Ante las apariencias mentirosas derivadas del orgullo, manifestadas en la hipocresía de los doctores de la Ley, Nuestro Señor nos exhorta a ser humildes y libres de cualquier jactancia humana.
Redacción (10/11/2024 10:40, Gaudium Press) Para comprender bien el texto evangélico elegido por la Iglesia para este 32º domingo del Tiempo Ordinario, debemos tener en cuenta que los Santos Evangelios no fueron escritos simplemente como un libro cualquiera, una historia para hacer el bien a las almas piadosas de los primeros tiempos del cristianismo. Fueron, sobre todo, una llamada a la cima espiritual, a una perfección como la del Padre Celestial. Pero no sólo eso: fueron también un elemento de polémica, una vez que los primeros divulgadores de la Buena Nueva, en su acción apostólica, encontraron obstáculos a superar. Cuando San Marcos preparó su Evangelio, uno de estos obstáculos provino de hombres versados en la Ley de Moisés y las Escrituras del Antiguo Testamento.
Advirtiendo a las multitudes contra la hipocresía
“En aquel tiempo, Jesús dijo en su enseñanza a una gran multitud: ‘¡Tened cuidado con los doctores de la Ley! Les gusta usar ropa llamativa, ser saludados en las plazas públicas; les gustan los primeros asientos en las sinagogas y los mejores asientos en los banquetes” (Mc 12,38-39).
Es importante resaltar el detalle señalado por el evangelista: Jesús habló a “una gran multitud”. Era, por tanto, una enseñanza destinada a todos y dada sin rodeos, advirtiendo al pueblo contra los doctores de la Ley, por las razones que se explican a continuación.
Según las costumbres de la época, era natural que todos hicieran una reverencia especial cuando pasaba un doctor de la Ley, a quien se reservaban lugares preeminentes en los actos públicos. Como señala el padre Tuya,[1] la plaza pública, o ágora, era el centro comercial y social de la ciudad. Por eso a los escribas y fariseos les gustaba caminar por este lugar lenta y gravemente, con sus vistosos trajes, para recibir los saludos del pueblo, y codiciaban especialmente el título de rabí, que significa mi maestro. “En las asambleas los lugares se determinaban no sólo en función de la edad, sino también de la dignidad del carácter, por ejemplo, de su sabiduría. Como los lugares designados por dignidad eran mucho menores que los asignados a las personas en función de la edad, los fariseos querían, por ostentación y vanidad, que estos primeros lugares se les dieran en los banquetes, para resaltar su distinción. […] Era un deseo excesivo, infantil y casi patológico de vanidad y orgullo”[2].
Una lectura superficial de los dos versículos transcritos arriba podría llevar a creer que no se deben usar ropas bonitas, saludar a las personas con cortesía o favorecer la jerarquía en las relaciones sociales. De hecho, se están abandonando las vestimentas nobles y decorosas, debido a la mentalidad de los días en que vivimos. Lo feo prevalece por ser feo y lo igualitario por ser igualitario. Se está generalizando el gusto por vestirse lo más descuidadamente posible, para poder sentarse en el suelo; se ponen de moda lo feo, lo viejo, lo desgarrado y lo inmoral, mientras que las costumbres se simplifican al máximo, algo que ni siquiera los seres irracionales harían. Esto no es lo que el Divino Salvador quería para sus seguidores.
El problema no está en la ropa llamativa ni en el honor, sino en querer llamar la atención, es decir, en tener la intención no de alabar a Dios, sino de alabarse a uno mismo. Las costumbres enumeradas por Nuestro Señor, legítimas en algunas circunstancias, gustaban a los doctores más por orgullo que por admiración por las cosas bellas, por deseo de glorificar a Dios o por intención de hacer el bien a los demás. Su objetivo era alardear, mostrar su superioridad, en esencia ser “adorados”, incensados por los demás. Por lo tanto, usurparon el lugar central que pertenecía a Dios. Ese aparato de dignidad, esa apariencia de honra, respeto y sabiduría debe corresponder a la verdad de los hechos, es decir, la vida de tales doctores debe hacerlos acreedores de esos honores.
Sin embargo, la realidad era muy distinta y Jesús la denunciará.
La apariencia, manto de una realidad pecaminosa
“Devoran las casas de las viudas, fingiendo ofrecer largas oraciones. Por esto ellos recibirán la peor condenación” (Mc 12,40).
En el Antiguo Testamento, la viuda tenía poca protección, y por eso algunos hombres sin escrúpulos buscaban sacarles todo lo que podían. Común era el caso de las viudas sin hijos adultos, quienes eran los encargados de administrar la fortuna familiar. En esa situación de desamparo, como señala Nuestro Señor, se introducía un maestro de la Ley que, con la excusa de orar, acababa depredando sus bienes.
Al denunciar este tipo de acciones, el Divino Maestro dejaba claro a sus oyentes hasta qué punto los doctores de la Ley representaban exteriormente lo que no eran. Conocían todos los entresijos de la Ley, sin practicarla… Se comportaban como voraces devoradores de fortunas ajenas. Es más, al ser legistas, sabían bien cómo llevar los procesos legales que rodeaban cada reclamación sucesoria y, por tanto, les resultaba más fácil acabar haciéndose con el dinero. Por tanto, bajo la apariencia de virtud se escondía una mentalidad vampírica, cuyo objetivo era arrancar de los demás, de forma injusta y sin escrúpulos, todo lo posible.
Las terribles consecuencias del orgullo
Esto sirve como advertencia contra los peligros del orgullo. Toda vanidad, aceptada con indulgencia, como ocurría con estos doctores, acaba conduciendo a la desobediencia a los mandamientos de Dios. Una condición esencial para permanecer fiel a la Ley es la humildad. La clave para la práctica duradera de todos los preceptos divinos es esta virtud. En el caso de los doctores de la Ley, el egoísmo orgulloso –agravado por la duplicidad de espíritu, la hipocresía de representar de manera ostentosa lo que no se es– los hace merecedores de la “peor condena”, según la enérgica expresión del propio Hombre-Dios mismo: condenación eterna, en el infierno, castigo adecuado para quienes, tomando los caminos de la soberbia, profundizan en la deshonestidad y otros pecados. Huyamos, pues, de toda jactancia, para no terminar quebrantando los demás Mandamientos de la Ley de Dios. Y estemos seguros de esta verdad: en la raíz de todo pecado grave está siempre el orgullo.
Extraído, con adaptaciones de: CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2014, v. 4, p. 488-492.
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[1] Cf. TUYA, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v. V, p. 499.
[2] Idem, p. 500.
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