jueves, 21 de noviembre de 2024
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Daniel y las cuatro voces: la de tarro, la triste, la cacofonía y la celestial

Hace unos días, quienes criticamos al padre DJ de la JMJ fuimos regañados por un sacerdote…

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Foto: David Beale en Unplash

Redacción (30/08/2023, Gaudium Press) Hace unos días varios fuimos ‘víctimas’ de los regaños de un digno sacerdote, nosotros, aquellos que despreciando la corrección política osamos criticar la ‘presentación estelar’ y en première mundial del padre-techno-DJ Peixoto, en la pasada JMJ en Lisboa.

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El argumento del reverendo-defensor en su columna vía internet era, palabras más palabras menos, que entre gustos no puede haber disgustos. Que si a algunos le gustaba el verde, pues a otros el amarillo, que si unos preferían el gregoriano, pues otros amaban el techno, y que no se podía imponer a los demás los quereres propios, pues eso era veneno ‘indietrista’, rancia discriminación injustificada.

Evidentemente no concordamos con la fácil opinión del sacerdote, quien al parecer cree que la música es un ser tan neutro como el agua. Manifestaremos nuestra discordancia con este reverendo contando una historia, con mucho de real y algunas gotas de ficticio, buscando ofrecer una pequeña enseñanza en un campo sutil pero fundamental, como es el lenguaje oculto pero real de las Artes, los Ambientes y las Costumbres, que caracterizan las civilizaciones.

Vamos adelante con el favor de Dios.

***

Daniel, profesor de sociales en enseñanza media, cuarentón, católico por convicción y devoto de su profesión, decidió que el domingo sus hijos y mujer se las arreglarían solos, pues “ya son grandecitos”. Él destinaría el dies Dominicus a realizar una ‘toma católica’ del centro de la ciudad, algo que ansiaba con agrado anticipado hace varios meses.

De hecho el downtown de su urbe conserva rasgos de épocas pretéritas, en las que los hombres preferían construir iglesias a edificar shoppings, por lo que en el espacio de unas pocas manzanas el peregrino o turista puede disfrutar de la arquitectura y la liturgia de una decena importantes templos:

Está el de los franciscanos, normalmente en serena penumbra, con algo de polvo que hace parte de su encanto, reliquia de maderas oscuras algunas cubiertas con pan de oro, de cándidas tallas policromadas, imágenes de buena factura aunque por ahí se haya colado alguna de yeso reciente (al final quienes mandan son los fieles, que tienen sus gustos y preferencias), templo al que hace unos meses casi le aplican un suicidio asistido forzado, intento de eclesiocidio, pues algunas feminazis en una de sus marchas dizque por la ‘dignidad de la mujer’ explosionaron cocteles molotov contra sus austeras y centenarias puertas de madera. ‘Cosas de malcriadas’ dirán algunos, o ‘que se pudran presas’ dirán otros.

Contiguo al de San Francisco se encuentra el de su Orden Tercera, del cual es imposible olvidar un San Fernando de Castilla en armadura bruñida y espada casi mandoble, con rostro de suma bondad (‘no parece español’, dicen algunas beatas cuando no tienen oficio). Un poco al norte de estos hay un templo parroquial de inicios del S. XX, de estilo mudéjar sabiamente criollificado, con complejos artesonados geométricos en los cielos rasos, todo pintado –columnas, bóvedas y muros– en listones ocre y marrón, con unos de los mejores vitrales de la ciudad representando a los doce apóstoles y algunas advocaciones de la Virgen y de Jesús. Una maravilla.

Quien de ahí se devuelve unas cuadras hacia el sur se encuentra con la Catedral, no propiamente una exponencial joya románica o colonial como sí son las del centro de Quito o Lima, aunque no deja de ostentar cierta imponencia cuando se la ve con perspectiva. Iglesia que alberga óleos espléndidos, como el de un Santiago anti-moros caballero, una Santa Isabel húngara sanadora, y varios otros; últimamente le han dicho a Daniel que hay allí un coro excelente. Al lado de la Catedral, la Capilla del Sagrario, amplia, con cuadros del más famoso pintor colonial del país, tiene en el corredor que la comunica con la Catedral un yaciente solemne de seca piedra gris, debajo del cual están los restos del fundador de la ciudad.

