuando Dios nos diga: “¡Hijo mío, te amo tanto! Tanto es así que Yo te creé, y fue mi amor el que infundió todo el bien de tu alma. ¡Ven, hijo mío! ¡Aquí estoy para ser tu alegría por siempre!” San Alfonso dice que las almas “en el Cielo tienen la certeza de que aman y son amadas por Dios. Ven que el Señor las abraza con un gran amor, que nunca cesará, por toda la eternidad”. ¡Esto la es felicidad en el Cielo!
Felicidad que satisface sin saciar, porque no produce aburrimiento. Así como la Verdad, la Bondad de Dios también es infinita, proporcionando al hombre siempre conocer algo nuevo y digno de ser amado. Los Santos crearon una imagen muy expresiva al comparar el deleite eterno con una sed que, una vez satisfecha, nunca se apaga: la sed de la sed. “Los bienes celestiales satisfacen y alegran siempre el corazón […]. Y es que, a pesar de ser plenamente satisfactorios, siempre parecen nuevos, como si fuera la primera vez que los degustas; siempre los disfrutamos y siempre los deseamos; siempre los deseamos y siempre los logramos”.
Por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP
(Texto extraído, con adaptaciones, de Revista Arautos do Evagelho n. 248, agosto de 2022).
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