“Recuerdo el día que Monseñor Juan Clá, le dijo a uno de sus ahijados, aún joven, que este entendería mejor ciertas dulzuras y bonhomías…”
Foto: Dariusz Sankowski / Unplash
Redacción (01/03/2025, Gaudium Press) Tal vez sea un signo de madurez —quien sabe, nadie es buen juez de su propia causa— pero a medida que voy sumando días y kilómetros me va ocurriendo que cosas que importaban bastante en tiempos idos, como por ejemplo estar al tanto de las tramoyas políticas del corral y del vecindario, me interesan cada vez menos, y va aumentando en relevancia mi interés y empatía por la gente, y las cosas que se refieren más directamente a la Iglesia de Cristo.
Recuerdo el día en que Monseñor Juan Clá, fundador de los Heraldos del Evangelio, le dijo a uno de sus ahijados, aún joven, que este entendería mejor ciertas dulzuras y bonhomías que él ya estaba viviendo cuando su fogoso discípulo cumpliera 50 años. Algo así como que después de medio siglo de existencia, el corazón tiene más posibilidad de tornarse de carne, de moverse a la empatía, a la compasión.
Creo también que ese fenómeno de madurez es cierta adquisición de universales, favorecida también por el paso de la arena del reloj de arena de los años.
La pasión es atemperada por la visión. La emoción se corresponde con una visualización, es decir, siempre detrás de un sentimiento o emoción, hay toda una estructura de pensamiento conexa, que lo sostiene o alimenta: ese es uno de los principios básicos de la psicología cognitivo-conductual, tal vez el enfoque psicológico más acertado.
Por ejemplo, cuando alguien está triste, o hasta deprimido, no es solo esa sensación de pesadez, de no energía, de melancolía, sino que detrás de esos sentimientos hay todo unos pensamientos o una red de pensamientos conexos, que pueden ser también subconscientes: “no valgo nada”, “siempre he estado destinado al fracaso”, “no he tenido grandes logros en mi vida”, etc. Por ejemplo, con la emoción de ira: no es solo la furia, permanente o momentánea que la persona está experimentando en el momento, sino que esa condice o es conexa con pensamientos del tipo “esa persona quiere hacerme daño”, “esa persona es irresponsable”, “él nunca ha querido combatir ese defecto”.
Entonces, ocurre que comúnmente el paso de los años va matizando el pensamiento, va haciendo que las estructuras de pensamiento sean más, sean más matizadas, más ricas, más adecuadas, más elaboradas, y esa riqueza va modulando los sentimientos. Es la “sabiduría que dan los años”, que hace que los viejos ya no se emocionen en extremo, pues ya han visto de todo, y han descubierto —a veces con sufrimiento— que las cosas casi siempre tienen dos caras, o muchas caras, y que es tonto emocionarse en exceso con una de las ‘caras’, cuando aún no se han visto las otras ‘caras’.
Alguien una vez me decía que en situaciones difíciles con frecuencia los más tranquilos eran los policías: claro, ya han visto de todo, han pasado por muchas, y por eso tienen una visión más universal de las situaciones especialmente comprometedoras. Otra vez alguien apuntaba que los tipos más serenos en situaciones difíciles eran con frecuencia los peores delincuentes: claro, ellos también ya han vivido de todo y saben de mucho. Su experiencia de la vida les ha hecho adelantarse en el conocimiento de la comedia humana…
Algo análogo se podría decir de los sacerdotes, que particularmente en el confesionario, han vivido de forma vicaria y gigantesca las experiencias de los hombres, particularmente las difíciles.
Es por eso que para ciertos cargos de alta relevancia, por ejemplo el de Papa o un presidente, se tiende a buscar no solo la ciencia de los títulos, de la academia, sino también la sabiduría de los años, esos que han ido enseñando las complejidades, años que han temperado el ímpetu de las concepciones y decisiones rápidas, de las pasiones fáciles; años que han mostrado que las cosas que van a veces vuelven; años que han descubierto que las acciones tienen consecuencias, y por eso hay que cuidar muchos las acciones, para que tengan las consecuencias que se desean y no las que no se desean.
Es claro, la edad no siempre es sinónimo de sabiduría, ecuanimidad y templanza, y no es raro ver a hombres que deberían hacer gala de la serenidad de los océanos, vivir embriagados en mares agitados, produciendo agitación y zozobra a su paso, a veces de alcance universal, a veces con aspectos de tsunami.
Es entonces cuando gracias a Dios, uno recuerda que el timón de la Historia en el fondo lo maneja Dios, que no es sereno sino es la Serenidad, que no es sabio sino es la Sabiduría, que no es templado sino que es la Templanza.
A Él van nuestras oraciones, por medio de su Madre Santísima, para que nos haga sabios, y para que este mundo, cada vez más loco, vuelva a la sabiduría, mejor si es a la Sabiduría Eterna y Encarnada.
Porque al final, esto no es la Comedia Humana de Balzac. No es tampoco un thriller de corte hollywoodiano. Esto es la historia de la vida de los hombres, rescatados a precio infinito por la sangre de Cristo, Dios amoroso y también Juez y Señor inapelable de todos.
Por Saúl Castiblanco
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