El que del Sagrario peregrina dos cuadras al occidente, se topa con la iglesia de otra comunidad, esta dedicada al cuidado de los enfermos, de nave central considerable, cuyos techos blancos de pocos florones dorados rodeados de figuras sencillas en rojo y dorado ostentan la belleza de lo simple. Esta iglesia es muy querida por los fieles, pues al fondo del corredor lateral izquierdo hay un gran cuadro de San Judas Tadeo, santo que siempre cuenta con muchos fans entre los feligreses. El templo también debe su harta popularidad a que allí es muy fácil encontrar confesión.

Saliendo de este templo caminamos un poco hacia el sur, y hallamos el edificio más antiguo de la ciudad, iglesia de una sola nave hoy bajo el cuidado de una orden religiosa masculina, pero que fue primero la capilla del convento de la Orden de la Purísima Concepción de María, con altísimo altar barroco completamente de oro, donde se empotra una gigante Virgen Inmaculada con aires de Asunción. Esta iglesia, también harto querida por los católicos del pueblo menudo, se caracteriza porque está abierta todo el día, exponiendo siempre en su altar mayor y debajo de la Inmaculada el Santísimo Sacramento del altar en gran custodia dorada con forma de estrella sobre pedestal: es decir, o es misa donde se renueva la pasión de Cristo, o es adoración al Cuerpo Hostia de Cristo, no hay otra.

Daniel, que al parecer estaba requiriendo una profilaxis espiritual, definió ya la noche del sábado lo que haría al día siguiente:

Comenzaré a las 8 en el templo de San Francisco. Maravilla ahí es su Virgen alada, esa que tantas veces me acogió, la que me ofreció siempre su perdón, la del manto azul con estrellas que me envolvía en su cariño materno. Luego desayunaré a las 9 en el ‘Portón Secreto’, al lado de la Catedral. Ojalá esté disponible esa mesa discreta bajo la escalerilla que lleva al segundo piso, donde ser pueden observar las fisonomías de los transeúntes sin ser visto.

Luego a las 10 visitaré al requerido San Judas, cansado debe estar de mis imprecaciones, pero la culpa es de él, o de la gente, que le dio el título del Patrono de las Causas Imposibles, y de ahí rápido a la iglesia de la Virgen Inmaculada a misa de 11, para concluir en la Catedral. Creo que la eucaristía de 12 la celebra el Arzobispo.

Daniel imaginaba que su profilaxis espiritual sería una peregrinación ya realizada por iglesias de más de trecientos años, de parecida arquitectura colonial española aunque con diferentes matices. Pero su imaginado periplo le depararía más de una sorpresa.

***

A las ocho de la mañana de un domingo en una fría capital sudamericana, parece que no se levantan ni los frailes. El sacerdote que oficiaba en San Francisco estaba solito; era el anciano y sabio padre Jairo, de esos que por lo entrado en años se diría que participó del primer capítulo con el propio fundador, del encuentro de las esteras. Sus sermones, que merecen ser grabados, hacen gala de una ciencia que de pronto solo San Buenaventura. Hombre serio y acogedor, sin demasiadas ‘confiancitas’, sabe también guiar con mano delicada a los penitentes al sacro tribunal donde se vierten y purifican las miserias de los hombres.

Sin embargo el Padre Jairo tiene una voz que no fue hecha para el canto; además los años van pesando. A la hora del Sanctus, las notas carraspeaban, rechinaban, no se ubicaban en el pentagrama, buscaban escapar de la prisión de las líneas a las que estaban destinadas.

Y no obstante la voz del sacerdote, verdaderamente de ‘tarro’, tenía todo el timbre del canto bimilenario de la Iglesia: era la de un hombre configurado hasta los tuétanos por la Esposa de Cristo, alguien que en el martirio de la labor del día a día, segundo tras segundo, fue agotando sus energías vitales por la salvación de los miserables hijos de Adán. Por eso esa voz le pareció a Daniel la mejor, la más bella, más que si estuviera entonando el Nessum dorma el propio Pavarotti.

