domingo, 26 de octubre de 2025
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¿De verdad me creo justo? – Comentario al evangelio dominical

¿Somos humildes u orgullosos? Examinemos nuestra conciencia al respecto…

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La oración del fariseo y la oración del publicano

Redacción (26/10/2025 11:55, Gaudium Press) El Evangelio de este domingo nos presenta la parábola del fariseo y el publicano, contada por nuestro Señor a «algunos que confiaban en su propia justicia y despreciaban a todos los demás» (Lc 18,9), es decir, a unos orgullosos. En ella, Jesús representa a dos hombres que suben al Templo de Jerusalén a orar: un fariseo y un publicano.

El primero, de pie, da gracias a Dios por no ser pecador como los demás; se jacta de sus virtudes, sin pedirle ayuda ni perdón por sus faltas. El segundo, de pie, reconociendo su indignidad, inclina la cabeza, admite su pecado y ruega al Todopoderoso que tenga misericordia de él. El Divino Maestro afirma que el publicano salió del Templo justificado, pero el fariseo no, porque «Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes» (Santiago 4:6).

Sin embargo, ¿en qué consiste la soberbia?

Es precisamente un apetito desordenado por la propia excelencia, un pecado que se manifiesta de diversas maneras, como: buscar la excelencia a cualquier precio; considerarse superior a los demás; menospreciar a los demás; jactarse de bienes espirituales o materiales como si fueran propios; pretender salvarse con las propias fuerzas, sin contar con la ayuda de Dios.

Este es un pecado muy grave, que abre la puerta a todos los demás. Los ángeles malignos, nuestros primeros padres (y… nosotros también) lo cometieron.

La virtud que se opone a la soberbia es la humildad, mediante la cual reconocemos quiénes somos realmente ante Dios. Como enseña Santa Teresa: «La humildad consiste en andar en la verdad, pues es de suma importancia no ver nada bueno en nosotros mismos, sino miseria y nada». ¿Y nosotros qué? ¿Somos humildes o arrogantes? ¿No es cierto que, en innumerables ocasiones, la arrogancia impulsa nuestras acciones? Examinemos, pues, nuestra conciencia.

Aquí hay algunas preguntas que podríamos hacernos: ¿Reconozco que solo con la ayuda de Dios iré al Cielo y, en consecuencia, busco tomarme en serio mi vida de oración? ¿Me considero superior a los demás, me burlo de ellos, los insulto o los calumnio? ¿Espero que me elogien por mis virtudes imaginarias, mis cualidades humanas o mi apariencia física, y que me honren con los mejores puestos? ¿Me irrito cuando las cosas no salen como deseo?

La Virgen María es un ejemplo de humildad para todos nosotros. Ante San Gabriel, se reconoce como la Esclava del Señor (cf. Lc 1,38), y en el Magníficat proclama que Dios «ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,48). Sin embargo, esta humildad no se manifiesta solo en palabras. Inmediatamente después de la visita del Arcángel, Nuestra Señora parte hacia la casa de Santa Isabel para servirla. Sufre en silencio las penurias del viaje a Egipto, consecuencia de la persecución de Herodes. Obedece a San José en todo, aun siendo la Reina del Cielo y de la tierra.

Pidamos a Ella, Mediadora universal de todas las gracias, que nos conceda el inestimable don de tener un corazón humilde como el suyo.

Por el P. Pablo Luis Werner Benjumea, EP

(Extracto de la Revista Heraldos del Evangelio n.º 286, octubre de 2025).

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