“Hay sí, varios milagros eucarísticos. Hoy trataremos de uno donde queda patente el poder de Dios manifestándose en horas especialmente trágicas…”
Redacción (01/09/2023 10:39, Gaudium Press) La Eucaristía es un milagro esplendoroso y permanente. Cuando se habla de “milagros eucarísticos” – los hay muy impresionantes: hostias consagradas que sangran, que fulguran, que resisten al fuego, al agua, al tiempo… – habría que colocar, en primer lugar, a la propia transubstanciación que es la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor.
En todo caso, hay sí, varios milagros eucarísticos. Hoy trataremos de uno donde queda patente el poder de Dios manifestándose en horas especialmente trágicas. No estará mal que lo guardemos en la memoria, ya que podrá potenciar nuestra fe en eventuales emergencias difíciles.
Dicho milagro tuvo lugar el 31 de enero de 1906 en San Andrés de Tumaco, ciudad portuaria situada en la parte occidental de Colombia bañada por el Pacífico. Los datos que siguen fueron tomados del libro “Prodigios Eucarísticos” de fray Antonio Corredor García, y algunos de ellos se encuentran también en la página web de la Diócesis de Tumaco, en Colombia.
Así fue el desarrollo de los hechos: Aproximadamente a las diez de la mañana de aquel día, comenzó a sentirse un temblor de tierra de tanta duración que no debió bajar de diez minutos. El pánico se apoderó del pueblo que en tropel se agolpó en la iglesia y alrededores, suplicando a los padres organizasen sin tardanza una procesión con las imágenes de la Virgen y de los santos que fueron a toda prisa colocadas por la gente en sus respectivas andas.
Les pareció prudente a los padres misioneros — fray Gerardo Larrondo de San José y fray Julián Moreno de San Nicolás de Tolentino, Agustinos recoletos — animar a los feligreses, asegurándoles que no había motivo para tanto espanto como el que se había apoderado de todos.
En esto se ocupaban ambos cuando advirtieron que, por efecto de aquella continuada conmoción de la tierra – el terremoto había sido de 8, 8 grados –, el mar se alejaba de la playa dejando en seco quizá hasta kilómetro y medio de terreno de lo que antes cubrían las aguas, las cuales iban acumulándose mar adentro formando una montaña que habría de convertirse en formidable ola que sepultaría y acabaría con el pueblo, cuyo suelo se halla a más bajo nivel que el del mar. Entonces, el P. Larrondo, entró precipitadamente a la iglesia y consumió las sagradas Formas, reservando solamente la Hostia magna. Acto seguido, vuelto hacia la gente y llevando a Jesucristo Sacramentado en el copón, exclamó: ¡Vamos hacia la playa y que Dios se apiade de nosotros!
Inflamados por la presencia de Jesús Eucarístico, y ante la enfática actitud de su ministro, fueron todos a la costa clamando al Señor, a la Virgen y a los santos del cielo, tuvieran misericordia de ellos. El cuadro debió ser impactante por ser aquella población de muchos miles de habitantes, los cuales se hallaban allí como un solo hombre, con el terror de una muerte trágica estampado ya de antemano en sus facciones. Acompañaban también al Santísimo las imágenes de la iglesia traídas a hombros, sin que los padres lo hubieran dispuesto, sólo por el irresistible impulso de la fe de aquel pueblo fervorosamente católico. Cuando ya el P. Larrondo se hallaba en la playa con los fieles, aquella montaña formada por las aguas comenzó a moverse hacia el continente, avanzando como impetuoso aluvión conformando una ola formidable. Los minutos de Tumaco estaban contados…
No se intimidó el misionero; descendió a la arena y, colocándose dentro de la jurisdicción ordinaria de las aguas, en el instante mismo en que la ola estaba ya llegando y crecía hasta el último límite la ansiedad de la muchedumbre, levantó la sagrada Hostia y trazó con ella en el espacio la señal de la Cruz.
¡Momento solemnísimo! La ola avanzó un poco más y, sin tocar el copón con el Santísimo que permanecía elevado, se estrelló contra el sacerdote, alcanzándole el agua solamente hasta la cintura. Apenas se había dado cuenta el padre Larrondo de lo que acaba de sucederle, cuando oye exclamaciones emocionadas: ¡Milagro, milagro! En efecto, aquella ola se había contenido de golpe, y la enorme montaña de agua iniciaba su movimiento de retroceso para desaparecer, mar adentro, volviendo el agua a recobrar su nivel ordinario.
¡Cuánta debió ser la alegría y la algazara de aquel pueblo, a quien Jesús Sacramentado acababa de librar de una hecatombe! A las lágrimas de terror se sucedieron las de alborozo; a los clamores de angustia siguieron los gritos de agradecimiento y de alabanza; de todos los pechos brotaban sonoros vivas as Santísimo. Mandó entonces el párroco que fuesen a la iglesia a traer la custodia y, colocando en ella la sagrada Hostia, se organizó una procesión que recorrió las calles y alrededores del pueblo, hasta ingresar el Señor con toda pompa en el templo, de donde había salido precipitadamente horas antes.
Este terremoto y ulterior tsunami afectó también a la vecina república de Ecuador y a Panamá, y produjo más de mil quinientos muertos en zonas aledañas ¡las repercusiones del accidente se sintieron en las costas de Japón! De no ser por este milagro eucarístico, Tumaco y sus paisanos hubieran literalmente desaparecido del mapa dado su nivel inferior al del mar.
Hay que subrayar un dato de inmensa relevancia: la fe del pueblo y de sus sacerdotes fue determinante para que el milagro se operase. Peor que los elementos naturales furiosamente desenfrenados es la desgracia de las almas incrédulas y pusilánimes. En Tumaco, nuestros hermanos en la fe testimoniaron su creencia en la Eucaristía ¡y cómo fueron recompensados!
Hoy, la fe declina por doquier cual tsunami devastador abalando la tierra entera. Por ejemplo, muchos católicos ya no creen en la Presencia Real; para ellos, la Eucaristía no sería más que un mero símbolo. Hay de qué inquietarse, porque, además, vemos en el Evangelio que los milagros no suelen darse en beneficio de los incrédulos, los milagros son un regalo para los que creen.
“To be or not to be, that is the question” sentenció Shakespeare en su famosa tragedia. Sin ínfulas de melodrama, a propósito de lo que venimos tratando, digamos sencillamente que la verdadera cuestión es “creer o no creer”…
Por el P. Rafael Ibarguren, EP
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