Dios quiera que todavía haya sobre la faz de la tierra muchos Padres Jairo’s, que transmitan toda su savia a los jóvenes sacerdotes, se dijo Daniel.

Fue la primera voz, la voz carrasposa y bella de los dos mil años de Tradición de la Iglesia.

Concluida la misa partió Daniel hacia el Portón Secreto, a ingerir un canónico cappuccino con huevos rancheros, acompañados de almojábana, una combinación rayando en la herejía gastronómica. Los minutos pasaron rápido, pues aprovechó para adelantar unas páginas de una novela del nuevo consentido de la literatura mundial, el psicoterapeuta chipriota Alex Michaelides. Un thriller adictivo, La Paciente Silenciosa, con final de tragedia griega.

– Diez para las diez, se alertó, por lo que pagó con billete suficiente y partió raudo sin esperar el cambio, pues debía recorrer a la velocidad del rayo las tres cuadras que lo separaban de la iglesia del San Tadeo, si quería llegar antes de que iniciara la misa.

Como ya había cumplido el precepto, ingresó a la tienda del templo, que queda adentro, en un espacio a manera de socavón al costado derecho, donde siempre se encuentran velones a precios razonables, imágenes de San Tadeo de diversos tamaños y a precios aún más razonables, y se pueden encomendar intenciones en misas comunitarias con limosnas de menos de un dólar. Pura y genuina espiritualidad, a bajo precio.

¿Cree usted que habrá confesiones?, preguntó Daniel a la dependiente.

– Sí, claro. En pocos minutos saldrá el padre; ya hay gente haciendo fila si ve usted.

Gracias.

Cuando se acercó al confesionario vio que la cola ya alcanzaba la largura del cometa Halley. Pero se aprontaba a hacerla, cuando desde el coro alto empezaron a inundar la iglesia las notas del Sanctus, un sanctus triste, un sanctus especial.

Eran los acordes mezclados de una quena, una flauta de madera y un tambor, junto a las voces de los intrumentistas: un grupo andino acompañaba la liturgia del domingo, y emitía su sanctus con sabor a lamento de los Andes, de temperatura de un monte de páramo sin mucha vegetación; canto lento, triste, con vientos de hielo.

Para mi gusto personal esa música no es de alegría glorificadora; más bien llora y pide, con voz de alguien que no tiene entera confianza de que será atendido, pensó Daniel.

Tal vez fueron esos cantos tristes –de letras variadas pero melodías similares– los que movieron a Daniel a salir de una fila de confesión que no se movía. Dio espaldas al confesionario, y fue a arrodillarse ante el cuadro de San Judas Tadeo, el apóstol del Señor, delante del que había un reclinatorio vacío que reclamaba rodillas, pero la gente estaba en misa, aunque él ya había estado en misa.

San Judas el grande, el misericordioso, aquel al que el mismo Cristo sugirió que se entregaran las causas difíciles, tú sabes de mi sinceridad y de mi debilidad. ¡No me abandones!

Partió justo cuando el grupo entonaba el Ave Maria de Schubert pero en versión quena y beats de golpes secos de tambor,  de agudos no brillantes de su flauta de madera.

Es mi segunda voz del día, la del lamento, con notas de dulzura, pero triste. Un lamento que parece provenir de un pueblo que se escondió en el sur de gélidos Andes hace también dos mil años, se dijo. Y salió con paso decidido a la iglesia de las Concepcionistas, la de la Inmaculada, la de adoración permanente.

Cuando llegó, el Santísimo todavía estaba expuesto; Él en su custodia parecía un sol de oro con serpentinos rayos dorados. Daniel se introdujo gustoso en un ambiente de adoración de una iglesia casi llena, casi en silencio. Ahí estaba la mamá joven de dos niños y esposo; debían pertenecer a alguna cofradía, pues todos llevaban una medalla milagrosa ostentosa en su pecho, afuera de las vestiduras. Más allá se encontraba una pareja de ancianos que parecían recién llegados de su finca; él con su ‘rejo’, ella de sombrero y trenzas largas, de falda bien larga.

Pocos minutos pasaron antes de que cayera la cubierta de madera que a manera de guillotina cubría el nicho de la custodia. Los acólitos comenzaron a encender las velas, movían las hojas del evangeliario; todo se preparaba para la eucaristía.

