jueves, 25 de septiembre de 2025
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Cristo, abraza al niño y reprende a los mercaderes: Dos actitudes…, ¿una sola persona?

Abrazar con ternura a un niño y azotar indignado a unos oportunistas… ¿Dos actitudes tan radicalmente opuestas caben en una misma alma, en una misma psicología, en una misma santidad?

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Redacción (25/09/2025 10:09, Gaudium Press) No hay nada más encantador que la escena del Evangelio en la que encontramos a Nuestro Señor Jesucristo rodeado de niños deseosos de que el Salvador «les impusiera las manos y orase [por ellos]» (Mt 19, 13). Los discípulos, preocupados por la tranquilidad del Maestro, intentan apartarlos… Sin embargo, Jesús los reprende y llama a los pequeños, los bendice imponiéndoles las manos e incluso los abraza. En esta ocasión se manifiesta esa ternura característica que la piedad popular presenta en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, modelo de dulzura y bondad.

En circunstancias muy diferentes, los mismos evangelistas nos muestran al Señor blandiendo un látigo de cuerdas tejido con sus propias manos y expulsando a los mercaderes del Templo (cf. Jn 2, 14-16), airado y dolido (cf. Mc 3, 5). La escena es impactante: cuadrúpedos despavoridos, aves revoloteando sin rumbo, monedas esparcidas por el suelo, vendedores huyendo y tropezándose con mesas y bancos volcados, bajo la mirada aterrorizada de los compradores atónitos, también en fuga… Con voz solemne, Jesús sentencia: «Mi casa será casa de oración, pero vosotros la habéis hecho una cueva de bandidos» (Mt 21, 13).

Pero… ¿se trata realmente de la misma persona? ¿Dos formas de ser tan radicalmente opuestas caben en una misma alma, en una misma psicología, en una misma santidad?

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Santo Tomás (1) enseña que las pasiones humanas, consideradas en sí mismas, constituyen una mera capacidad de dinamismo y son, por lo tanto, neutras. Se convierten en agentes del bien o del mal cuando el hombre las gobierna hacia un fin bueno o malo, así como una herramienta puede realizar un servicio beneficioso o ser utilizada para cometer un delito.

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Sin embargo, aunque el dinamismo de la pasión ayude al hombre a moverse, éste siempre debe ser dueño de sí mismo y de sus acciones. Si deja que la pasión se apodere de sus actos, está permitiendo una inversión de papeles: se convierte en instrumento de su pasión, la cual pasa a dominarlo y lo reduce de gobernante a gobernado.

En tales circunstancias, podría verse tan abrumado por la ira que, incapaz de controlarse, termine descargando el desbordamiento de su pasión sobre los que lo rodean, vecinos o familiares, que nada tienen que ver con la causa de su furia. En ese momento estaría sometido unilateralmente por la ira y no habrá sitio alguno para la compasión. Por el contrario, el que se deja dominar por la pasión del afecto podrá volverse tan ciego que sea incapaz de discernir las maldades que traman contra él aquellos en quienes, ingenuamente, ha depositado su confianza.

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Se diría, pues, que el hombre se halla en la paradójica obligación de negar toda pasión —y, en consecuencia, convertirse en un ser apático— para evitar el riesgo de caer en la locura. Y no faltarán quienes llamen a este estado de apatía «equilibrio»… ¿Qué debe preferir entonces? ¿Cómo debe actuar? ¿Con pasión o con indiferencia?

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La respuesta la tenemos al mirar a nuestro supremo Arquetipo. En efecto, no encontramos nada de ese conflicto interior en Nuestro Señor Jesucristo, en quien todo es perfección y, por lo tanto, armonía. Él no necesita elegir entre las pasiones y la apatía: sus pasiones siempre están en equilibrio. ¿Cómo se explica esto?

La templanza ejerce un papel sanamente dinamizador de las pasiones

La templanza es, precisamente, la virtud llamada a «templar» —es decir, moderar, controlar— el dinamismo de las pasiones. Así como la brida frena el ímpetu de un caballo demasiado fogoso, la templanza mantiene las pasiones sometidas a la voluntad y a la inteligencia, la cual se deja guiar por la sabiduría. De manera que no las anula, sino que las mantiene en el rumbo correcto, como el timón de un barco, y nunca permite que dejen de ser un instrumento, utilizado racionalmente, e inviertan el buen orden de las cosas dominando al hombre al que deberían servir.

Así pues, no encontramos al Señor tan atento a los niños que pierda su gravedad y su seriedad; al contrario, se dedica al apostolado con total seriedad, haciéndoles el mayor bien posible con vistas a su salvación. Y nunca pierde la calma cuando azota a los vendedores: jamás ojos saltones, rostro enrojecido, cabello desgreñado… Nada más lejos de su supremo y permanente equilibrio. Prueba de ello es el versículo siguiente a la expulsión de los mercaderes, en la versión de San Mateo: «Se le acercaron en el Templo ciegos y cojos, y los curó» (21, 14).

Son dos actitudes, sin duda, pero no dos modos de ser. Jesús, al fustigar a un vendedor y al abrazar a un niño, nos da el verdadero ejemplo de equilibrio en la templanza, cuya raíz se halla en el amor a Dios por encima de todas las cosas.

Por el P. Louis Goyard, EP

(Tomado de Revista Heraldos del Evangelio, Septiembre de 2025).

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1 Cf. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. I-II, q. 22, a. 3; q. 24, a. 1-3.

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