Estar emparentado con Jesús sería, según nuestro criterio, un honor incomparable. Para el Hijo de Dios, por el contrario, lo más importante es hacer la voluntad del Padre Celestial, colocándolo en el centro de nuestra vida.
Redacción (09/06/2024, Gaudium Press) Cuando meditamos sobre los misterios de la vida de Nuestro Señor, nuestra imaginación es solicitada de manera especial cuando nos detenemos en los años que transcurrieron durante el apagamiento de Nazaret, contemplando esos caminos que en tantas ocasiones Él recorrió; ese panorama con el monte Tabor al fondo y la llanura que se extiende hasta el mar innumerables veces vista por Él; aquella casa en la que habitó desde su regreso de Egipto, tan humilde, pero tan impregnada de la presencia sobrenatural… Allí vivió en un ambiente de pobreza y de olvido, pero de grandeza, de amor, de paz, de descanso suave, y al mismo tiempo trabajo intenso. Allí “creció en estatura, en sabiduría y en favor delante de Dios y de los hombres” (Lc 2:52), siendo preparado por la acción divina para su gran misión.
Un velo cubría a Jesús de los ojos de los suyos
¿Cómo explicar que, en Nazaret, el Dios-Hombre pasara desapercibido? ¿Cómo podrían los familiares, vecinos y amigos no vislumbrar la divinidad en Jesús? ¿Cómo no vieron en Él, al menos, al Mesías? El plan divino, por suma sabiduría, exigió a Nuestro Señor atravesar este largo espacio de treinta años sin distinguirse, a sus ojos, del joven común: honrando el trabajo, exaltando la humildad, dándonos ejemplo en todo. La Providencia quería –además de una gloria completa para el Hijo de Dios encarnado– conferir mayor mérito a María Santísima y someter a todos los que vivían con Él a una prueba: la del esfuerzo y la delicadeza de atención para descubrir que en Jesús había algo más importante que en cualquier otro hombre. Para ello, Dios echó un velo sobre sus cualidades humanas y su naturaleza divina.
Pero Él causaba admiración
Hubo, sin duda, quienes respondieron a esta invitación. Si asombró a los mismos doctores en el Templo, a la edad de 12 años, ¿no causaría admiración en las personas que lo conocieron? No es concebible que algunos compañeros de infancia, familiares educados con Él, o adultos que pasaron tiempo con Nuestra Señora y San José, no hubieran abierto un poco este velo y se hubieran dado cuenta, de alguna manera, de quién era Él. Para estas personas –algunas más y otras menos– es probable que Jesús revelara algunos reflejos de su misteriosa divinidad, incomprensibles para la razón humana.
Qué diferente habrá sido para aquellos –ciertamente la mayoría– que, por infidelidad, siempre consideraron a Jesús como uno más de ellos, “el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón” (Mc. 6, 3). Assueta vilescunt… [ndr.: la familiaridad engendra desprecio] La naturaleza humana, desgraciadamente, se acostumbra a todo y, en la rutina, hasta las cosas más extraordinarias se vuelven ordinarias.
¿Cuáles habrían sido las reacciones de unos y otros cuando llegó el momento de que Nuestro Señor dejara Nazaret para comenzar su vida pública? Fue el Dios-Hombre quien escuchó los gemidos de la Historia y abrió sus brazos con amor para abrazar las miserias, no sólo de aquellos, sino de todo el género humano. Ante esta gran manifestación de buena voluntad, quedaría patente el valor de que los familiares y allegados de Jesús de Nazaret hayan superado aquella prueba que Dios les envió, trayendo una enseñanza invaluable para todos nosotros, como podemos ver en el Evangelio de el décimo domingo del tiempo ordinario.
Ver en el Hijo de Dios sólo al Hijo del Hombre
“En aquel tiempo, Jesús volvió a casa con sus discípulos. Y de nuevo se reunió tanta gente que no podían ni siquiera comer” (Mc 3,20).
En el episodio aquí narrado, Jesús tenía ante Él a una multitud que anhelaba vivir con Él y aprender de sus enseñanzas, pues lo estimaban y quedaban encantados con su presencia. Sin embargo, también había quienes acudían allí por egoísmo, interesados sólo en obtener una cura para una enfermedad u otros beneficios.
“Al enterarse de esto, los parientes de Jesús salieron a agarrarlo, porque decían que estaba fuera de sí” (Mc 3,21).
Entre estos interesados se encontraban ciertos familiares de Jesús que seguramente ya se habían reunido para comentar lo que se decía sobre Él, su doctrina y sus milagros. Lo habían visto crecer en Nazaret, donde no había asistido a la escuela de ningún maestro, y de repente se enteraron de cuánto atraía a las multitudes su predicación. ¿Dónde habría aprendido todo esto? Como no entendían lo que estaba pasando, se indispusieron contra Él. Quizás pensaron que era ridículo y temieron que sus acciones mancharan el nombre de su estirpe. Sin embargo, en el fondo, como contradecía las costumbres mundanas y estaba comprometido con una misión diferente a todo lo que se consideraba normal, no lo aceptaron y pretendieron tratarlo como a un loco.
Vemos, entonces, que el afecto de los familiares de Nuestro Señor es típicamente el de los egoístas; y podríamos decir que todos los egoístas son parientes de aquellos familiares de Jesús… Como ellos, también nosotros, si tratamos de ponernos siempre en el centro de todo, consideraremos necias las obras de Dios y exageradas las exigencias de la Religión. He aquí una lección importante de esta Liturgia: debemos evitar tal engaño, teniendo mucho cuidado con la sed de alabanza y el deseo de llamar la atención sobre nosotros mismos, para que los demás nos adoren.
¡Salgamos de nosotros mismos y dejemos que la gloria de Dios sea el eje de nuestra existencia!
Extraído, con adaptaciones, de:
CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2014, v. 4, p. 143-50.
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