Pero de pronto, ruidos que a Daniel le parecieron extraños empezaron a escucharse en el coro, sonidos para los que no venía preparado, pues aún sobrevolaban por los aires los perfumes de la presencia de un Cristo que se acababa de eclipsar. Eran ruidos que normalmente no se escuchan en el templo. Por eso el primer y estridente golpe de la batería fue un estallar de tímpanos.

Sí, no era una pesadilla, era una batería, con platillos, bombo y toms, a todo dar, que pronto fue secundada por la guitarra baja, un sonoro bajo eléctrico, que luego atrajo con presteza un partner teclado electrónico. Así arrancó la liturgia en ritmo de rock cristiano.

No sé a qué le tengo más alergia, si al rock o al ácaros. Ya sé: al cacofónico rock dizque cristiano. ¡Cómo la batería rajó sin compasión el ambiente de recogimiento que se había creado a los pies del Santísimo; cómo ella rompió los cristales dorados de adoración que flotaban en el templo; cómo esa música agredió con su electricidad unas almas que se encontraban en recogimiento sereno!, pensó Daniel. No aguantó mucho; se despidió interiormente de la Inmaculada, pidió perdón al Santísimo por lo que consideraba una ofensa, y huyó por la derecha hacia la Catedral.

Había escuchado la tercera voz, la voz de la cacofonía, se diría que la voz del misterio de iniquidad que hacía sangrar el santuario.

¿Y ahora con qué ritmos me encontraré?, se preguntó cuando atravesaba el atrio de la iglesia matriz, media hora antes de las doce.

Aprovechemos antes de que llegue quien sabe quien con sus estridencias y vayamos a saludar al Santísimo, a la Patrona Virgen de la Salud y a Santa Isabel de Hungría, decidió, por lo que fue directo a la capilla del fondo. Estaba casi sola; la serenidad y solemnidad de las de las sillas y reclinatorios del capítulo, y la sensible presencia de un Santísimo consolador en su sagrario lo fue tranquilizando.

Quince minutos pasaron, antes de que el órgano comenzara a emitir notas que se vislumbraban de piezas clásicas. También algunos violines comenzaron a afinar, con melodías que parecían de Bach. Al parecer no sufriría más atropellos rockeros.

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Sí, celebró el Arzobispo, junto con el párroco de la Catedral y otros sacerdotes.

El cortejo inició en la sacristía, fue hasta el atrio y se devolvió por el corredor central hasta el altar, mientras que debajo del órgano veinte voces, masculinas y femeninas, entonaban uno de los cantos polifónicos de Palestrina.

Lentamente las agujas aún clavadas en la piel de Daniel por el rock cristiano salieron sin dolor, cayeron al piso y desaparecieron sin lamento. Todo su ser se iba distensionando, o mejor, se elevaba hacia una región del universo en donde se vivía la paz, en armonía, en elevación, lugar donde debían vivir los santos, la Virgen, Cristo. El incienso que envolvía el cortejo del Arzobispo, y que se iba expandiendo por el templo ayudaba a crear esa impresión.

Esto sí es música cristiana. No entiendo la letra, no sé si están cantando un salmo, o una alabanza al Creador, o a Cristo, pero esta música sí me lleva a Dios, me saca del ruido del mundo, crea una melodiosa y suave barrera con el mundo de las calles, es una música que me tira de mi pecado y mis miserias, que me pone en contacto con lo sobrenatural, se decía.

El cortejo caminó con paso lento, solemne y tomó posesión de un presbiterio que ya se había transformado a los ojos de los fieles en el lugar donde se obraría un magnífico misterio.

Así trascurrió la misa, en ambiente sacral, signada también por un sermón piadoso del Pastor. Así terminaba, bien, esa didáctica jornada de mañana dominical, con sus cuatro voces, la de la Tradición, la Triste, la Cacofónica, y la Celestial católica.

Jornada en la que entre gustos sí hubo algunos disgustos, pues es un absurdo decir que la música es neutra como es neutra el agua. Aguas de arsénico, o aguas de rosas, que por más transparentes que sean nunca serán neutras…

Por Saúl Castiblanco

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