Si bien hay quienes ayudan a otros a dejar de ser molestados, por el contrario, Dios, la Bondad misma, está deseoso de escuchar las oraciones de sus hijos.
Redacción (19/10/2025 13:57, Gaudium Press) La parábola del juez y la viuda, narrada en la liturgia de este 29.º Domingo del Tiempo Ordinario, presenta una realidad conmovedora en la que Jesús, utilizando el recurso didáctico del contraste, tras presentar una situación dramática, revela una solución reconfortante. La parábola
“Había en un pueblo un juez que ni temía a Dios ni respetaba a la humanidad” (Lc 18,2).
El juez era, sin duda, judío por raza y religión; de lo contrario, Jesús lo habría caracterizado como un hombre que no creía en el Dios verdadero. De hecho, su comportamiento encarna claramente el ateísmo práctico, ya común en aquellos tiempos, aunque no tan extendido como hoy. Probablemente practicaba la religión, excluyendo el Primer Mandamiento de la Ley de Dios. Era, por lo tanto, un mal judío.
Este juez representa uno de los grandes males de nuestros tiempos: la desaparición de la bondad y la admiración en las interacciones sociales, ya sea entre iguales o entre inferiores y superiores. Considerándose el único referente para servir a sus semejantes, le importan poco estas o aquellas cualidades de esos mismos hombres.
La Viuda Inocente
“En aquel pueblo había una viuda que fue al juez, diciendo: ‘¡Hazme justicia de mi adversario!’” (Lc 18, 3).
En ese mismo pueblo había una viuda. Como en todas las épocas, la esposa desprotegida por la muerte de su esposo se convierte en una figura lamentable. La carga de criar a sus hijos, especialmente a los más pequeños, y administrar los bienes y el hogar recae sobre ella, la parte más débil. No abandonaría por nada del mundo a los niños, alimentados y criados en sus brazos. Sería un modelo insuperable de obstinación en este sentido. Probablemente sea este el caso de esta parábola.
La viuda debió de saturar al juez con sus innumerables visitas, implorándole cada vez justicia contra su adversario. Este, quizás, era un israelita sumido en el fraude y la maldad que, aprovechándose de la existencia de un árbitro sin temor a la ira divina, había cedido a su avaricia y, por lo tanto, buscaba extorsionar total o parcialmente los bienes de la mujer indefensa y afligida. Ella no tuvo más remedio que acosar al juez, gritando con insistencia: “¡Hazme justicia contra mi adversario!”. La Actitud del Juez
“El juez se negó por mucho tiempo. Finalmente, se dijo: ‘No temo a Dios ni respeto a hombre. Pero esta viuda me molesta. ¡Le haré justicia para que no vuelva a agredirme!’” (Lc 18:4-5)
La viuda no le dio tregua al juez, obligándolo a abandonar su inacción y, ante dos inconvenientes —tener que fallar a su favor o encontrarla suplicando constantemente—, optó por el menor. Se hartó y, para no volver a verla, decidió acceder a su petición. Su motivo para tomar tal decisión no era ni noble ni elegante, pero la viuda no era tímida ni se dejaba vencer por el respeto humano; su única preocupación era obtener un fallo justo.
Dada la fácil comprensión de la parábola, Jesús pasa directamente a su aplicación. El Juez Supremo y las Almas Elegidas
“Y el Señor les dijo: ‘Escuchen lo que dice este juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche? ¿Los hará esperar?’” (Lc 18, 6-7).
El contraste es una gran herramienta de enseñanza. Jesús usa las reacciones de un juez injusto ante la obstinada insistencia de la fragilidad femenina para compararlas con las actitudes del Juez Supremo. Si un hombre malvado hace una buena obra para dejar de ser molestado, ¿cuánto más hará Dios, la esencia de la Bondad? A diferencia de la parábola, la aplicación se refiere al Juez Verdadero, que es la generosidad misma. Por otro lado, quien pide no es una viuda importuna, sino los elegidos de Dios. No son indeseados. Al contrario, tienen derecho a los títulos de “privilegiados”, “amigos” y “fieles”.
Jesús se centra específicamente en los elegidos en este versículo. ¿Quiénes son? Quienes aman y temen a Dios, sus siervos, que viven en estado de gracia, lamentan sus debilidades y se arrepienten de sus faltas, purificándose en el perdón divino. Con el claro y constante avance de la teología, se puede afirmar que todos los fieles son elegidos, como declara San Pedro: “Pero ustedes son linaje elegido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2, 9).
Se asume erróneamente que una persona elegida jamás cometería pecado y que su espíritu no tendría nada que ver con la miseria. ¡Esto no es cierto! La debilidad es útil para resaltar el poder de Dios: “Porque mi poder se perfecciona en la debilidad”, dice Nuestro Señor a San Pablo, quien, a su vez, añade: “Por eso, gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí la fuerza de Cristo” (2 Cor 12,9).
Estos elegidos son aquellos que a menudo “sufren persecución por causa de la justicia” (Mt 5,10) y, al no tener a nadie a quien recurrir en esta tierra, recurren a Dios, implorando ayuda, apoyo y protección. Y a menudo lo hacen día y noche. Es como si el juez injusto de la parábola escuchara el llanto de la viuda, y Dios, siendo Padre, no escuchara las súplicas de sus amigos elegidos.
Pero, cabe preguntarse, ¿cuándo responderá Dios a estas oraciones? Sin demora, como dice el versículo 8: “Les digo que Dios pronto les hará justicia”.
Extraído, con modificaciones, de:
CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2012, v. 6, p. 417-422.
Deje su Comentario